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Voltaire – Diccionario Filosófico |
DIOCLECIANO
Después de sufrir muchos reinados débiles y tiránicos, el Imperio romano consiguió tener en Probo un buen emperador. Pero las legiones le asesinaron y eligieron a Caro, que murió herido por un rayo cuando estaba guerreando con los persas. Los soldados proclamaron emperador a Numerión, hijo de aquél. Los historiadores refieren seriamente que éste lloró tanto la muerte de su padre, que perdió la vista, y se vio obligado, mientras hacía la guerra, a permanecer escondido entre cortinas. Su suegro, llamado Aper, le mató estando en la cama, para ocupar su trono; pero un druida profetizó en las Galias a Diocleciano, que era uno de los generales del ejército, que sería emperador así que matase un jabalí, y el jabalí se llama en Italia aper. Diocleciano reunió el ejército, y con sus propias manos mató a Aper en presencia de los soldados, para que se realizara la predicción del druida. Los historiadores que refieren ese oráculo merecían alimentarse con el fruto del árbol sagrado de los druidas. Es cierto que Diocleciano mató al suegro de su emperador, y éste fue el primer derecho que alegó para ocupar el trono. El segundo fue que, teniendo Numerión un hermano que se llamaba Carín, el cual también era emperador y se opuso a la elevación de Diocleciano, lo mató uno de los tribunos de su ejército. He aquí los derechos al Imperio que tuvo Diocleciano. Hacía mucho tiempo que no se tenían otros.
Era originario de la Dalmacia y nació en la pequeña ciudad de Dioclé, de la que tomó el nombre. Si es cierto que su padre fue labrador, y que en su juventud él mismo fue esclavo del senador Anulio, no se le puede tributar mayor elogio, porque no debía su elevación mas que a sí mismo. Supo captarse la estimación del ejército, y consiguió que éste olvidase su nacimiento y le ciñera la diadema. Lactancio, autor cristiano, pero bastante parcial, refiere que Diocleciano era el mayor cobarde del Imperio. No es posible que los soldados romanos eligieran un hombre así para gobernarles, ni que éste pasara por todos los grados de la milicia. Es loable que Lactando hable mal de un emperador pagano, pero es poco hábil.
Diocleciano dominó como dueño durante veinte años las fieras legiones que con tanta facilidad asesinaban emperadores como los proclamaban, y esto es otra prueba de que fue tan gran príncipe como bravo soldado. Regido por él, el Imperio volvió a recobrar su primitivo esplendor. Sometió a su obediencia a los galos, los africanos, los egipcios y los ingleses, que se sublevaron en diferentes ocasiones, y consiguió vencer a los persas. Los éxitos que alcanzaba en el exterior, la buena administración que organizó en el interior del Imperio, las leyes tan humanas como discretas que constan todavía en el Código de Justiniano; las ciudades de Roma, Milán, Autún, Nicomedia y Cartago, que embelleció, todo esto le atrajo el respeto y el cariño del Oriente y del Occidente, hasta el punto de que doscientos cuarenta años después de su muerte contaban y fechaban desde el primer año de su reinado, como antes de éste se contaba desde la fundación de Roma. Ese modo de contar se llamó la «era de Diocleciano», y se llamó también la «era de los mártires». Pero los que así cuentan se equivocan en diez y ocho años, porque está probado que Diocleciano no persiguió a ningún cristiano durante diez y ocho años. En su primer época estuvo tan lejos de proceder de ese modo, que uno de sus primeros actos después de proclamarle emperador fue dar una escolta de guardias pretorianos a un cristiano que se llamaba Sebastián, y que luego incluyeron en el catálogo de los santos.
No temió partir el Imperio con otro soldado de tanta fortuna como él, con su amigo Maximino Hércules. La igualdad de sus cunas formó los lazos de esa amistad. Maximino también era hijo de padres pobres y desconocidos, y como Diocleciano, había ascendido por su valor de grado en grado.
Diocleciano nombró además dos césares: el primero fue otro Maximino, por sobrenombre Galerio, que había sido guardián de ganados. Parece que Diocleciano, que era el más altivo y fastuoso de los hombres y el que introduje la fórmula de que le besaran los pies, se complacía en colocar en el trono de los césares a hombres nacidos en la condición más humilde. Puso al frente del Imperio a un esclavo y a dos labriegos, y nunca estuvo el Estado tan floreciente. El segundo César que nombró había nacido en alta cuna. Fue Constancio Cloro, nieto por parte de su madre del emperador Claudio II. Gobernaron el Imperio esos cuatro príncipes. Una asociación tal pudo producir cada año cuatro guerras civiles; pero Diocleciano consiguió dominar de tal modo a sus asociados, que logró que le respetaran y hasta que fueran sus amigos. Esos príncipes, aunque se llamaban césares, no eran en realidad mas que sus primeros vasallos, y les trataba como señor absoluto, pues cuando Galerio, vencido por los persas, llegó a Mesopotamia a darle cuenta de su derrota, le dejó ir detrás de su carro, a una milla de distancia, y sólo le admitió en su gracia cuando consiguió reparar su falta.
