Voltaire – Diccionario Filosófico |
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ATEÍSMO
I – De la comparación que se hace con frecuencia entre el ateísmo y la idolatría
Nunca se refutará bastante la opinión que sostiene el jesuita Richeome sobre los ateos y los idólatras; opinión sostenida antiguamente por Santo Tomás, San Gregorio Nacianceno, San Cipriano y Tertuliano, y que Arnobe expuso con energía, diciendo a los paganos: «¿No os avergonzáis de censurar que despreciemos a vuestros dioses, cuando es mucho más justo no creer en ningún dios que imputarles acciones infames?» Esta opinión la manifestó muchos años antes Plutarco, diciendo que «él prefería que le dijeran que no había existido Plutarco, a que le creyeran inconstante, colérico y vengativo», y esta opinión la fortificó la dialéctica contundente de Bayle.
El fondo de esta controversia, suscitada por el jesuita Richeome y sostenida por Bayle, es el siguiente:
«Había dos porteros en la puerta de una casa, y les preguntaron: «¿Se puede hablar a vuestro señor?» «No está», responde uno de ellos. «Sí que está -contesta el otro portero-, pero está muy ocupado, fabricando moneda falsa, falsos contratos, puñales y venenos para perder a los que han cumplido sus designios.» El ateo se parece al primero de esos dos porteros, el pagano al segundo; es, pues, evidente que el pagano ofende mucho más a la Divinidad que el ateo.»
Con el permiso del padre Richeome y de Bayle, les diremos que ése no es precisamente el estado de la cuestión. Para que el primer portero se parezca a los ateos, no es menester que diga: «Mi señor no está aquí»; debiendo decir: «Yo no tengo señor; el que suponéis que es mi señor no existe; y mi compañero es un tonto, que os dice que el señor se ocupa en confeccionar venenos y aguzar puñales para asesinar a los que cumplen su voluntad. Semejante ser no existe en el mundo.»
Richeome argumenta en falso, y Bayle se olvida en sus difusos discursos del honor que quiere hacer a Richeome comentándole inoportunamente. Plutarco se expresa mejor al preferir a las gentes que digan que no ha existido a las que digan que Plutarco es un hombre insociable. Nada efectivamente le importa que nieguen su existencia, pero sí que le importa mucho que ajen su reputación. No está en el mismo caso el Ser Supremo.
Plutarco apenas se ocupa del verdadero objeto que se debe tratar. No se trata de averiguar quién ofende más al Ser Supremo, si el que lo niega o el que lo desfigura. No es imposible saber, excepto por la revelación, si Dios se ofende de las charlatanerías que sobre Él propalan los hombres. Los filósofos, sin sospecharlo siquiera, caen muchas veces en las ideas vulgares al suponer que Dios está celoso de su gloria; que es colérico y vengativo, tomando estas figuras retóricas por ideas reales. Lo único que verdaderamente interesa al universo entero es saber si vale más, para el bienestar de los hombres, creer que existe un Dios justiciero, que recompensa las buenas acciones ocultas y castiga los crímenes secretos, o creer que no existe.
Bayle amontona en sus escritos todas las infamias que la fábula imputa a los dioses de la antigüedad; sus adversarios le contestan, citándole lugares comunes que nada significan, y los partidarios de Bayle y sus enemigos pelean casi siempre sin encontrarse. Convienen unos y otros en que Júpiter es adúltero, Venus impúdica, Mercurio pillo; pero me parece que no es de esto de lo que se debía tratar y que debían distinguir las Metamorfosis de Ovidio de la religión antigua de los romanos. Se sabe cierto que ni Roma ni Grecia dedicaron nunca altares a Mercurio el pillo, a Venus la impúdica ni a Júpiter el adúltero.
Al dios que los romanos llamaban Deus, optimus, maximus, nunca le atribuyeron que incitase a Clodio a acostarse con la mujer de César, ni a César a ser el Gitón (1) del rey Nicomedes. Cicerón no dice que Mercurio indujera a Verres a volar a Sicilia, aunque en la fábula Mercurio roba las vacas a Apolo. En la verdadera religión pagana, Júpiter era «bueno y justo», y los dioses secundarios castigaban a los perjuros en los infiernos. Por esto los romanos, durante muchos años, cumplían religiosamente sus juramentos, y su religión les fue muy útil. No estaban obligados a creer ni en los dos huevos de seda, ni en la metamorfosis de la hija de Inaco en vaca, ni en el amor de Apolo a Jacinto. No se debe, pues, decir que la religión de Numa deshonraba la Divinidad.
Tras esta cuestión promovieron otra: la cuestión de si podría subsistir un pueblo de ateos, cuestión en la que debemos distinguir entre el pueblo propiamente así llamado y una sociedad compuesta de filósofos. Es indudable que en todos los países necesita el pueblo tener un gran freno, y el mismo Bayle, si hubiera tenido que gobernar a quinientos o seiscientos individuos, les hubiera inculcado la existencia de un Dios justiciero. Pero Bayle no hubiera hablado del mismo modo a los epicúreos, que eran ricos, amantes de la paz, que practicaban las virtudes sociales, sobre todo la amistad, que huían de los asuntos públicos y pasaban una vida inocente y cómoda. Creo que de este modo queda terminada la cuestión en la parte que hace referencia a la sociedad y a la política. |
Respecto a los pueblos que son enteramente salvajes, ya dijimos en la «Introducción al ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones» que no se les puede contar ni entre los ateos ni entre los teístas. Preguntarles cuál es su creencia sería lo mismo que preguntarles si seguían la doctrina de Aristóteles o la de Demócrito: ni saben ni conocen nada; ni son ateos ni peripatéticos. Pero se nos puede objetar, diciendo que viven en sociedad y que no creen en Dios; luego se puede vivir en sociedad sin religión. A esa objeción contestaré que los lobos también viven como ellos y que no constituye una sociedad la reunión de bárbaros antropófagos. Además os preguntaré: cuando prestáis alguna cantidad a algún miembro de la sociedad a que pertenecéis, ¿quisierais que vuestro deudor, vuestro procurador, vuestro notario y vuestro juez no creyeran en Dios?
