DIFUSIÓN DEL ARRIANISMO EN ESPAÑA Y LAS GALIAS
ARRIANISMO EN ESPAÑA Y LAS GALIAS
El arrianismo en España y las Galias. – Vino a nuestra península el arrianismo con la invasión de los suevos, vándalos y alanos, en 409, y con la entrada de los visigodos en 414. Los vándalos habíanse convertido a la herejía tiempo antes, en la época que el emperador Constantino les permitió establecerse en la Panonia. En España permanecieron poco tiempo, pues en 429 pasaron al África al mando de Genserico. Los suevos a la llegada a la península no parece que tenían religión determinada, y según Idacio, algunos eran idólatras. Los alanos apenas tuvieron existencia histórica. Los visigodos eran arrianos desde la época en que el emperador Valente les dio tierras en la orilla derecha del Danubio, pues habiendo pedido a este emperador que les iniciara en la religión de los romanos, les envió el obispo Ulfilas, arriano, que les convirtió a su doctrina.
La oposición entre el elemento heterodoxo, representado por el pueblo visigodo, y el elemento católico, representado por los hispano-romanos, constituye una página interesante de nuestra historia y se relaciona con las luchas de francos y godos en las Galias. Parecía que el arrianismo estaba herido de muerte, pero con la aparición de los visigodos muéstrase otra vez poderoso. Comprendió el rey Teodoredo que necesitaba, para sostenerse allende el Pirineo, del apoyo de los galo-romanos; por esto encargó a un obispo católico la misión de extender los sentimientos pacíficos entre aquellas gentes, y el rey por su parte se mostró tolerante. De él dice Salviano que era católico de corazón, aunque arriano por necesidad política, que se prosternaba ante el dios de los ejércitos, y cubierto con un cilicio consagraba muchas horas a sus rezos. Esta conducta de Teodoredo le atrajo el cariño de los cristianos, que le cobraron mayor afecto cuando por su iniciativa regresaron a sus puestos los obispos de la Novempopulania y de la Galia Narbonense, regiones que los vándalos habían asolado. Por esto la muerte de Teodoredo se consideró como una desgracia para la civilización y para el catolicismo.
Eurico se distinguió por su fanatismo arriano, llevado hasta la persecución, en la que perecieron los obispos de Perigueux, Limoges, Burdeos, Mende, Bazas, Auch, Couserans y Eause, y como los pobladores de esta última quisiesen defender a su prelado, la ciudad fue desmantelada en castigo de su resistencia. Pretendió después el monarca visigodo obligar a estas poblaciones a aceptar el arrianismo, pero halló invencible resistencia. Los habitantes de Bigorre, sostenidos por San Fausto, su obispo, rechazaron la abjuración, y el mismo Eurico, conmovido por la elocuencia del santo, le perdonó la vida. Glicerio o Licerio regresó a Bigorre furtivamente desde el destierro, y recorrió el país para oponerse a la propaganda arriana. Gaudencio, que, detenido por uno de los gobernadores de Eurico, se negó a renegar de sus creencias católicas, perdió la vida, y los fieles dieron el nombre del santo a una parte del territorio. De tal manera, dice Sidonio Apolinar, era odioso a este monarca el nombre de católico, que fue más bien jefe de secta que rey de una nación conquistadora. Sus victorias eran más fatales a las leyes cristianas que al Imperio mismo. La herejía, a favor de la persecución contra los obispos católicos, se extendió rápidamente. Los techos de las iglesias fueron derribados, las puertas de las basílicas arrancadas de sus goznes, y los arrianos cerraron sus entradas con obstáculos y espinos, para que los creyentes no pudieran penetrar en ellas. Los ganados vinieron a pacer en los templos, el terror dominó en las ciudades como en el campo; y no permitiéndose a los católicos celebrar sus asambleas, fueron a reunirse secretamente en las grutas, en los bosques y en los lugares más solitarios. Estas persecuciones arrojaron hacia las montañas a muchos fugitivos, que extendían la fe entre los pastores, todavía idólatras, multiplicándose en estos puntos las capillas, los oratorios y las ermitas.
