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Torre de Babel Ediciones

PAUPERISMO – Vocabulario de la economía

Pauperismo

Se emplea esta palabra para designar la extensión de la miseria a grandes masas de individuos, a clases enteras de la sociedad. Pobre es el que tiene poco; indigente el que no posee nada, y el pauperismo es la existencia de colectividades muy numerosas que carecen de los bienes económicos y aun de la posibilidad de adquirirlos, o se hallan a cada paso expuestas a caer en esa situación.

El pauperismo no es un hecho peculiar de nuestra época, ni una consecuencia del desarrollo de la industria. Si así fuese, habría que renegar del progreso económico y declararle contradictorio.

La riqueza es hoy mayor que en ningún tiempo de la historia, y es imposible que haya crecido con ella la miseria. Cuando todos eran pobres, la inteligencia tenía un carácter normal y permanente. En la Edad Media hambres espantosas diezmaban con frecuencia las poblaciones, y no se hablaba, sin embargo, del pauperismo, porque hubiera sido inútil, no habiendo elementos para apreciarle ni recursos que aplicar a su remedio. La civilización moderna ha dado nuevas formas al pauperismo, le ha hecho transitorio y menos intenso; pero se preocupa con él y busca con empeño en la ciencia y en la vida los medios de combatirle.

La esclavitud, la servidumbre y el feudalismo establecían entre los individuos de las antiguas sociedades cierta comunidad por virtud de la que, aun siendo muy precaria la condición de todos, se extremaban menos las diferencias y los contrastes. La desigualdad era entonces más jurídica que económica, porque el amo cuidaba de la manutención del esclavo, y el señor compartía con siervos y vasallos lo mismo las privaciones que la abundancia. Pero la emancipación de los obreros ha venido a colocarlos más bien enfrente que al lado de aquéllos bajo quienes antes vivían, y rotos todos los lazos, abandonado a su suerte cada cual, los unos han subido hasta la opulencia, y los otros han encontrado más dura su miseria. La igualdad ante la ley ha hecho más sensibles las desigualdades ante la riqueza, y por eso la cuestión social, que era en los pasados tiempos una cuestión de derecho, es hoy, en primer término, una cuestión económica. Agréguese a esto la rapidez con que se han multiplicado las clases trabajadoras, su aglomeración en centros determinados por el establecimiento de las grandes industrias, las crisis a que éstas se hallan expuestas con la invención de las máquinas y nuevos procedimientos, y la inseguridad en que viven por efecto de la continua lucha que sostienen unas con otras en el mercado, y se tendrán las causas del pauperismo moderno, caracterizado, como ya hemos dicho, no por el aumento de la miseria, sino por cierta agravación relativa, por la existencia de dolores y sufrimientos que afectan o amargan siempre a grandes masas de la población, en medio del lujo y la disipación en que vive el menor número.

Tres son las soluciones propuestas para atender al pauperismo, ocasión de graves conflictos que amenaza constantemente el sosiego público y constituye la cuestión social en el aspecto económico: la libertad que proclaman los individualistas; la intervención del Estado que defiende el socialismo; y la resignación del que sufre y la caridad del que posee que predica la escuela católica (1).

La libertad está ensayada, pero sin fruto; bien es verdad que los mismos que la recomiendan no pretenden que haya de evitar el mal, sino reducirle todo lo posible, por donde vienen a concluir realmente en que no hay solución para el problema. Precisamente los pueblos en que mayor amplitud tiene la libertad económica son los que más padecen del pauperismo; y ¿cómo no, si los abusos de la libertad, la imprevisión de los unos y la codicia de los otros son a menudo las causas que le producen? Muchas veces los indigentes son los vencidos en una competencia desastrosa. La libertad quiere decir supresión de trabas, alejamiento de obstáculos; es un principio puramente negativo, y se puede dar por sí solo el remedio que se busca.

La acción del Estado tampoco es cosa nueva ni más eficaz. Empleada como directora del movimiento económico no ha creado ni puede producir más que una organización industrial arbitraria y violenta, ataca la propiedad y la esfera en que debe moverse el individuo, y cuando quiere nivelar las fortunas, no hace más que quitar a unos sin dar a otros, poner obstáculos al bien y ocasionar nuevos males. Ejercida por medio de la beneficencia la intervención del Estado, aparte de otros muchos inconvenientes, más bien fomenta que disminuye las causas del pauperismo, y no se dirige ya a evitarle sino a atenuar sus efectos.

La Iglesia, en este punto, se coloca en el lugar que la corresponde; no juzga las cuestiones económicas, y se limita a ofrecer la resignación y el amor del prójimo como bálsamos que mitiguen los dolores de la sociedad. Pero esto no es una solución, porque siendo muy bueno que se resigne el que sufre y sea caritativo el afortunado, lo mejor y lo que se desea es que desaparezca el sufrimiento y no sea necesario socorrerle.

Resulta, pues, que en ésta, como en todas las cuestiones, los individualistas sólo tienen razón contra el socialismo y viceversa: aquéllos dicen verdad al afirmar como necesarias la libertad y la propiedad individuales, rechazando la opresión de los Gobiernos; y éste se halla en lo cierto cuando demuestra que la libertad no basta para concluir con el pauperismo, y sostiene que el Estado tiene algo que hacer en este asunto: pero ambos sistemas son incompletos.

Siendo el pauperismo una cuestión económico-social, será necesario que contribuyan a resolverla todos los elementos y fuerzas de la sociedad. El individuo, que con motivo pretendía y ha conseguido ser libre, salvas escasas excepciones, en el manejo de los bienes materiales, debe hacer un recto uso de su libertad, estableciendo la industria sobre bases racionales de organización y armonía que hagan imposibles las crisis, los conflictos y las alternativas violentas en las fortunas, tomando como norma de su acción el bien y no el egoísmo, valiéndose de la competencia como medio de progreso, no como arma para el dalo ajeno; si es capitalista y rico, ha de ver en el obrero no un instrumento, sino un socio, y en el indigente un hermano; si es un simple operario y pobre, debe ser previsor, computando al lado de sus necesidades del momento los riesgos del porvenir, y ha de considerar al empresario como a un tutor cuya prosperidad le interesa. Es preciso, en suma, que las relaciones económicas se despojen del carácter exclusivista y de intransigencia personal que hoy revisten para inspirarse en un sentido más amplio y más moral: en la idea del bien colectivo. Tanto como se ha aprovechado la actividad libre para desarrollar la producción y multiplicar la riqueza, es necesario emplearla ahora para conseguir una distribución equitativa y un reparto proporcionado de los bienes materiales. El Estado, a su vez, está en el caso de favorecer ese movimiento, sin dirigirle, por medio del estímulo y la ayuda complementaria a la acción individual. Y todas las otras instituciones sociales, la religión, la moral, la ciencia, tienen su parte en la obra, han de contribuirá ella poderosamente, llevando a la vida económica la saludable influencia de las ideas de Dios, de la verdad y del bien.

Entre tanto que se consigue el resultado de esos esfuerzos, sólo la prudencia de ricos y pobres, más obligatoria para los primeros que para los segundos, puede evitar que el pauperismo sea origen de grandes catástrofes y una rémora que detenga los progresos de la Humanidad.

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(1) Azcárate, Estudios económicos y sociales

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