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Torre de Babel Ediciones

DICCIONARIO FILOSÓFICO – CICERÓN

En la época de la decadencia de las artes en Francia, en el siglo de las paradojas y del envilecimiento de la literatura, es cuando se trata de ajar la fama de Cicerón. ¿Quién es el que trata de deshonrar su memoria? Uno de sus discípulos; un hombre que ejerce su ministerio defendiendo a los acusados, como Cicerón. Es un abogado que estudió la elocuencia de ese gran maestro; un ciudadano que parece animado del amor al bien público, como aquél: Simón Nicolás Enrique Llingüet. En el libro titulado Canales navegables por la Picardía y por toda la Francia, libro escrito con miras patrióticas, aunque poco prácticas, nos deja asombrados la siguiente filípica contra Cicerón:

«El rasgo más glorioso de la historia de Cicerón es la ruina de la conjuración de Catilina; pero comprendiéndola bien, se le dio más importancia de la que realmente tuvo en Roma. El peligro existía más en los discursos de Cicerón que en la conjuración de Catilina, que sólo fue un complot de hombres ebrios, fácil de desconcertar. Ni el jefe ni sus cómplices habían tomado ninguna medida para asegurar el éxito de su crimen. Nada hay tan sorprendente en ese asunto mas que el aparato de que se revistió el cónsul, en el sinnúmero de medidas que tomó y la facilidad con que le dejaron sacrificar a su amor propio multitud de vástagos de diferentes familias. Por otra parte, la vida de Cicerón está llena de detalles vergonzosos; su elocuencia era venal, y su alma pusilánime. Cuando el interés no inspiraba su lengua, lo inspiraba el miedo o la esperanza. El deseo de adquirir protectores le hacía subir a la tribuna para defender sin pudor a hombres más deshonrados y más peligrosos que Catilina. Entre sus clientes había muchos que eran malvados, y por un rasgo singular de la justicia divina, le mató uno de esos miserables al que el arte de la elocuencia había librado de los rigores de la justicia humana.»

Por más que diga el referido autor, la conjuración de Catilina produjo en Roma la mayor perturbación y la puso en inminente peligro. Esta conjuración fue preciso terminarla con una batalla tan sangrienta, que no ofrece la Historia ejemplo de semejante carnicería ni de valor tan intrépido. Los soldados de Catilina, después de matar a la mitad del ejército de Petreyo, murieron todos unos tras otros, y Catilina expiró acribillado de heridas sobre un montón de cadáveres, que se encontraron todos con el rostro vuelto hacia el enemigo. No fue un complot fácil de desconcertar. César, que lo favoreció, aprendió en él a conspirar algún día con mejor éxito contra su patria.

Dice el citado autor que Cicerón defendía sin pudor a hombres más deshonrados y más peligrosos que Catilina. ¿Hacía semejante cosa cuando defendió en la tribuna a la Sicilia contra Verres y a la República romana contra Antonio? ¿Cuando impulsaba a la clemencia a César en favor de Ligario y del rey de Yotar? ¿Cuando con su elocuencia consiguió que obtuviera el derecho de ciudadano el poeta Arquías? ¿Cuando, pronunciando una hermosa peroración en defensa de la ley Manilia, consiguió que todos los romanos votasen en favor del gran Pompeyo?

Es cierto que pleiteó en favor de Milón, asesino de Clodius; pero Clodius se hizo acreedor por su proceder al fin trágico que tuvo. Clodius fue cómplice en la conjuración de Catilina; Clodius era su mortal enemigo, sublevó a Roma contra él y le castigó por haber salvado a Roma. Además, Milón era amigo suyo.

¿Es posible que en nuestros días haya existido un escritor que se atreviera a decir que Dios castigó a Cicerón por haber defendido al tribuno militar llamado Popilus Lena, y que la venganza celeste hizo que le asesinara dicho tribuno? Nadie sabe si Popilus Lena era o no culpable del crimen de que le justificó Cicerón al defenderle; pero sí es sabido que ese monstruo fue culpable de la más horrible ingratitud, de la más infame avaricia y de la más detestable barbarie, al asesinar a su bienhechor para cobrar la cantidad con que le pagaron el asesinato tres monstruos como él. Quedaba reservado al siglo XVIII considerar el asesinato de Cicerón como un acto de la justicia divina. No se hubieran atrevido a tanto los triunviros. Todos los siglos anteriores a éste han condenado y llorado la muerte del padre de la elocuencia.