|
|
Alarico, hijo y sucesor de Eurico, trabajó para atraerse a los galo-romanos por su tolerancia religiosa. Abrió las iglesias cerradas por su padre, permitió a los obispos ocupar sus sillas, renunció a la intervención que sus predecesores tenían en el nombramiento de diocesanos, y concedió a los católicos libertad completa en su administración eclesiástica. Los fieles limpiaron de obstáculos las entradas de los templos, repararon las capillas y restablecieron el culto. |
Empero esta restauración excitó la cólera de los arrianos fanáticos, que reuniéndose por grupos, persiguieron a los católicos, y devastaron parte de las Galias al mando de Ricosindo. Alarico trató de calmar a los católicos protegiendo con singular favor a un hijo de Sidonio Apolillar. Sin embargo, su tolerancia veíase en ocasiones desmentida por el capricho. Hallándose en Narbona con su ministro León, advirtió que la iglesia de San Félix interrumpía la vista del antiguo Capitolio, y mandó derribar una parte de la basílica por el pueril motivo de arreglar la perspectiva. Dícese que su consejero León quedó, después de esta profanación, ciego, lo que atribuyeron los cristianos a castigo de la Providencia. La política del visigodo no impidió que la población católica de las Galias, y muy principalmente los obispos, trabajasen para sustituir con la dominación de los francos la de los heréticos, sin que variara el propósito por el hecho de haber sometido el monarca visigodo a la aprobación de los obispos el Código de Alarico o Breviario de Aniano, destinado a la raza vencida. También autorizó a los obispos católicos para convocar concilios, y en el año 506 celebraron aquéllos uno en la ciudad de Agde, en la antigua basílica de San Andrés, al cual asistieron veinticuatro obispos y diez delegados de las provincias visigodas. Presidióle San Cesáreo de Arlés, pero no estuvieron aquí representadas las diócesis de España, que dependían de Tarragona. Uno de los actos del concilio fue rogar a Dios por el muy glorioso señor Alarico.
Como el hijo de Eurico hubiese observado que sus medidas de clemencia no daban los resultados apetecidos, y que continuaban los obispos de las Galias excitando a los fieles a la rebelión contra el yugo visigodo, cambió de política. Volusiano, obispo de Tours, fue decapitado por orden del rey; San Cesáreo de Arlés, desterrado por algún tiempo, y bandas de arrianos indisciplinados recorrieron de nuevo la cordillera pirenaica, saqueando las iglesias, persiguiendo a los obispos, y maltratando a los fieles. Galactorio de Bearne, que atacó con las milicias de los campesinos a estos bandoleros cerca de Mimissan fue vencido y hecho prisionero. Ofreciéronle la vida a cambio de la abjuración, no la aceptó y lo degollaron. Atribuyóse esta muerte al rey de los visigodos, y tomando el monarca franco Clodoveo el papel de vengador, venció y dio muerte a su colega Alarico en la batalla de Vougle, cerca de Poitiers, después de la cual quedó el vencedor dueño de la Aquitania, no dejando a los visigodos en el otro lado del Pirineo más que la Septimania o Galia Gótica. El rey franco continuó mostrándose decidido protector de los católicos, cuyos prelados apoyaban cada vez más la política de Clodoveo, y las poblaciones católicas de la Galia arrojaron de su seno sin misericordia a cuantos profesaban el arrianismo, yendo a establecerse algunas de esas familias visigodas en las gargantas de los Pirineos, dando así origen al curioso pueblo de los Agotes, Gafos o Agotaces (V. AGOTES). Durante mucho tiempo, los Gafos profesaron en las cabañas que les sirvieron de refugio un arrianismo mezclado con el politeísmo escandinavo. Varios siglos después, la miseria les obligó a recibir el bautismo, pero fueron siempre mal mirados.
Pareció que la lucha entre católicos y arrianos, entre francos y visigodos, iba a calmarse gracias al matrimonio de la católica Clotilde, hija de Clodoveo, con el arriano Amalarico, rey de los visigodos. Mas el celo exagerado del último por su religión le llevó a todo género de violencias con su esposa para lograr que abjurara sus creencias, originando esto otra guerra entre visigodos y franceses, que costó la vida al rey de los primeros. Amalarico, no obstante, había practicado la política de tolerancia y consentido la reunión de dos concilios católicos, uno en Tarragona y y otro en Barcelona.
