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DEMOCRACIA en Atenas – Voltaire – Diccionario Filosófico

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

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VOLTAIRE – DICCIONARIO FILOSÓFICO 

Índice) (B-C) (D-F) (G-N) (O-Z

Voltaire es un precursor. Es el portaantorcha
del siglo XVIII, que precede y anuncia la Revolución.
Es la estrella de ese gran mañana. Los sacerdotes
tienen razón para llamarle Lucifer.

         VÍCTOR HUGO

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DEMOCRACIA

Democracia - Diccionario Filosófico de VoltaireCinna, dirigiéndose a Augusto en la tragedia de Corneille, dice: «El peor de los Estados es el Estado popular»; pero en cambio Máximo sostiene que «el peor de los Estados es la monarquía». Bayle, después de sostener algunas veces el pro y el contra en su Diccionario, al ocuparse de Pericles, hace un retrato disforme de la democracia, sobre todo de la democracia de Atenas. Un republicano apasionado de la democracia, que es uno de nuestros grandes cuestionadores, nos remite la refutación que hace de Bayle y la apología de Atenas. Expondremos las razones que alega; todo el que escribe goza del privilegio de juzgar a los vivos y a los muertos, pero también le juzgan los demás, que a su vez serán juzgados, y de siglo en siglo se reforman todas las sentencias.

Bayle, después de ocuparse de lugares comunes, dice: «Que recorriendo la historia de Macedonia no encontramos en ella tanta tiranía como nos ofrece la historia de Atenas.» Quizás Bayle estaba descontento de Holanda cuando escribió de ese modo, y probablemente el republicano aludido que le refuta está satisfecho de su pequeña ciudad democrática en cuanto al presente.

Es difícil pesar en una balanza exacta las iniquidades de la República de Atenas y las de la corte de Macedonia. Reprochamos todavía hoy a los atenienses el destierro de Cimón, de Arístides, de Temístocles y de Alcibíades, las sentencias de muerte que dictaron contra Foción y Sócrates, sentencias parecidas a las de algunos de nuestros tribunales absurdos y crueles. No podemos perdonar a los atenienses la muerte de sus seis generales victoriosos, sentenciados por no haber tenido tiempo para enterrar sus muertos después de alcanzar la victoria, por impedírselo una tempestad. Ese decreto fue tan ridículo como bárbaro, y demuestra tanta superstición y tanta ingratitud como las sentencias que dictó la Inquisición contra Urbano Grandier, contra la mariscala de Ancre y otros reos acusados de hechicería. En vano se dice, para justificar a los atenienses, que creían como Homero que las almas de los muertos vagaban errantes hasta que recibían los honores de la sepultura o de la hoguera, porque una necedad no justifica una barbarie. A nadie perjudica que las almas de algunos griegos se paseen una o dos semanas por las orillas del mar; pero sí que perjudica a la justicia entregar hombres vivos a los verdugos, y hombres vivos que acaban de ganar una batalla. He aquí, pues, a los atenienses, si los juzgamos por ese hecho, considerados como los jueces más necios y bárbaros del mundo.

Pero para ser justos es preciso poner ahora en la balanza los crímenes de la corte de Macedonia, y enumerándolos nos convenceremos de que exceden prodigiosamente a los de Atenas, sobre todo en la tiranía y en la maldad. Ordinariamente no pueden compararse los crímenes del pueblo, que quiere la libertad y la igualdad. Los sentimientos de libertad y de igualdad no conducen por su camino recto a la calumnia, a la rapiña, al asesinato ni a la devastación de los campos; pero la sed de la ambición y la rabia del poder precipitan a los hombres en esos crímenes en todas las épocas y en todos los lugares.

En Macedonia, cuya virtud opone Bayle a la virtud de Atenas, sólo se encuentra un tejido de crímenes espantosos durante doscientos años. Ptolomeo, tío de Alejandro el Grande, asesina a su hermano Alejandro por usurparle el reino. Su hermano Filipo pasa engañando y cometiendo violaciones una vida que termina Pausanias matándole a puñaladas. Olimpias manda arrojar a la reina Cleopatra y a su hijo en una cuba de cobre liquidado, y además asesina a Aridea. Antígono mata a Éumenes. Antígono Gonatar, su hijo, envenena al gobernador de la ciudadela de Corinto, se casa con su viuda, la expulsa de allí y se apodera de la ciudadela. Filipo, su nieto, envenena a Demetrino y con sus asesinatos mancha de sangre toda la Macedonia. Perseo asesina a su mujer con su propia mano y envenena a su hermano. Estas barbaries son famosas en la Historia.

Así, pues, durante dos siglos, el furor del despotismo convierte la Macedonia en teatro de todos los crímenes, y en ese mismo espacio de tiempo sólo mancha el gobierno popular de Atenas con cinco o seis iniquidades judiciales, con cinco o seis sentencias atroces, de las que el pueblo se arrepiente más tarde y se enmienda honrosamente. Después de matar a Sócrates le pide perdón y le erige el pequeño templo Socrateion; pide perdón también a Foción y le levanta una estatua; pide perdón a los seis generales que ridículamente sentenció y condenó a muerte, cargando de cadenas a su principal acusador, que milagrosamente pudo escapar de la venganza pública. El pueblo ateniense fue, pues, tan bueno como ligero, mientras que ningún gobierno despótico lloró ni se arrepintió nunca de haber dictado sentencias injustas. Bayle se equivocó esta vez, y el republicano que le refuta tiene razón.