Reprochan a Cicerón que se vanagloriase con frecuencia de haber salvado a Roma y haber amado excesivamente su gloria; pero hay que tener en cuenta que sus enemigos trataban de oscurecerla. Un partido tiránico le condenó al destierro y echó por tierra su casa, sólo porque preservó las casas de Roma del incendio con que Catilina las amenazaba, y es un deber vanagloriarse de nuestros servicios cuando los demás los desconocen, y sobre todo, cuando se consideran como un crimen.

Todavía admiramos a Escipión porque sólo contestó a sus acusadores estas cortas pero expresivas frases: «En tal día como hoy vencí a Aníbal; vamos a dar gracias a los dioses.» Fue a cumplir lo que decía seguido por todo el pueblo hasta el Capitolio, y nuestras simpatías le siguen aún cuando leemos ese rasgo de la Historia, aunque mejor hubiera sido rendir cuentas que salirse de la cuestión pronunciando notables palabras.

Lo mismo fue admirado Cicerón por el pueblo romano el día que terminó su consulado, cuando, al verse obligado a prestar los juramentos ordinarios y preparándose para arengar al pueblo, según era costumbre, se lo impidió el tribuno Mebellus, que quería ultrajarle. En cuanto Cicerón dijo estas palabras: «Lo juro», el tribuno le interrumpió para declarar que no permitiría que dirigiera la palabra al público. El público, al oír esto, lanzó un inmenso murmullo. Cicerón se paró un momento, y esforzando su voz noble y sonora, dijo por toda arenga: «Juro que he salvado a la patria.» Encantado el pueblo, gritó: «Nosotros juramos que dice la verdad.» Ese momento fue el más hermoso de la vida de Cicerón. Así es como se debe amar a la gloria.

Es imposible no apreciar a Cicerón si se estudia su conducta mientras estuvo gobernando la Sicilia, que era entonces una de las provincias más importantes del Imperio romano, porque confinaba con la Siria y con el Imperio de los partos. Su capital era Laodicea, una de las más hermosas ciudades de Oriente, y esta provincia estaba entonces tan floreciente como está hoy degradada en poder de los turcos, que no conocieron nunca ningún Cicerón. Empezó por proteger a Ariobarzane, rey de Capadocia, rehusando los presentes que dicho rey quería entregarle. En plena paz, los partos se dirigen a atacar a Antioquía. Cicerón acude allí, alcanza a los partos, después de hacer marchas forzadas por el monte Taurs, y les hace huir, persiguiéndoles en su retirada. Su general Orzaco queda muerto con gran parte de su ejército. Desde allí corre a Pendenissum, capital de un país aliado con los partos; la toma y somete dicha provincia. En seguida se lanza contra los pueblos llamados Tiburamiens, los derrota, y sus tropas le confieren el título de emperador, que conservó toda su vida. Hubiera obtenido en Roma los honores del triunfo si Catón no se hubiera opuesto, obligando al Senado a que decretara regocijos públicos y dar gracias a los dioses, cuando se debían dar a Cicerón.

Si se tiene en cuenta la equidad y el desinterés de Cicerón durante su gobierno, su actividad y su afabilidad, dos virtudes que rara vez son compatibles, y los beneficios que hizo a los pueblos que dirigió como soberano absoluto, es indispensable estimar a un hombre tan recto. Si reflexionamos que fue el primer romano que introdujo la filosofía en Roma, que sus Tusculanas y su libro de la Naturaleza de los dioses son las dos obras más hermosas que ha escrito la sabiduría humana; si reflexionamos que su Tratado de los oficios es el libro más útil que se ha escrito bajo aspecto moral, es todavía más imposible no apreciar a un sabio como Cicerón. Compadezcamos a los que no lo han leído, pero compadezcamos más a los que no le rinden justicia.

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