Teudis, sucesor de Amalarico, quiso atraerse a los hispanos, favoreciendo el ejercicio de su culto y autorizando a los obispos para celebrar todos los años un concilio en Toledo. Continuó imponiéndose el catolicismo en el reinado de Atanagildo (V. ATANAGILD0), cuyas dos hijas, Galsuinda y Brunequilda, casadas con reyes francos, abjuraron el arrianismo.
Aun es mayor el poder de los católicos en tiempo de Leovigildo, pudiendo aquéllos sostener una prolongada guerra civil, de la que fue jefe Hermenegildo, hijo del rey visigodo; y si es cierto que Leovigildo triunfó y que impulsado por su fanatismo arriano llegó hasta el parricidio, no lo es menos que este triunfo fue bien pasajero, y como el anuncio de la conversión de su otro hijo Recaredo. Impulsado Leovigildo por el deseo de evitar la lucha, reunió en Toledo un concilio de arriarnos y dictó hábiles disposiciones para facilitar a los católicos la adopción del arrianismo, logrando que un gran número se convirtieran. Una peste asoló la Tarraconense y la Septimania (año 581), siendo Narbona la principal víctima de este azote. Las poblaciones católicas creyeron ver un castigo de Dios en aquella desgracia, que hería solamente a las provincias contaminadas por la abjuración. Childeberto, rey franco cuñado de Hermenegildo, unióse a Gontrán para hacer la guerra a Leovigildo y tomar venganza de las persecuciones de éste. El visigodo apartó esta guerra concertando con Chilperico, otro rey franco, el casamiento de Rigonta, hija de Chilperico, con Recaredo, hijo de Leovigildo, enlace que no llegó a verificarse. Sacrificado Hermenegildo por su padre, los francos movieron guerra a los visigodos, pero fueron en ella desgraciados. Recaredo se hallaba recorriendo las posesiones francas cuando la noticia de la enfermedad de su padre le hizo regresar precipitadamente (año 586) a Toledo, para asistir a los últimos momentos de un rey que se veía atormentado por los remordimientos. Asegúrase que Leovigildo llamó junto a su lecho de muerte a San Leandro, y le rogó que trabajase para convertir a Recaredo. A los diez meses de ocupar éste el trono, adoptó el catolicismo, ejemplo que siguieron la corte, muchos nobles y pueblos, sobre todo de la Septimania. Esta conversión fue causa de varias conspiraciones arrianas. Ataloco, obispo de la religión herética en la Galia Narbonense, predicó la guerra religiosa. Uniéndose a Granista y Vildigerno, poderosos señores de Narbona, sublevó a ésta y varias ciudades. Los arrianos se entregaron a los mismos excesos de los tiempos de Eurico. Monjes, sacerdotes, laicos, todos fueron sacrificados por el odio de estos sectarios. Animados los insurrectos por sus primeros triunfos, aspiraron a constituir con la Septimania un estado independiente, y para ello pidieron ayuda a Didier, duque de Tolosa (587). Didier, que sabía no había de contrariar con esto las intenciones de su señor (el rey de Borgoña), organizó tropas, y juntándose con Austrowaldo, gobernador de Vasconia, avanzó hacia Carcasona, cuyos habitantes le cerraron las puertas y le rechazaron vigorosamente, en tanto que el ejército del rey visigodo acudió a la Septimania. Cuando las tropas de Recaredo llegaron a Narbona, Ataloco había muerto, y las fuerzas de sus cómplices Granista y Vildigerno, después de oponer alguna resistencia, se dispersaron. Los visigodos salvaron también a Carcasona, pereciendo en el combate que cerca de esta ciudad se dio el duque de Tolosa.