Galerio la reparó efectivamente el año 297 de un modo notable, derrotando al rey de Persia en persona. Los reyes de Persia, desde la batalla de Arbelas, seguían llevando en sus ejércitos a sus mujeres, hijas y eunucos. Galerio, como Alejandro, se apoderó de la mujer y de toda la familia del rey de Persia y los trató con tanto respeto como aquél. La paz fue tan gloriosa como la victoria. Los vencidos cedieron cinco provincias a los romanos y los arsenales de Palmirena hasta la Armenia.
Diocleciano y Galerio se presentaron en Roma para ostentar un triunfo inaudito hasta entonces. Era la primera vez que paseaban ante el pueblo romano a la mujer de un rey de Persia y a sus hijos atados con cadenas. El Imperio nadaba en la abundancia y vivía en la alegría. Diocleciano recorría todas las provincias; desde Roma iba a Egipto, a Siria, al Asia Menor; no moraba ordinariamente en Roma, sino en Nicomedia, cerca del Ponto Euxino, ya para vigilar de más cerca a los persas y a los bárbaros, ya por tener afición a la morada que había embellecido. |
En este estado de prosperidad del Imperio fue cuando Galerio empezó a perseguir a los cristianos. ¿Por qué los dejaron en paz hasta entonces, y por qué comenzaron a maltratarlos? Eusebio dice que un centurión de la legión Trajana, llamado Marcelo, que servía en la Mauritania, asistiendo con sus soldados a una fiesta que se verificaba para celebrar la victoria de Galerio, arrojó al suelo su cinturón militar, sus armas y la varita de sarmiento distintivo de su empleo, y dijo en voz alta que era cristiano y no quería servir más a los paganos. Este fue el primer caso comprobado de la famosa persecución. Verdad es que servían muchos cristianos en los ejércitos del Imperio, y el interés del Estado exigía que no autorizara la pública deserción. Es digna de alabanza la acción de Marcelo, pero resulta poco razonable. Si en la fiesta que se celebró en la Mauritania se comieron las viandas ofrecidas a los dioses del Imperio, la ley no mandaba a Marcelo que comiera de ellas. El cristianismo no le exigía tampoco que diera ejemplo de sedición, y no hay país en el mundo en el que no se castigue un acto tan temerario.
Esto no obstante, desde la aventura de Marcelo parece que no hubo persecución de cristianos hasta el año 303. Estos habían edificado en Nicomedia una magnífica iglesia catedral enfrente del palacio, y de más altura que éste. Los historiadores no nos dicen por qué motivo Galerio pidió a Diocleciano que mandara derribar la susodicha iglesia, pero sí que nos dicen que Diocleciano pasó mucho tiempo antes de decidirse. Se resistió a derribarla cerca de un año, y es extraño que sabiendo esto se le llame perseguidor. Por fin, el año 303 derribaron la iglesia y fijaron en sus ruinas un cartel que contenía un edicto privando a los cristianos de toda clase de honores y dignidades. Privarles de ellos prueba hasta la evidencia que los disfrutaban.
Uno de los cristianos arrancó y destrozó públicamente el edicto imperial, y recayó en perjuicio de la religión este acto revolucionario. El celo indiscreto del referido cristiano fue lo que atrajo la persecución. Poco tiempo después se incendió el palacio de Galerio, de cuyo incendio acusaron a los cristianos, y éstos a su vez acusaron a Galerio de haberlo incendiado por sí mismo buscando un pretexto para perseguirles. Parece injusto acusar a Galerio, lo mismo que acusar a los cristianos, porque después de publicado el edicto no necesitaba valerse de ningún pretexto para la persecución. Si hubiera necesitado un motivo para decidir a Diocleciano a la persecución, resultaría esto una prueba más de que Diocleciano no quiso ir contra los cristianos, a los que hasta entonces había protegido, y de que necesitaba motivos muy graves para decidirse contra ellos.
