COMPENDIO DE LA HISTORIA DE GRECIA –JERÓNIMO DE LA ESCOSURA
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RESUMEN DE LA HISTORIA ANTIGUANociones generales sobre los egipcios y pueblos antiguos del AsiaCAPITULO IV. De los Medos y PersasLa Media y la Persia estaban situadas más allá del Tigris, la primera a la parte del norte, y al sur la segunda, en un país vasto y dilatado, cortado por algunas montañas. Obedecían los medos a los asirios; pero cuando Sardanápalo, olvidado de la majestad, sacrificaba sus deberes a la torpe disolución, sacudieron el yugo y se hicieron libres. Vivieron a los principios sin jefes y sin gobierno; más como la licencia multiplicase los desórdenes, se vieron precisados a elegir un rey que los gobernase. 600. Fue este Deyoces, que si en los primeros años de su reinado gobernó con prudencia y sabiduría, embriagado después con su grandeza se hizo extremadamente severo. Encerrose en un palacio inaccesible sin dejarse ver más que de las personas de su servidumbre, y según Herodoto, era un delito de muerte el reírse o escupir en su presencia; finalmente parece que solo quería regir a sus vasallos por medio del terror; ¡raro modo de gobernar a los hombres! La ciudad de Ecbatana, que Deyoces edificó para capital de su reino, estaba cercada por siete órdenes de murallas proporcionalmente elevadas una sobre otra. No tardó mucho tiempo el fausto asiático en enervar al monarca y a sus vasallos; la educación de los príncipes, como dirigida por mujeres y eunucos, era más propia para inspirar afeminación y molicie, que no las sólidas virtudes que debe tener un rey para gobernar bien sus estados, granjeándose al mismo tiempo el amor y obediencia de sus súbditos. Por esta razón los persas, cuyas antiguas costumbres no habían degenerado, no hallaron muchas dificultades en vencer y sujetar a los medos. La monarquía de los persas era una de las más antiguas del mundo; conservó por largo tiempo su instrucción, conocimientos científicos, y una religión sin idolatría. Conocían los persas la unidad de Dios, pues el sol que adoraban, y el fuego sagrado que conservaban cuidadosamente, no eran más que símbolos del Ser supremo; y no tenían simulacros ni templos, pareciéndoles que era insultar a Dios encerrarlo en un corto recinto. Sus sacerdotes, conocidos bajo el nombre de magos, se hacían respetar por su sabiduría y la austeridad de costumbres; adquirieron como los egipcios una grande autoridad, y para conservarla hicieron de su ciencia un misterio. Sabían la doctrina de los principios de Zoroastres, antiguo legislador de los persas, y por medio de ella, explicaban el origen del mal. Oromaces, o el buen principio, era el Ser supremo, creador de la luz y de las tinieblas, y de estas últimas había sido engendrado Arimanes, autor de todo lo malo. Las leyes castigaban la ingratitud y otros vicios de esta naturaleza, inspiraban amor a la justicia, y aborrecimiento a la mentira y a la ociosidad; premiaban la agricultura, y el rey comía una vez al año con los labradores. Tan sabios reglamentos precisamente habían de hacer a este pueblo feliz y respetable: bastará decir en su elogio que la mentira era mirada como una de las mayores infamias. La educación de los jóvenes era pública, y hasta la edad de diez y siete años permanecían en poder de maestros hábiles, que les enseñaban todo cuanto debe saber y practicar un buen ciudadano. Ninguno sin haber sido educado en esta escuela podía obtener empleo alguno en la república; y hasta para la educación de los reyes había un reglamento particular que determinaba el curso de sus estudios, y los ejercicios a que debían dedicarse. 