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El emperador CONSTANTINO y su época – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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CONSTANTINO

I – El siglo de Constantino

Constantino - Diccionario Filosófico de VoltaireEntre los siglos que siguieron al de Augusto, se distingue el de Constantino, que será siempre célebre por los cambios que operó en el mundo. Al principio es cierto que volvió a traer la barbarie y que no contó con Cicerones, Horacios ni Virgilios, ni siquiera tuvo Lucanos ni Sénecas, ni un historiador hábil ni exacto; sólo se vieron en él sátiras absurdas y panegíricos descabellados.

Los cristianos empezaban entonces a escribir historia, pero no tomaban por modelo a Tito Livio ni a Tucídides. Los sectarios de la antigua religión del Imperio no escribían con mayor elocuencia ni con más exactitud. Los dos partidos, enconados, no examinaban escrupulosamente las calumnias que se imputaban recíprocamente; de esto provino que consideraran a un mismo hombre ya como un dios, ya como un monstruo.

La decadencia general, así en las artes mecánicas como en la elocuencia y la virtud, se extendió por todas partes desde la muerte de Marco Aurelio, que fue el último emperador de la secta estoica que engrandeció al hombre, haciéndole duro para sí mismo y compasivo para los demás. Desde la muerte de ese emperador filósofo, reinaba en todas partes la tiranía y la confusión. Los soldados disponían con frecuencia del Imperio. El Senado llegó a ser tan abyecto, que una ley prohibió expresamente a los senadores que fueran a la guerra. Se vio al mismo tiempo que treinta jefes del partido se apoderaran del título de emperador en treinta provincias del Imperio. Los bárbaros se precipitaban por todas partes sobre ese Imperio desgarrado a la mitad del siglo III, y que sólo podía subsistir por la disciplina militar que lo fundó.

Durante esas perturbaciones, el cristianismo iba estableciéndose gradualmente en Egipto, Siria y las costas del Asia Menor. El Imperio romano admitía toda clase de religiones, como admitía toda clase de sectas filosóficas. Permitía el culto de Osiris; consentía que los judíos gozaran de grandes privilegios, a pesar de sus sublevaciones; pero los pueblos perseguían continuamente en las provincias a los cristianos, y sufrían igual persecución de los magistrados, que arrancaban contra ellos edictos a los emperadores. No debe extrañarnos el odio general que al principio se atrajo el cristianismo, mientras toleraban otras religiones. Esto consistía en que los egipcios, los judíos y otros adoradores de dioses extranjeros no declararon guerra abierta a los dioses del Imperio; no se oponían a la religión dominante, y uno de los primeros deberes de los cristianos consistía en exterminar el culto del Imperio. Los sacerdotes de los dioses se indignaban viendo disminuir los sacrificios y las ofrendas, y el pueblo, entusiasta y fanático, se sublevaba contra los cristianos; sin embargo, varios emperadores les protegieron. Adriano prohibió terminantemente que se les persiguiera. Marco Aurelio mandó que no les persiguieran por cuestión de religión. Caracalla, Heliogábalo, Alejandro, Filipo y Galiano les dejaron vivir en completa libertad. Los cristianos contaban en el siglo III con algunas iglesias muy concurridas y ricas, y gozaron de tal independencia, que en ese siglo celebraron diez y seis concilios. Los primitivos cristianos tenían obstruido el camino que conduce a las dignidades, porque eran casi todos de condición obscura; pero se fueron dedicando al comercio, y alguno de ellos llegó a amontonar considerable riqueza. Éste es el recurso de todas las sociedades que se ven privadas de obtener cargos del Estado. De este recurso se valieron los calvinistas en Francia, los no conformistas en Inglaterra, los católicos en Holanda, los armenios en Persia, los banianos en la India y los judíos en todo el mundo. Andando el tiempo, los gobiernos tuvieron tanta tolerancia, se dulcificaron tanto las costumbres, que los cristianos llegaron a alcanzar todas las dignidades y todos los honores. No se vieron obligados a hacer sacrificios a los dioses del Imperio; nadie se ocupaba de si asistían a los templos, porque los romanos gozaron de libertad absoluta en materia de religión, y los cristianos gozaban de la misma libertad que los secuaces de otras religiones. Tan cierto es que llegaron a gozar de todos los honores, que Diocleciano y Galerio les privaron de ellos el año 303, durante la persecución de que luego nos ocuparemos.