Parece ser cierto que durante su imperio se dio tormento a muchísimos cristianos; pero es difícil conciliar con las leyes romanas la suposición de que sufrieran toda clase de mutilaciones, como cortarles la lengua y otros miembros, y que cometieran con ellos atentados contra el pudor y la honestidad pública, porque ninguna ley romana ordena semejantes suplicios. Quizás la aversión con que los pueblos miraban a los cristianos los indujera a cometer excesos horribles; pero no consta en ninguna parte que los mandaran cometer los emperadores ni el Senado. Y es verosímil creer también que el justo dolor que afligía a los cristianos les hiciera prorrumpir en quejas exageradas.
Las actas sinceras refieren que cuando estaba el emperador en Antioquía, el pretor sentenció a ser quemado a un niño cristiano que se llamaba Romano, y que los judíos que se reunieron para presenciar su suplicio se reían malignamente, diciéndose unos a otros: «Antiguamente tuvimos tres niños, Sidrac, Misac y Abdenago, que no se quemaron en la hoguera, pero éste sí que se quemará.» En el mismo instante, para castigar a los judíos, cayó una lluvia torrencial que apagó la hoguera, y el niño salió sano y salvo de ella, preguntando: «¿Dónde está el fuego?» Las actas sinceras añaden que el emperador le perdonó, pero que el juez dispuso que le cortaran la lengua. No es posible creer que el juez mandara cortar la lengua al niño que el emperador había perdonado.
Lo que vamos a referir es más inverosímil todavía. Supónese que un médico cristiano llamado Aristón se apresuró a tomar el bisturí y a cortar la lengua al niño por complacer al pretor. Cuando Romano volvió a entrar en la cárcel, el carcelero le preguntó qué era lo que había sucedido, y el niño le refirió que un médico le había cortado la lengua. Es de notar que el niño, antes de sufrir la operación, era bastante tartamudo, y que después hablaba con maravillosa volubilidad. El carcelero fue en seguida a referir este milagro al emperador, que llamó al médico, el cual juró que había hecho la operación con todas las reglas del arte, y le enseñó la lengua del niño, que conservaba en una caja como si fuera una reliquia. «Que hagan venir a cualquiera —dijo entonces el médico—; le cortaré la lengua en presencia de Vuestra Majestad, y veréis como después no puede hablar.» El emperador aceptó la proposición. Cogieron a un pobre hombre, se lo entregaron al médico, le cortó la lengua lo mismo que al niño, y el hombre murió casi en el acto.
No puedo creer que Las actas sean «sinceras», aunque llevan ese título, porque son más imbéciles que sinceras. Lo extraño es que Fleury, en su Historia eclesiástica, inserte muchos hechos semejantes, que son más a propósito para producir risa que piedad. Hay que fijarse además en que el año 303, en que supone que Diocleciano presenció ese hecho en Antioquía, dicho emperador estaba en Roma y pasó todo el año en Italia. Dícese también que en Roma, y en su presencia, San Ginés, que era comediante, se convirtió en el mismo teatro cuándo estaba representando una comedia contra los cristianos, cuya comedia estaba muy lejos de tener el mérito de las de Plauto y las de Terencio. Lo que llamamos hoy farsas italianas parece que nació en la época a que nos referimos. San Ginés representaba un enfermo; el médico le preguntaba qué es lo que tenía. «Me siento pesado», contestaba Ginés. «¿Quieres que te cepillemos y te quedarás más ligero?», le preguntaba el médico. «No —replicaba Ginés—; quiero morir cristiano para resucitar con buena estatura.» En seguida salían actores disfrazados de sacerdotes y de exorcistas y le bautizaban; Ginés quedaba convertido en cristiano, y en vez de terminar su papel, se puso a predicar, dirigiéndose al emperador y al pueblo. También refieren Las actas sinceras este milagro. Es indudable que hubo entonces muchísimos mártires; pero no es cierto que corriera la sangre por las ciudades, como se ha querido suponer. Se mencionan cerca de doscientos mártires durante los últimos tiempos de Diocleciano en toda la vasta extensión del Imperio romano, y prueban las cartas del mismo Constantino que Diocleciano tuvo menos parte en la persecución que Galerio.
Encontrándose débil y enfermo, Diocleciano fue el primero que dio al mundo el ejemplo de abdicar el Imperio. No es fácil saber si fue o no fue forzada su abdicación. Lo cierto es que recobró la salud y vivió todavía nueve años tranquilamente en Salónica, lugar de su nacimiento. Decía que empezó a vivir el día que se retiró, y cuando le instaban a que volviera a sentarse en el trono, contestaba que el trono no equivalía a la paz de su existencia, y que tenía más gusto en cultivar su jardín que en regir los destinos del mundo. De todos los hechos que hemos insinuado se deduce que Diocleciano, a pesar de sus grandes defectos, fue un gran emperador y terminó su vida como un filósofo.