A la conspiración de Ataloco sucedió la de Sunna, obispo de Mérida que, apoyado por el conde Segga y por Witerico, tomó la bandera del partido arriano y preparó otro levantamiento (587), en el que el obispo Maussona, desterrado en otro tiempo por Leovigildo de la villa de Mérida, y el duque Claudio, gobernador de la provincia lusitana, debían ser asesinados por Witerico. Dos ocasiones prepararon para la realización de su criminal proyecto: la primera en una entrevista, y la segunda en una procesión en honor de Santa Olalla, a la que supieron los conjurados que habían de asistir Maussona y Claudio. En la primera ocasión Witerico se atrevió a poner en práctica su compromiso, pero en la segunda dio aviso al duque Claudio, que yendo contra los conspiradores les derrotó y castigó severamente. Sunna fue desterrado al África; Segga a Galicia después de cortarle las manos; los cómplices fueron encerrados en una prisión, y la conspiración quedó abortada. Una tercera conjuración de arrianos se tramó en el mismo palacio de Recaredo. En ella tomaban parte como directores el obispo Uldila y Gosuinda, viuda de Leovigildo; mas también fue a tiempo descubierta, y Gosuinda, que murió de repente, evitó a Recaredo el trabajo de castigar a su madrastra, que en esta conjura meditaba la muerte del rey visigodo. Uldila caminó a un destierro. Al año siguiente, Argimundo, duque de provincia, conspiró contra la vida de Recaredo, aspirando también a ocupar el trono y a restablecer el arrianismo. Los planes de Argimundo y sus cómplices fueron divulgados, y mientras los últimos pagaban con la vida, el jefe era paseado a la vergüenza pública por las calles de Toledo, yendo con el cabello rapado y cortada la mano derecha sobre un jumento. Después fue decapitado.
Estas repetidas conspiraciones justifican el rigor del hijo de Leovigildo, que mandó recoger y entregar al fuego todos los escritos de los arrianos. Después reunió el tercer concilio de Toledo (año 589), al que asistieron 62 prelados y 5 arzobispos, que con otros muchos señores, jueces y dignatarios laicos, hicieron profesión de fe católica y anatematizaron el arrianismo. La reina Bada, cediendo al movimiento nacional, abjuró también la herejía y regularizó su casamiento con Recaredo. Witerico, el conspirador de los días de Recaredo, el delator infame, da muerte a Liuva II, hijo y sucesor de Recaredo, y se ciñe la corona, intentando al propio tiempo una restauración del arrianismo. Por esto se le ha llamado el Juliano de España. Parece, en efecto, que merced al auxilio de los arrianos había llegado a escalar el trono. Pero en 610 fue asesinado, y desde ahora puede considerarse definitivamente muerta la doctrina de Arrio. La Iglesia católica mostróse desde su triunfo intransigente, y el sexto concilio de Toledo impuso a los reyes el juramento de no tolerar el ejercicio de ninguna religión disidente. No es de creer que en esta fecha quedara del arrianismo en España más que la memoria.
En cuanto a los suevos, parece que desde Recciario (año 448) se convirtieron al catolicismo acaso en odio a los visigodos, pero sin que esto influyera en su carácter ni costumbres. Poco después de la mitad del siglo V (año 463) casó Remismundo, rey de los suevos, con una mujer visigoda, probablemente de la familia de Teodorico, cimentando así la alianza entre las dos monarquías, y ejerciendo aún influencia mayor, desde el punto de vista religioso, en el porvenir de los suevos, porque el rey, cediendo a las exhortaciones de su esposa e influido por el deseo de borrar una de las diferencias que le separaban del pueblo visigodo, arrastró a los suyos a la abjuración del cristianismo y adopción de la herejía de Arrio. Los suevos fueron también impulsados en este camino por varios sacerdotes arrianos, y principalmente por un aventurero gálata, que habiendo apostatado del catolicismo, pasó de Tolosa a Galicia, recorrió esta provincia y propagó con ardor el arrianismo. De este modo toda la nación quedó convertida. Por el año 559 arribó a las costas de Galicia San Martín de Panonia, y logró que los suevos arrianos se convirtiesen al catolicismo. El rey Teodorico I abrazó también la doctrina católica, y el santo, para asegurar en lo venidero la conservación de la disciplina, elevó un claustro en Duncium cerca de Bracara. (año 560). |