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ESCLAVOS, historia de la esclavitud – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ESCLAVOS

Esclavos, esclavitud - Diccionario Filosófico de VoltaireNo se comprende por qué llamamos esclavos a los que los romanos llamaban servi. Esta etimología es defectuosa, y Bochart no se atreverá a decir que esa palabra proviene del hebreo.

La idea más antigua que tenemos de la palabra «esclavo» consta en el testamento de Ermangant, arzobispo de Narbona, que lega al obispo Fredelón su esclavo Anaf, Anaphum slavonium. Anaf debió ser muy dichoso perteneciendo sucesivamente a dos obispos.

Es verosímil que los eslavos vinieron del fondo del Norte con otros pueblos indigentes y conquistadores a apoderarse de lo que el Imperio romano había robado a las demás naciones, y sobre todo, de la Dalmacia y de la iliria. Los italianos llamaron schiavitú a la desgracia de caer en sus manos, schiavi a los que aquellos bárbaros tenían cautivos.

Lo que puede deducirse del fárrago de la historia de la Edad Media, es que en la época de los romanos el universo conocido se dividía en hombres libres y esclavos. Cuando los eslavos, los alanos, los hunos, los vándalos, los lombardos, los visigodos, los francos y los normandos se repartieron los despojos del mundo, no disminuyó por eso la cantidad de esclavos. Los antiguos señores se vieron condenados a la esclavitud. Los menos encadenaron a los más, como sucede en las colonias, en las que emplean los negros en el trabajo.

Los autores antiquísimos no dicen nada respecto a los esclavos de los asirios y de los egipcios. La Ilíada es el primer libro que habla de esclavos. La bella Chiriseis es esclava en casa de Aquiles. Los troyanos, y sobre todo las princesas, temen ser esclavos de los griegos.

La esclavitud es tan antigua como la guerra, y la guerra es tan antigua como la naturaleza humana. Estaba ésta tan acostumbrada a semejante degradación, que Epicteto, que indudablemente valía mas que su dueño, no extrañó nunca ser esclavo. Ningún legislador de la antigüedad intentó abolir la servidumbre; al contrario, los pueblos más entusiastas de la libertad, los atenienses, los lacedemonios, los romanos y los cartagineses, dictaron las leyes más crueles respecto a la esclavitud. Los dueños tenían derecho de vida y muerte sobre los esclavos.

¿Quién creería que los judíos, que parecen nacidos para servir sucesivamente a las demás naciones, tuvieran también esclavos? Marcado está en sus leyes que pueden comprar a sus hermanos por seis años y a los extranjeros para siempre (1). Se decía que los hijos de Esaú tenían que ser siervos de los hijos de Jacob; pero luego, bajo otro régimen, los árabes, que se creían hijos de Esaú, redujeron a la esclavitud a los hijos de Jacob.

Los evangelios no ponen en boca de Jesucristo ni una sola palabra que recuerde al género humano su libertad primitiva, para la cual parece que haya nacido. Nada dice el Nuevo Testamento del estado de oprobio y de angustia al que se condenó a la mitad del género humano; nada dicen de esto los escritos de los apóstoles y de los Padres de la Iglesia; ni aquél ni éstos hablan de otra esclavitud que de la esclavitud del pecado.

Es difícil comprender cómo pudieron decir los judíos a Jesús en el Evangelio de San Juan: «No hemos servido nunca a nadie», cuando entonces eran vasallos de los romanos; cuando fueron vendidos en el mercado después de la toma de Jerusalén; cuando diez de sus tribus, que esclavizó Salmanasar, desaparecieron de la faz de la tierra, y las otras dos tribus estuvieron cautivas en Babilonia setenta años; cuando fueron reducidos a la esclavitud siete veces en la tierra prometida, según su propia confesión; cuando en todos sus escritos hablan de su servidumbre en Egipto, en ese Egipto que aborrecían, y al que se apresuraron a ir por ganar algún dinero en cuanto Alejandro les permitió establecerse en dicha nación. El reverendo padre Calmet dice que lo que les sucedió era una «servidumbre intrínseca», que es aún más difícil de comprender.