II – De los ateos modernos
Somos seres inteligentes; luego seres inteligentes no pudieron ser creados por un ser grosero, insensible, ciego; luego la inteligencia de Newton provino de otra inteligencia. Cuando contemplamos una máquina complicada, comprendemos en seguida que es un producto de un buen constructor. El mundo es una máquina admirable; luego la ha construido una gran inteligencia. Este argumento es antiguo, pero no por eso es malo.
Todos los cuerpos vivos se componen de palancas y de poleas que obran obedeciendo a leyes de la mecánica; de juegos que hacen circular perpetuamente las leyes de la hidrostática, y nos sorprendemos de que todos esos seres estén dotados de sentimiento, que no tiene nada que ver con su organización.
El movimiento de los astros y el de la tierra alrededor del sol se opera en virtud de las leyes más profundas de las matemáticas. ¿Cómo Platón, que no conocía ninguna de esas leyes, que dijo que la tierra estaba cimentada sobre un triángulo equilátero y el agua sobre un triángulo rectángulo; cómo el extraño Platón, que dijo que sólo podían existir cinco mundos, porque sólo existían cinco cuerpos regulares, y que ignoraba la trigonometría esférica, pudo tener tanto genio e instinto perspicaz, que llamó a Dios el Eterno Geómetra y pudo comprender que existía una inteligencia creadora? Hasta el mismo Spinoza tiene que confesarlo. Es imposible combatir esa verdad que nos rodea y que nos estrella por todas partes.
Esto no obstante, conozco espíritus sediciosos y tercos que niegan la existencia de la inteligencia creadora, y sostienen que únicamente el movimiento creó por sí mismo todo lo que vemos y todo lo que somos. Sostienen con audacia que la combinación del universo era posible, puesto que existe; luego también es posible que sea obra del movimiento. Dicen también: «Elijamos cuatro astros, Marte, Mercurio, Venus y la Tierra: pensemos desde luego en el sitio que ocupan, haciendo abstracción de todo lo demás, y veremos que tenemos muchas probabilidades para creer que sólo el movimiento los ha colocado en sus sitios respectivos. Tenemos de nuestra parte veinticuatro probabilidades en esta combinación; queremos decir que podemos apostar veinticuatro contra uno a que esos astros no se encontrarían donde se encuentran por la relación de unos a otros. Añadamos a esos cuatro astros el de Júpiter, y tendremos ciento veinte probabilidades contra una para apostar que Júpiter, Marte, Venus, Mercurio y nuestro globo no ocuparían el sitio que hoy ocupan. Añadamos por fin a Saturno, y tendremos setecientas veinte probabilidades contra una para colocar esos seis grandes planetas en los sitios que ocupan y a la distancia que están. Está, pues, demostrado que, en setecientas veinte veces, el movimiento pudo colocar los seis planetas principales en los sitios que ocupan.
»Si consideráis en seguida los demás astros secundarios, sus combinaciones, sus movimientos, los seres que vegetan, que viven, que sienten, que piensan y que obran en todos los globos, aumentaréis el número de las probabilidades: multiplicad ese número en toda la eternidad hasta el número que llamamos infinito, y en esa multiplicación obtendremos siempre una unidad en favor de la formación del mundo tal como está formado, exclusivamente por el movimiento; luego es posible que en toda la eternidad el movimiento de la materia haya creado el universo tal como existe; de modo que no sólo es posible que el mundo sea como es, sólo por el movimiento, sino que es imposible que deje de ser como decimos, después de las infinitas combinaciones.»
La suposición que acabo de describir detalladamente la encuentro prodigiosamente quimérica, por dos razones: la primera, porque en ese universo imaginado no existen seres inteligentes, y no me podréis probar que el movimiento produzca la inteligencia; la segunda razón consiste en que, según vuestra propia confesión, puede apostarse el infinito contra uno a que una causa inteligente y creadora anima el universo. Cuando el hombre se encuentra solo frente a frente del infinito, comprende su insignificancia.
El mismo Spinoza admite esa inteligencia como base de su sistema: no lo habéis leído, y debéis leerle. ¿Por qué pretendéis ir más lejos que él, y con necio orgullo sumergir vuestra débil razón en el abismo donde Spinoza no se atrevió a descender? Convenceos de que es una extrema locura afirmar que una causa ciega consiga que el cuadrado de una revolución de un planeta equivalga siempre al cuadrado de las revoluciones de los demás planetas, como el cubo de su distancia equivalga al cubo de las distancias de los demás al centro común. ¡Oh, los astros son grandes geómetras, y el Eterno Geómetra reglamentó la carrera de los astros!
¿Mas dónde está el Eterno Geómetra? ¿Está en un sitio o en todos los sitios, sin ocupar espacio? No lo sé. ¿Dirige el universo con su propia sustancia? No lo sé. ¿Es inmenso sin cualidad y sin cantidad? No lo sé. Lo único que sé es que debemos adorarle y ser justos.
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(1) Gitón, joven afeminado, en el que personificó Petronio los vicios contra Natura de la juventud romana.