Manes, que vivió en el reinado de Probo, hacia el año 278, fundó una nueva religión en Alejandría. Compuso su secta de algunos principios antiguos de los persas y algunos dogmas del cristianismo. Probo y su sucesor Caro dejaron vivir tranquilamente a Manes y los cristianos. Diocleciano protegió a éstos y toleró a los maniqueos durante doce años; pero en 296 publicó un edicto contra los maniqueos, proscribiéndolos como enemigos del Imperio y partidarios de los persas. No comprendió a los cristianos en dicho edicto, y pudieron vivir tranquilos durante el imperio de Diocleciano, profesando públicamente su religión, hasta los dos años últimos del reinado del susodicho emperador.

Para completar este cuadro, falta apuntar lo que abarcaba entonces el Imperio romano. A pesar de las sacudidas interiores y exteriores que experimentaba, a pesar de las irrupciones de los bárbaros, era dueño de todo lo que posee hoy el sultán de los turcos, exceptuando la Arabia; de todo lo que posee el Austria en Alemania y de todas las provincias de Alemania hasta el Elba; era dueño de Italia, de Francia, de España y de Inglaterra y de la mitad de Escocia, de toda el África hasta el desierto de Sahara. Todas esas naciones las mantenían bajo el yugo romano cuerpos de ejército menos considerables que los que Alemania y Francia ponen hoy en pie de guerra cuando se enemistan.

El Imperio romano fue aumentando, fomentando su territorio desde la época de César hasta la de Teodosio, tanto por sus buenas leyes, por su civilización y por su benéfica influencia, como por su fuerza y por el terror que inspiraba.

Todavía sorprende que ninguno de los pueblos que conquistó la Ciudad Eterna, después que se gobernaron por sí mismos, no fueran capaces de construirse caminos tan magníficos, anfiteatros y baños públicos como en ellos construyeron sus vencedores. Algunas regiones que son hoy casi bárbaras y están desiertas se veían entonces pobladas y civilizadas, como por ejemplo Epiro, la Macedonia, la Tesalia, la Iliria, la Panonia, y sobre todo el Asia Menor y las costas de África. Pero en cambio fueron menos poderosas de lo que hoy son Alemania, Francia e Inglaterra. Esos tres Estados han ganado mucho gobernándose por sí mismos; pero tuvieron que pasar cerca de doce siglos para que llegasen al estado floreciente en que hoy se encuentran.

Las ruinas del Asia Menor y de la Grecia, la despoblación de Egipto y la barbarie de África, son pruebas que evidencian la pasada grandeza romana. El sinnúmero de ciudades florecientes que se encontraban entonces en dichos países están convertidas ahora en miserables aldeas, y hasta sus campos se han hecho estériles en manos de pueblos embrutecidos.

II

Dejando aparte la confusión que agitó al Imperio luego que Diocleciano abdicó, sólo diré que después de la muerte de éste hubo seis emperadores al mismo tiempo. Constantino triunfó de todos ellos, cambió la religión y el Imperio, y fue el autor, no sólo de esta trascendental revolución, sino también de las otras revoluciones que se desarrollaron en Occidente. Si queréis conocer su carácter, preguntádselo a Juliano, a ósimo, a Sozomenos y a Víctor. Ellos os contestarán que al principio fue un gran príncipe, después un ladrón público y en la última parte de su vida un hombre voluptuoso, afeminado y pródigo. Nos lo describen siempre ambicioso, cruel y sanguinario. Si preguntáis por el carácter de Constantino a Eusebio, a Gregorio Nacianceno o a  Lactancio, os dirán en cambio que era un hombre perfecto. Entre esas dos opiniones contrarias, sólo sus hechos pueden hacernos conocer la verdad. Constantino tuvo suegro y le obligó a que se ahorcara. Tuvo un cuñado y mandó que le estrangularan. Ordenó cortar la cabeza a su hijo primogénito y que ahogaran en un baño a su esposa. Un autor primitivo de las Galias dice, ocupándose de él, «que le gustaba tener la casa limpia». Si a su proceder doméstico se añade su modo de proceder en las orillas del Rhin, donde fue a perseguir algunas hordas de francos que habitaban aquellas regiones, venciéndolas y apoderándose de sus reyes, que arrojó a las fieras para que sirviesen de diversión, podréis inferir de todo eso, sin temor de equivocaros, que Constantino no fue el hombre más perfecto del mundo.