El gobierno popular es, por su misma esencia, menos inicuo y abominable que el poder tiránico. El gran vicio de la democracia no consiste en la tiranía ni en la crueldad: hubo republicanos montañeses, salvajes y feroces; pero no les hizo así el espíritu republicano, sino la Naturaleza. La América septentrional se dividía en una infinidad de repúblicas, pero eran repúblicas de osos. El verdadero vicio de la República civilizada es el de la fábula turca del dragón que tenía muchas cabezas y del dragón que tenía muchas colas. Tener multitud de cabezas es un perjuicio, y la multitud de colas obedece sólo a una cabeza que desea devorarlo todo.

La democracia parece que no convenga mas que a una nación reducida y que esté colocada en sitio a propósito. Aun así cometerá faltas, porque se compondrá de hombres; reinará en ella la discordia como en un convento de frailes, pero nunca conocerá esa nación noches como la de San Bartolomé, ni matanzas como las de Irlanda, ni Vísperas sicilianas, ni Inquisición, ni será condenada a galeras por haber tomado agua del mar sin pagarla, a no ser que supongamos que compongan esa República diablos venidos del infierno.

Después de declararme partidario del republicano defensor de la democracia y de oponerme a las teorías de Bayle, añadiré que los atenienses fueron tan guerreros como los suizos y estaban tan civilizados como los parisienses en el tiempo de Luis XIV; que sobresalieron en todas las artes que requieren habilidad de genio, como los florentinos de la época de los Médicis, que fueron los maestros de los romanos en las ciencias y en la elocuencia hasta en la época del mismo Cicerón. Ese pequeño pueblo, que apenas tenía territorio, y no es hoy mas que una banda de esclavos ignorantes, cien veces menos numerosa que la de los judíos y ha perdido hasta su nombre, fue sin embargo superior al Imperio romano por su antigua reputación, que triunfa de los siglos y de la esclavitud.

Europa conoció otra República, diez veces más pequeña aún que Atenas, la de Ginebra, que atrajo durante cincuenta años sus miradas y supo colocar su nombre al lado del de Roma en la época en que ésta dictaba leyes a los monarcas, sentenciaba a Enrique, soberano de Francia, y absolvía y castigaba a otro Enrique que fue el primer hombre de su siglo; en la época misma en que Venecia conservaba su antiguo esplendor y la nueva República de las siete Provincias Unidas asombraba a Europa y a las Indias con su instalación y su comercio.

No pudo aplastar el hormiguero imperceptible de la República ginebrina «el demonio del Mediodía», Felipe II, el dominador de dos mundos, ni pudieron tampoco aplastarla las intrigas del Vaticano, que hacían mover los resortes de media Europa. Esa República se mantuvo fuerte, defendiéndose con sus escritos y sus armas, y con la ayuda de Picart que escribía, y de un pequeño número de suizos que peleaban, consiguió afirmarse y triunfar, pudiendo decir: «Roma y yo».

En aquellos momentos se trataba de cómo había de pensar Europa en cuestiones que nadie comprendía, y empezó la guerra del espíritu humano, que dio a luz a Calvino, Beze y Turretin, para sustituir a Demóstenes, Platón y Aristóteles; y cuando al fin se reconoció que eran absurdas la mayoría de las cuestiones de controversia que llamaban la atención de Europa, esa pequeña República se ocupó con asiduidad en algo más sólido, en adquirir riquezas. Esos republicanos llegaron a ser ricos, pero ya no fueron nada más.

Los españoles encontraron en América la República de Tlascala bastante bien establecida. Todo lo que no fue sojuzgado en aquella parte del mundo es todavía republicano. Cuando se descubrió aquel continente, sólo había en él dos monarquías, y esto podría muy bien probar que el gobierno republicano es el más natural. Preciso es haber llegado al refinamiento y haber pasado por muchas pruebas para someterse al gobierno de uno solo.

En África, los hotentotes, los cafres y otras muchas colonias de negros viven en la democracia, y se asegura que los países que venden mayor número de negros están gobernados por reyes. Trípoli, Túnez y Argel son repúblicas de soldados y de piratas. Semejantes a ellas las hay en la India: los maratas y otras hordas salvajes no tienen reyes; eligen jefes cuando van a entrar en guerra. Así son todavía algunos pueblos de Tartaria. El mismo Imperio turco fue mucho tiempo una República de genízaros, que con frecuencia estrangulaban a su sultán, cuando éste no los diezmaba para extinguirlos.

Todos los días se cuestiona si el gobierno republicano es preferible al gobierno monárquico, y la cuestión termina siempre conviniendo en que es muy difícil gobernar a los hombres. A los judíos, que tuvieron por señor al mismo Dios, ya sabemos lo que les sucedió. Casi siempre fueron vencidos y esclavos, y aun hoy no desempeñan airoso papel.

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