Habitaban Italia, las Galias, España y parte de Alemania extranjeros que se convirtieron en señores, mientras los naturales de dichos países llegaron a ser esclavos de ellos. Cuando don Oppas, obispo de Sevilla, y el conde don Julián atrajeron a los mahometanos para que peleasen contra los reyes cristianos visigodos que reinaban en España, los mahometanos, queriendo establecer allí sus costumbres, propusieron al pueblo que se hiciera circuncidar, que se batiera con ellos o les pagaran un tributo en dinero y en mujeres. Vencieron al rey Rodrigo, y no hubo en Espacia más esclavos que los prisioneros de guerra; los colonos conservaron su religión y sus bienes, pagando. De este mismo modo procedieron los turcos poco después en Grecia, pero impusieron a los griegos un tributo de hijos. Los hombres para ser circuncidados y para servir en la milicia de los genízaros; las mujeres para educarlas en los serrallos; pero luego, los griegos, por dinero, se libraron de ese tributo. Los turcos, para el servicio interior de sus casas, no tienen más esclavos que los que compran en la Circasia, en la Mingrelia y la Tartaria.

 

Subsistió siempre entre los africanos musulmanes y los europeos cristianos la costumbre de saquear y de hacer esclavos a todos los hombres que vencían en el mar. Son aves de presa que se echan unas sobre otras. Argelinos, tunecinos y marroquíes viven de la piratería (2). Los religiosos de Malta, sucesores de los de Rodas, juran saquear y encadenar a los musulmanes. Las galeras del Papa van a robar a los argelinos o son cogidas en las costas septentrionales de África. Los blancos van a comprar negros baratos para revenderlos en América. Sólo los habitantes de la Pensilvania han renunciado, desde hace poco, a dedicarse a ese indigno tráfico, por creerlo deshonroso.

II

He leído un libro, escrito en París, que rebosa talento y paradojas. Su autor se llama M. Linguet, y la obra se titula Teoría de las leyes civiles. En ese libro prefiere el autor la esclavitud a la domesticidad, y sobre todo al estado libre de un peón de albañil. Compadece la mala suerte de los desgraciados hombres libres que pueden ganarse la vida donde quieran por medio del trabajo, para el que nació el hombre, y que es el guardián de la inocencia y el consuelo de la vida. Nadie se encarga de alimentarlos ni de protegerlos, y en cambio, los dueños de los esclavos los mantienen y los cuidan lo mismo que a sus caballos: Esto es verdad; pero la especie humana prefiere proveerse por sí misma de lo necesario a depender de los demás, y los caballos que nacen en los bosques, prefieren éstos a las lujosas caballerizas.

Nota que los trabajadores pierden muchísimos días, en los que no pueden ganar el jornal; pero esto no consiste en que son libres, esto consiste en que nos rigen algunas leyes ridículas y tenemos demasiadas fiestas. Dice con mucha razón que la caridad cristiana no es la que rompió las cadenas de la servidumbre, porque esa caridad lo que hizo fue apretarlas durante doce siglos. Y todavía podría añadir que en los países cristianos, hasta los mismos frailes, que deben ser hijos de la caridad, poseen aún esclavos reducidos a un miserable estado, bajo las denominaciones de «siervos sujetos a feudo», de «manos muertas» y de «siervos de la gleba». Afirma otra verdad: que los príncipes cristianos sólo concedieron la libertad a sus esclavos por avaricia. Efectivamente, por apoderarse del oro que habían reunido esos desgraciados, les firmaron las patentes de manumisión. No les dieron la libertad, se la vendieron. El emperador Enrique V empezó a hacer este negocio, manumitiendo a los siervos de Spira y de Worms en el siglo XII; los reyes de Francia imitaron su conducta. La prueba de lo mucho que vale la libertad es que hombres tan rudos y tan ignorantes la compraron muy cara.

Meditad además que el peón de albañil puede llegar a arrendar tierras y a convertirse en propietario. En Francia puede ascender hasta consejero del rey; en Inglaterra puede nombrar un diputado del Parlamento, en Suecia ser uno de los miembros de los Estados de la nación. Preferibles ser uno son esas perspectivas a la de morir abandonado en el rincón del establo de su dueño.

III

Puffendorf dice que se estableció la esclavitud «por el libre consentimiento de las dos partes y por medio del contrato». Creeré a Puffendorf cuando me enseñe ese primitivo contrato.

