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Torre de Babel Ediciones

Epicuro. Filosofía Griega. Historia de la Filosofía de Zeferino González.

Historia de la Filosofía – Tomo I – Segundo período de la filosofía griega

§ 85 – EPICURO

Por los años de 337 a 340 antes de Jesucristo, nació Epicuro en Gargetos o Gargesia, aldea del Ática, no lejos de Atenas, siendo sus padres Neocles y Querestrata, de quien se dice que era adivina de profesión. Algunos autores suponen, no sin fundamento, que Epicuro nació en Samos. Después de frecuentar por algún tiempo las escuelas del platónico Jenócrates y del peripatético Teofrasto, abrió escuela propia a los treinta y dos años de edad, y después de enseñar su sistema y sus doctrinas por espacio de cinco años en Mitilene y Lampsaco, trasladó su escuela a Atenas, donde murió de edad avanzada, rodeado de sus discípulos, que le tuvieron en grande veneración. Además de escuchar las lecciones de los indicados maestros, Epicuro se entregó con pasión y ahínco al estudio de los escritos de Demócrito, en los cuales se inspiró principalmente para concebir y formular su sistema.

Pocos filósofos hay cuya vida y doctrina hayan dado origen a debates tan acalorados y a interpretaciones tan diferentes como la vida y doctrina de Epicuro. Según algunos, su vida fue un modelo de moderación, rectitud y honestidad, y su teoría moral dista mucho de ser la teoría del sensualismo grosero y del materialismo que le atribuyen generalmente otros autores, los cuales, por otro lado, tampoco dan crédito ni admiten la moderación y moralidad de su vida.

 

     Por nuestra parte, creemos que unos y otros exageran el bien y el mal en lo que atañe a la vida y doctrina de Epicuro, y en este concepto procuraremos evitar los dos extremos en la exposición de su doctrina, exposición a que daremos principio por la moral; porque ésta es la parte esencial y como la clave y la substancia toda de su Filosofía, en la cual, si se ocupa de física, de psicología y de dialéctica o canónica, como él la apellida, es sólo con el objeto de poner estas partes de la Filosofía en relación con su sistema ético.

§ 86 – LA MORAL DE EPICURO

La esencia de la Filosofía consiste en conocer el objeto final de la vida y de las acciones humanas, en determinar la cosa en que consiste el bien sumo del hombre y que constituye su felicidad. Prescindiendo de la felicidad perfecta y absoluta, la cual sólo puede hallarse en los dioses, si existen, la felicidad relativa, imperfecta y limitada de que es capaz el hombre, consiste esencialmente en el deleite, puesto que el deleite es la cosa que deseamos y buscamos por sí misma y a la que subordinamos todas las demás cosas. Todos nuestros actos y aspiraciones deben tener por objeto la posesión de esta felicidad, o sea del placer posible al hombre en esta vida; porque, perdida esta felicidad, nada nos queda si no es la esperanza ilusoria y quimérica de la felicidad propia de los dioses.

Este deleite o placer, que constituye la felicidad del hombre, tiene dos manifestaciones, que son el movimiento y el reposo. El placer consiguiente a la satisfacción de una necesidad o apetito sensible que se experimenta, el que resulta de las emociones agradables, como la alegría, la amistad y otras análogas, representan el primer aspecto de la felicidad, mientras que el segundo, o sea el placer del reposo y por el reposo, consiste en estar libre o exento del dolor y de la perturbación. Aunque la felicidad humana abraza las dos manifestaciones del deleite, la segunda, sin embargo, es superior a la primera, y constituye en cierto modo la verdadera felicidad del hombre, toda vez que ésta, en último termino, consiste en la exención de dolores por parte del cuerpo y en la tranquilidad del espíritu, o sea en la exención de perturbaciones e inquietudes por parte del alma. Nos autem, escribía Cicerón en persona de los partidarios de Epicuro, beatam vitam in animi securitate, et in omni vacatione munerum ponimus

Epicuro enseñaba también que el placer que constituye la felicidad y bien supremo del hombre, es el que resulta del conjunto de todos aquellos actos y estados del cuerpo y del alma que representan la mayor suma posible de placer y bienestar para el hombre, y esto, no precisamente con relación al instante o tiempo presente, sino abrazando el pasado y el futuro. Y añadía también que en este conjunto de bienes y placeres que constituyen la felicidad humana, entran por mucho, y aun como parte principal y superior, los placeres y satisfacciones morales e intelectuales, los placeres del alma, los cuales son superiores a los del cuerpo, porque éstos son de suyo momentáneos y fugaces, mientras que los del alma se extienden a lo pasado y a lo porvenir.