 

Examinemos ahora los principales sucesos de su reinado. Constancio Cloro, su padre, se encontraba en Inglaterra, donde se adjudicó el título de emperador para algunos meses. Constantino se encontraba en Nicomedia, al lado del emperador Galerio, al que pidió permiso para ir a ver a su padre, que estaba enfermo. Galerio se lo concedió sin dificultad y Constantino partió de allí con los caballos de posta del Imperio, que allí se llamaban veredarii. Puede decirse que era tan peligroso ser caballo de posta como ser de la familia de Constantino, porque éste mandó cortar los corvejones a todos los caballos después de servirse de ellos, por miedo a que Galerio, revocando el permiso, le hiciera regresar a Nicomedia. Encontrando moribundo a su padre, consiguió que le reconocieran como emperador las tropas romanas que había entonces en Inglaterra.

La elección de emperador romano que hicieron en York cinco o seis mil hombres no debía tenerse por legitima en Roma: le faltaba al menos la fórmula usual del Senatus populusque romanus. El Senado, el pueblo y la guardia pretoriana eligieron unánimemente emperador a Magencio, hijo del César Maximino Hércules, que ya era César por sí mismo, y hermano de Fausta, la esposa de Constantino, que más tarde mandó éste ahogar. Los historiadores llaman a Magencio tirano y usurpador, porque éstos se ponen con frecuencia de parte de los que consiguen éxitos. Era protector de la religión pagana, y Constantino empezaba a proteger a los cristianos. Siendo aquél pagano y vencido, no podía dejar de ser hombre abominable.

Eusebio dice que Constantino, cuando fue a Roma a pelear contra Magencio, vio en las nubes, lo mismo que su ejército, la enseña de los emperadores, que se llamaba Lábaro, ostentando una cruz y unas palabras griegas que significaban: «Vencerás con este signo.» Algunos autores dicen que ese signo se le apareció en BesanÇon, otros en Colonia: hay autores que sostienen que se le apareció en Tréveris y otros que en Troyes. Es muy extraño que el cielo haya hablado en griego en todos esos países. Parece más natural a la débil razón humana que ese signo hubiera aparecido en Italia el día de la batalla; pero entonces era preciso que la inscripción hubiera estado en latín. El sabio anticuario Loisel refuta este pasaje; pero esto basta para que digan que es un malvado.

Puede, sin embargo, conceptuarse que la guerra que ocurrió entonces no era una guerra de religión, porque Constantino no era un santo; por el contrario, cuando murió sospecharon que era arriano, porque persiguió a los ortodoxos. Por esto no hay interés evidente en sostener ese prodigio.

Cuando venció en dicha batalla, el Senado se apresuró a adorar al vencedor y a detestar el recuerdo del vencido. Despojaron el arco de triunfo de Marco Aurelio para adornar el de Constantino; le erigieron una estatua de oro, lo que no se hacía mas que en honor de los dioses; él la aceptó a pesar del Lábaro y recibió además el título de «gran Pontífice», que conservó toda la vida. Su primera tarea, si hemos de creer lo que dicen Zonaro y Zósimo, fue exterminar la raza del tirano y sus principales amigos; después de esto asistió a los espectáculos y a los juegos públicos.

El decrépito Diocleciano estaba moribundo en su retiro de Salónica, y Constantino hubiera podido no darse tanta prisa en derribar las estatuas erigidas a aquél en Roma. Pudo recordar que ese emperador, que había caído en el abismo del olvido, fue el bienhechor de su padre, y que a él le debía el Imperio. Después de vencer a Magencio, sólo le faltaba deshacerse de Licinio, su cuñado, que era augusto como él. Licinio también pensaba en deshacerse de Constantino si podía. Sin embargo, a pesar de esta rivalidad, que no se podía traslucir todavía, los dos cuñados publicaron juntos en 313, en Milán, el famoso edicto sobre la libertad de conciencia, que dice así: «Concedemos a todo el mundo la libertad de seguir la religión que quiera, con la idea de atraer la bendición del cielo sobre nosotros y sobre todos nuestros vasallos; declaramos que hemos concedido a los cristianos la facultad libre y absoluta de observar su religión; pero teniendo entendido que todos los demás gozarán de la misma libertad, y así aseguramos la tranquilidad de nuestro reino.» Pudiera escribirse un libro sobre semejante edicto; pero yo sólo aventuraré algunas líneas.