Grocio pregunta si el hombre que queda prisionero en la guerra tiene derecho a huir, y él mismo se contesta diciendo que no tiene ese derecho. ¿Por qué no dice también que cuando es herido no tiene derecho a que le curen? La Naturaleza decididamente está contra Grocio.

He aquí lo que se aventura a decir el autor de El Espíritu de las leyes. Montesquieu escribe, después de pintar la esclavitud de los negros con el pincel de Molière: «Mr. Perry dice que los moscovitas se venden con mucha facilidad. Sé por qué, porque su libertad no vale nada.» El capitán Perry, que era inglés y escribió en el año 1714 una obra titulada Estado actual de la Rusia, no dice lo que El Espíritu de las leyes le atribuye. Las pocas palabras que se encuentran en el libro referentes a la esclavitud de los rusos son éstas: «El zar mandó que en sus Estados, desde entonces en adelante, nadie se llamara esclavo, sino raab, que significa «vasallo». Verdad es que esa nación no ha conseguido ninguna ventaja real, porque aun ahora es verdaderamente esclava.»

El autor de El Espíritu de las leyes añade a lo anterior que, según refiere Guillermo Dampier, «todo el mundo desea venderse en el reino de Achem». Eso producirá allí un extraño comercio. He leído los Viajes de Dampier, y no he encontrado semejante cosa. Es lástima que un hombre de talento como el referido autor se atreva a exponer ideas tan aventuradas y a insertar citas falsas.

IV

Dícese generalmente que ya no hay esclavos en Francia. Que éste es el reino de los francos, y esclavo y franco son dos palabras contradictorias. Pero esto no obstante, ¿cómo es posible armonizar tanta libertad con tantas especies de servidumbres, como por ejemplo, la de «manos muertas»?

Más de una hermosa dama de París, que viste lujosamente y ocupa un palco del teatro de la Opera, ignora que desciende de una familia de Borgoña, o del Franco-Condado, o de la Auvernia, y que su familia está todavía en la esclavitud de «manos muertas».

En esta clase de esclavos, unos están obligados a trabajar tres días cada semana para su señor, y los otros, dos días. Si mueren sin hijos, sus bienes los hereda su señor. Si dejan hijos, el señor sólo toma sus animales mejores y sus mejores muebles, teniendo derecho a escoger en más de una región. En algunas regiones, si el hijo del esclavo «mano muerta» no se encuentra en la casa de la esclavitud paternal un año y un día antes de la muerte del padre, pierde todos sus bienes y continúa siendo esclavo. Lo que quiere decir que si adquiere algunos bienes por medio de su industria, cuando muera pertenecerá ese peculio a su señor.

Pero lo más curioso y consolador de esa jurisprudencia es que los frailes son señores de la mitad de los bienes de «manos muertas». Si por casualidad un príncipe de sangre real, un ministro o un canciller leyera este artículo, sería conveniente que recordara que el rey de Francia declaró ante la faz de la nación, en la ordenanza publicada el 18 de mayo de 1731, que «los frailes y los beneficiados poseen más de la mitad de los bienes del Franco-Condado».

Cuantas veces hemos protestado de la extraña tiranía que ejercen las gentes que juraron a Dios ser pobres y humildes, se nos ha contestado: «Hace seiscientos años que gozan de ese derecho; ¿cómo vamos a quitárselo?» Nosotros replicamos humildemente: «Hace treinta o cuarenta mil años, poco más o menos, que las garduñas se nos comen las gallinas; pero a pesar de esto, nos dan permiso para matarlas siempre que podamos.»

Peca mortalmente el cartujo si come una onza de carne de carnero; pero puede con tranquilidad de conciencia comerse la subsistencia de toda una familia. Vi que los cartujos de mi vecindad heredaron cien mil escudos de uno de sus esclavos, que había hecho esa fortuna en Francfort dedicándose al comercio. Verdad es que la familia despojada de sus bienes consiguió el permiso para ir a pedir limosna a la puerta del convento, y todo debe decirse (3).

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(1) Éxodo, cap. XXXI; Levítico, cap. XXV; Génesis, capítulos XXVII y XXVIII.
(2) En la época de Voltaire sufría la Europa mediterránea el azote de los piratas berberiscos.—N. del T
(3) La Revolución se encargó de cumplir los buenos deseos de Voltaire.—N. del T

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