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Historia de la ORACIÓN – Voltaire-Diccionario Filosófico

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ORACIÓN

Oración - Diccionario Filosófico de Voltaire

Quedan muy pocas fórmulas de los rezos públicos de los pueblos antiguos. Sólo conservamos el hermoso himno de Horacio, escrito para los juegos seculares de los antiguos romanos. Dicha plegaria tiene un ritmo y una medida, que los romanos más modernos imitaron mucho tiempo después en el himno Uf queant laxis resonare fibris. El Pervigilium Veneris es un himno del peor gusto literario, quizás indigno de la noble sencillez del reinado de Augusto. Quizás el himno a Venus se cantara en la fiesta de esta diosa; pero sabemos cierto que se cantaba el poema de Horacio con la mayor solemnidad.

Debemos confesar que el poema secular de Horacio es uno de los más hermosos fragmentos de la antigüedad y que el himno Uf queant laxis es una de las obras más triviales que se escribieron en los tiempos bárbaros de la decadencia de la lengua latina. La Iglesia católica en aquella época cultivaba mal la elocuencia y la poesía. Sabido es que Dios prefiere los versos malos recitados por un corazón puro, a los versos más hermosos del mundo cantados por impíos; pero en fin, los buenos versos nunca han perjudicado en igualdad de circunstancias.

Nada hay que se asemeje completamente entre nosotros a los juegos seculares que celebraban los romanos cada ciento diez años; nuestro jubileo sólo es una endeble copia de ellos. Erigían tres altares magníficos en las orillas del Tíber. Roma entera estaba iluminada durante tres noches; quince sacerdotes distribuían el agua lustral y los cirios entre los romanos y las romanas que habían de cantar las preces. Empezaban por hacer sacrificios a Júpiter, que era el señor de los dioses, y luego sacrificaban a Juno, a Apolo, a Latona, a Diana, a Ceres, a Plutón, a Proserpina y a las arcas, que consideraban como potencias subalternas. A cada una de esas divinidades dirigían un himno y les tributaban sus ceremonias. Se reunían dos coros, uno de veintisiete mancebos y otro de veintisiete doncellas para cada uno de los dioses, y el último día de los juegos los mancebos y las doncellas, coronados de flores, cantaban la oda de Horacio.

Verdad es que en las casas particulares cantaban, estando en la mesa, otras odas a Ligurio, a Liscico y a otros bribones que no les inspiraban la mayor devoción; pero había tiempo para todo. En cuanto a fórmulas de rezos, sólo nos queda un corto fragmento del que se recitaba en los misterios de Isis. Lo citamos ya en otra parte, pero lo volveremos a referir, porque es bello y es corto.

«Las potencias celestes te sirven, los infiernos se te someten, tu mano mueve el universo, tus pies pisan el Tártaro, los astros contestan a tu voz, las estaciones aparecen por orden tuya, los elementos te obedecen.»

Repetiremos también la fórmula que se atribuye al antiguo Orfeo, y que nos parece superior a la de Isis:

«Caminad por el sendero de la justicia, adorad al único señor del universo; es uno y único por sí mismo; todos los seres le deben la existencia, obra en ellos y por ellos; lo ve todo, y jamás ojos mortales le vieron.»

Es extraordinario que en el Levítico y en el Deuteronomio no se encuentre ningún rezo público ni una sola fórmula. Parece que los levitas sólo se ocupaban en repartirse la carne que se les ofrecía. No instituyeron los judíos ni una sola plegaria para pronunciarla o cantarla en la celebración de sus fiestas de la Pascua, de Pentecostés, de los tabernáculos y de la expiación general.

Convienen unánimemente los sabios en que los judíos no tuvieran rezos reglamentados hasta que estuvieron esclavos en Babilonia, donde tomaron algo de las costumbres de dicho país, empezando a instruirse en algunas ciencias de las que poseía pueblo tan civilizado y tan poderoso. Tornaron prestado de los caldeos persas sus caracteres, sus cifras, hasta su lengua, y mezclando algunas costumbres nuevas con sus antiguos ritos egipciacos, se convirtieron en un nuevo pueblo, tanto más supersticioso cuanto que al salir de su larga esclavitud continuaron dependiendo de los babilónicos.

Las diez tribus que anteriormente fueron dispersadas, es de creer que no tuvieron rezos públicos, como no los tenían las otras dos, y que la religión que profesaban no era en ellos muy fija y determinada, ya que la olvidaron con facilidad, olvidándose hasta de su nombre, lo que no hizo el escaso número de desventurados que fueron a reedificar Jerusalén.

Desde entonces fue cuando esas dos tribus, o hablando con más propiedad, esas dos tribus y media, se ligaron a ritos invariables, los escribieron, y tuvieron rezos reglamentados. Desde entonces conocemos en ellos las fórmulas de las plegarias. Esdras mandó que se rezara dos veces cada día, añadiendo un tercer rezo para los sábados. Dícese que escribió diez y ocho plegarias para que pudieran escoger, y que la primera de ellas empieza de este modo:

«Bendito seas, Señor Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; el poderoso, el terrible, el supremo, que distribuyes liberalmente los bienes, que creaste y que posees el mundo, que recuerdas las acciones buenas, y que envías un libertador a los descendientes de dichos patriarcas por amor a los humanos; ¡bendito seas siempre!»

Asegúrase que Gamaliel, que vivió en la época de Jesucristo y que tuvo varias refriegas con San Pablo, instituyó la plegaria XIX, que es la siguiente:

«Concédenos la paz, los beneficios, la bendición y la gracia a nosotros y a tu pueblo Israel. ¡Bendícenos, Padre nuestro! Bendícenos a todos por la luz de tu faz, porque por ella nos diste la ley de la vida, el amor, la paz y la benignidad. Bendito seas, Señor, que bendices a tu pueblo Israel. Amén.»

Es importante observar que en muchísimas plegarias cada pueblo pedía siempre lo contrario de lo que pedía el pueblo inmediato. Los judíos rogaban a Dios que exterminara a los sirios, a los egipcios y a los babilónicos, y estos tres pueblos rogaban a Dios que exterminara a los judíos, como realmente fueron exterminadas las diez tribus, que se confundieron con las demás naciones, siendo siempre los judíos desgraciados por su obstinación en querer vivir separados de los demás pueblos y por no poder disfrutar de ninguna de las ventajas de la sociedad humana.

En nuestros días, en las guerras que tuvieron los alemanes y los españoles contra los franceses, cuando aquéllos eran sus enemigos, rogaban a la Virgen que hiciera derrotar a los welches y a los gabachos, y los franceses rogaban también a la Santa Virgen que destruyera a los teutones y a los marranos. En Inglaterra, los partidarios de la Rosa Roja suplicaban a San Jorge que hiciera de modo que pudieran arrojar al fondo del mar a los partidarios de la Rosa Blanca, y viceversa; de modo que San Jorge debió verse muy comprometido, no sabiendo por quiénes decidirse, y si Enrique VII no hubiera ido a socorrerle, Jorge no hubiera sabido qué hacer.

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