Constantino no era aún cristiano; Licinio, su colega, no lo era tampoco, y existía todavía un emperador o un tirano que exterminar, que era pagano y se llamaba Maximino. Licinio le combatió antes de combatir a Constantino, y el cielo le fue más favorable que a éste, porque éste sólo tuvo la aparición del estandarte, pero Licinio tuvo la aparición de un ángel. Este ángel le enseñó una oración, con la que indudablemente vencería al bárbaro Maximino; Licinio la escribió, hizo que su ejército la recitara tres veces, y consiguió una completa victoria. Si Licinio hubiera reinado felizmente, todo el mundo se hubiera ocupado de la aventura del ángel; pero como Constantino ordenó que le ahorcaran y degollaran a su hijo y se convirtió en dueño absoluto, sólo se ocupa la Historia del Lábaro de Constantino.

Se cree que mató a su hijo primogénito Crispo y a su mujer Fausta el mismo año que convocó el Concilio de Nicea. Zósimo y Sozomenos opinan que, habiéndole dicho los sacerdotes de los dioses que no podía expiar tan grandes crímenes, se convirtió al cristianismo y mandó derribar muchos templos en Oriente. Pero no es verosímil que los pontífices paganos desperdiciaran la hermosa ocasión que se les ofrecía de atraerse a su gran Pontífice que los abandonaba. Sin embargo, no es imposible que alguno de ellos fuese austero e intransigente, pues en todas partes se encuentran hombres difíciles. Más extraño es que Constantino, al declararse cristiano, no hubiera hecho ninguna penitencia para expiar sus delitos. En Roma fue donde los cometió, y desde entonces le fue odiosa la ciudad. Salió de ella para siempre y fundó Constantinopla. ¿Cómo se atreve a decir en uno de sus rescriptos que transporta la residencia del Imperio a Constantinopla «por orden del mismo Dios»? ¿No es esto burlarse impunemente de la debilidad de los hombres? Si Dios le hubiera dictado alguna orden, ¿no le hubiera dictado la de no asesinar a su mujer y su hijo?

Diocleciano había dado ya el ejemplo de la traslación del Imperio a las costas de Asia. El fausto, el despotismo y las costumbres asiáticas ahuyentaron a los romanos, a pesar de estar corrompidos y ser esclavos. Los emperadores no se atrevieron a que les besaran los pies en Roma ni a introducir multitud de eunucos en sus palacios; Diocleciano empezó a introducir esas dos cosas en Nicomedia. Constantino terminó en Constantinopla de establecer la corte romana bajo el mismo pie que la de Persia, y Roma comenzó a consumirse en la decadencia, extinguiéndose en ella el espíritu de los antiguos romanos. De este modo Constantino causó al Imperio el mayor daño que pudo causarle. Fue el más absoluto de todos los emperadores. Augusto dejó una sombra de libertad; Tiberio y Nerón conservaron el Senado y el pueblo romano; Constantino no conservó nada. Desde el principio afirmó su poder en Roma, deponiendo a los soberbios pretorianos, que creían dominar a los emperadores. Separó por completo la toga de la espada, y los depositarios de las leyes, aplastados por la fuerza militar, se convirtieron en jurisconsultos esclavos. Las provincias del Imperio fueron regidas por un nuevo plan.

Constantino ambicionó ser dueño de todo, y lo mismo dominó la Iglesia que el Estado. Convocó y abrió el Concilio de Nicea, entrando en él cubierto de piedras preciosas, con la diadema ceñida, y tomó posesión del sitio de preferencia. Desterró indiferentemente a Arrio y a Atanasio. Se puso al frente del cristianismo sin ser cristiano, porque no podía serlo en aquella época el que no estaba bautizado, y él no era mas que catecúmeno. Comenzaba a abolirse para los particulares la costumbre de sumergirse en el agua de la regeneración al ver la muerte cercana, y si Constantino, retardando su bautismo hasta la hora de la muerte, creyó poder hacer impunemente todo lo que se le antojaba, por abrigar la esperanza de una completa expiación, fue una desventura para el género humano que semejante idea arraigara en el cerebro de un hombre tan poderoso.

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