560. El reinado de Ciro hizo muy célebre y poderosa la monarquía de los persas; sin embargó no se sabe a punto fijo el nacimiento de este príncipe, ni sus expediciones y muerte, porque los antiguos no están contestes en esta parte; lo cierto es que fue el fundador de un vasto imperio, y que a su valor y conocimientos, a la disciplina de sus tropas, y estado de perfección en que puso su armamento, se deben los rápidos progresos de sus empresas. Derrotó a Creso, rey de Lidia, muy famoso por sus riquezas; tomó a Babilonia después de un sitio largo y dilatado, redimiendo a los judíos del cautiverio en que gemían había sesenta años; y últimamente extendió sus dominios, de la una parte hasta la India y el mar Caspio, y hasta el Archipiélago por la otra. Según refiere Herodoto, fue Ciro muerto y derrotado en una batalla por Tomiris, reina de los Masagetas, la cual metiendo después la cabeza de este monarca en un vaso lleno de sangre, le dijo: sacia, cruel, ahora la sed que toda tu vida has padecido. Por el contrarío Xenofonte asegura que murió en su cama después de un glorioso reinado de treinta años. De estas y otras contradicciones semejantes está llena la historia antigua. Las conquistas de Ciro acarrearon al pueblo, como sucede de ordinario, más desdichas que felicidades; porque la ociosidad y las riquezas produjeron la afeminación en todas las clases del estado. El lujo de los medos llegó insensiblemente a corromper hasta al príncipe mismo: descuidó éste la educación de su hijo, recibió con el mayor orgullo las bajas y serviles adulaciones que le tributaban, y todas las costumbres degeneraron bajo sus primeros sucesores. Eunucos y viles esclavos eran los únicos que tenían entrada y crédito en palacio; y los sátrapas, gobernadores de las provincias, oprimían los pueblos a su salvo, mientras que los reyes solo pensaban en entregarse a todo género de deleites. A estos desórdenes y corrupción de costumbres era indispensable que se siguiese inmediatamente el despotismo; este es el nombre que se da al tiránico gobierno de un príncipe, que no conoce más leyes que su voluntad, que se cree dueño absoluto de las vidas y haciendas de sus vasallos, y que realmente los trata como esclavos. Cambises, hijo de Ciro, fue un monstruo detestable: asesinó por celos a su hermano Smerdis, atropellando las leyes se casó con su misma hermana. Los jueces, a quienes por ceremonia se consultó sobre este incestuoso matrimonio, contestaron, sin duda por contemplación y debilidad, que la ley permitía a los reyes hacer todo aquello que se les antojase. Emprendió este monarca sin motivo alguno la conquista del Egipto, y se cuenta, que pretendiendo tomar por asalto a Pelusa, puso en la primera fila de sus tropas una multitud de animales que miraban como sagrados los egipcios, los cuales por temor de herir a sus dioses no hicieron defensa alguna. Si esta es fábula, como parece, a lo menos concuerda con la superstición de aquel pueblo. Hizo matar Cambises al buey Apis, primera divinidad de los egipcios; destruyó sus templos, y cometió los mayores excesos. Persuadido de que conquistaría la Etiopia poblada de hombres robustos y belicosos, marchó contra ella con la mayor temeridad, sin tomar antes medida ni precaución alguna; pero se vio precisado a retirarse vergonzosamente. Cuando trataba de vengar una conspiración que contra él se había tramado en Persia, murió de un accidente quinientos veinte y dos años antes de Jesucristo. Después de este acontecimiento usurpó un mago la corona, fingiendo que era el príncipe Smerdis; pero se descubrió la impostura y le dieron muerte, poniendo en su lugar a Darío, hijo de Histaspes. Imitó el nuevo monarca el despotismo y temeridad de Cambises: atacó los escitas, nación pobre, libre y valerosa, y así solo consiguió la humillación de verse rechazado. Dícese que cuando los escitas tuvieron noticia de su proyecto, le enviaron un pájaro, un topo, una rana, y cinco flechas, sin ninguna otra explicación, lo que se interpretó del modo siguiente: Si los persas no vuelan como los pájaros, no se ocultan en la tierra como los topos, o no se sepultan en el agua como las ranas, no se libraran de las flechas de los escitas. Aunque los orientales usaban mucho de las figuras alegóricas, parece que esta ha sido inventada después para añadir esta maravillosa circunstancia a la historia. Más adelante veremos a este mismo Darío en guerra con los griegos. |
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