Habiendo oído leer en un libro, que según se decía, era de Anaxágoras, que la inteligencia es la norma y la causa de todos los seres, me vi arrastrado por esta idea; y me pareció una cosa admirable que la inteligencia fuese la causa de todo; porque creía que, habiendo dispuesto la inteligencia todas las cosas, precisamente estarían arregladas lo mejor posible. Si alguno, pues, quiere saber la causa de cada cosa, el por qué nace y por qué perece, no tiene más que indagar la mejor manera en que puede ella existir; y me pareció que era una consecuencia de este principio que lo único que el hombre debe averiguar es cuál es lo mejor y lo más perfecto; porque desde el momento en que lo haya averiguado, conocerá necesariamente cuál es lo más malo, puesto que no hay más que una ciencia para lo uno y para lo otro.
Pensando de esta suerte tenía el gran placer de encontrarme con un maestro como Anaxágoras, que me explicaría, según mis deseos, la causa de todas las cosas; (…) Tomé, pues, con el más vivo interés estos libros, y me puse a leerlos lo más pronto posible, para saber luego lo bueno y lo malo de todas las cosas; pero muy luego perdí toda esperanza, porque tan pronto como hube adelantado un poco en mi lectura, me encontré con que mi hombre no hacia intervenir para nada la inteligencia, que no daba ninguna razón del orden de las cosas, y que en lugar de la inteligencia podía el aire, el éter, el agua y otras cosas igualmente absurdas. Me pareció como si dijera: Sócrates hace mediante la inteligencia todo lo que hace; y que en seguida, queriendo dar razón de cada cosa que yo hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy sentado en mi cama, porque mi cuerpo se compone de huesos y de nervios; que siendo los huesos duros y sólidos, están separados por junturas, y que los nervios, pudiendo retirarse o encogerse, unen los huesos con la carne y con la piel, que encierra y abraza a los unos y a los otros; que estando los huesos libres en sus articulaciones, los nervios, que pueden extenderse y encogerse, hacen que me sea posible recoger las piernas como veis, y que esta es la causa de estar yo sentado aquí y de esta manera. O también es lo mismo que si, para explicar la causa de la conversación que tengo con vosotros, os dijese que lo era la voz, el aire, el oído y otras cosas semejantes; y no os dijese ni una sola palabra de la verdadera causa, que es la de haber creído los atenienses que lo mejor para ellos era condenarme a muerte, y que, por la misma razón, he creído yo que era igualmente lo mejor para mí estar sentado en esta cama y esperar tranquilamente la pena que me han impuesto. Porque os juro por el cielo, que estos nervios y estos huesos míos ha largo tiempo que estarían en Megara o en Beocia, si hubiera creído que era lo mejor para ellos, y no hubiera estado persuadido de que era mucho mejor y más justo permanecer aquí para sufrir el suplicio a que mi patria me ha condenado, que no escapar y huir. Dar, por lo tanto, razones semejantes me parecía muy ridículo.
Dígase en buen hora que si yo no tuviera huesos ni nervios, ni otras cosas semejantes, no podría hacer lo que juzgase conveniente; pero decir que estos huesos y estos nervios son la causa de lo que yo hago, y no la elección de lo que es mejor, para la que me sirvo de la inteligencia, es el mayor absurdo, porque equivale a no conocer esta diferencia: que una es la causa y otra la cosa, sin la que la causa no sería nunca causa; y por lo tanto la cosa y no la causa es la que el pueblo, que camina siempre a tientas y como en tinieblas, toma por verdadera causa, y a la que sin razón da este nombre.
Platón, Fedón o del alma
(Biblioteca Filosófica. Obras completas de Platón. Tomo 5. Traducción: Patricio de Azcárate)