Fundándose en este aspecto relativamente laudable de la moral de Epicuro, pretendieron y pretenden algunos hacer su elogio, y hasta presentárnosla como una concepción racional y digna de respeto. Pero los que esto intentaron procedieron sin duda inconsideradamente, según dice con justicia Ritter; porque la verdad es que enfrente de este aspecto parcial y relativamente laudable de la ética de Epicuro, existen otras opiniones del mismo y de sus discípulos inmediatos, que desvirtúan por completo el valor real de esa aserción. Según el testimonio de Diógenes Laercio, Epicuro decía terminantemente que no podía concebir el bien o felicidad del hombre sino mediante «los placeres del gusto, los goces del amor carnal, los del oído y la vista de las bellas formas»: y Metrodoro, amigo y discípulo de Epicuro, solía decir que el hombre que sigue la doctrina naturalista y epicúrea, no debe cuidarse más que del vientre. «Este elogio del placer sensual, escribe el ya citado Ritter (1), no se halla contradicho ni por lo que Epicuro dice en otras partes acerca del placer del alma, ni por la desaprobación que en otros lugares arroja sobre los placeres sensuales. Para convencerse de la verdad de lo que aquí decimos, bastará examinar lo que Epicuro y su escuela entendían por placer del alma. Metrodoro, en un escrito destinado a demostrar que el principio de la felicidad está en nosotros mismos más bien que en los bienes exteriores, enseña que por el bien del alma no debe entenderse otra cosa más que el estado sano y tranquilo de la carne, acompañado de la seguridad de que semejante estado permanecerá en adelante. El mismo Epicuro completa este pensamiento, diciendo que todo placer del alma resulta y existe en cuanto y porque la carne goza anticipadamente del deleite de que se trata; porque lo que distingue al placer intelectual del placer o deleite corporal, es precisamente, según ya lo hemos indicado arriba, que en el primero el goce no se limita al momento actual, sino que se extiende a lo pasado y alo porvenir; lo cual probablemente no quiere decir otra cosa para Epicuro, sino que el placer del espíritu consiste en el recuerdo del placer pasado y en la esperanza cierta que tiene el sabio de que gozará del mismo placer en lo sucesivo…. Después de esto, bien pudo decir Epicuro que el sabio no deja de ser feliz, aun cuando sufre horribles tormentos, porque, atormentada con dolores corporales, el alma del sabio será bastante fuerte todavía para elevarse sobre el dolor del momento y para sacar placer del recuerdo y de la esperanza. Pero el placer que ensalza Epicuro no consiste, sin embargo, en la tendencia del alma a la virtud perfecta, sino únicamente en el placer corporal de que gozamos en el momento presente, y al cual asociamos el recuerdo del placer corporal pasado y la esperanza del placer corporal futuro.»

Al lado de esta teoría moral, esencialmente terrena, utilitaria y sensualista, y a pesar de su psicología esencialmente materialista, por una feliz inconsecuencia, Epicuro admite la existencia del libre albedrío y de la responsabilidad moral. Gassendi, en su Syntagma philosophiae Epicuri, expone en los siguientes términos la doctrina de este filósofo en orden al libre albedrío: «La virtud descansa sobre la razón y el libre albedrío, dos cosas inseparables y que se corresponden; porque sin el libre albedrío la razón sería inactiva, y sin la razón el libre albedrío sería ciego…. Este libre albedrío es la facultad de perseguir lo que la razón juzga bueno, y rechazar lo que ésta juzga malo. La experiencia atestigua la existencia en nosotros de esta facultad; el sentido común confirma esto mismo, mostrando que solamente merece alabanza o vituperio lo que se ha hecho libremente, lo que se ha hecho voluntariamente y por elección refleja. Por esta razón, las leyes instituyeron justamente premios y castigos; pues nada sería menos justo que esta institución, si el hombre estuviera sometido a esa necesidad que algunos suponen como soberana absoluta de todas las cosas.»

Excusado parece advertir que la virtud, para Epicuro, consiste en la investigación y práctica de los medios conducentes para adquirir y asegurar la posesión de la mayor suma de placer, como felicidad real del hombre, en el sentido antes indicado. Así es que la principal y como el tronco de las demás, es la prudencia, cuyo objeto es el interés personal bien entendido, y cuyo oficio es reconocer y procurar al individuo, atendidas sus condiciones personales y las circunstancias que le rodean, el camino que debe seguir, el género de vida que debe adoptar para conseguir y perseverar en la posesión de la mayor suma posible de placer o deleite.

No es menor la contradicción que se nota en su doctrina, o, si se quiere, en sus palabras, con respecto a la existencia y atributos de la Divinidad, a la cual considera unas veces como mero resultado de vanos terrores del vulgo, mientras que otras veces recomienda el culto y veneración a los dioses, considerando esto como un deber y como una virtud. A pesar de lo dicho, Epicuro niega que Dios tenga cuidado y providencia de las cosas del mundo, que dispense beneficios a los hombres, que se cuide de premiar o castigar las obras del hombre, ni en esta vida ni después de la muerte. En realidad, el fondo de su teología es un ateísmo más o menos disimulado, el mismo que su fiel discípulo Lucrecio se encargó de poner de manifiesto. Esto sin contar que los dioses de Epicuro son dioses nominales, toda vez que no son más que agregados de átomos los más sutiles; su cuerpo es análogo al cuerpo humano, aunque más sutilizado y noble; su figura es la figura humana, que es la más perfecta de todas. Así, no es de extrañar que ya entre los antiguos corriese muy válida la opinión de que Epicuro, sólo de palabra, y no en realidad, admitía la existencia de Dios, no faltando quien le suponga influido en este punto por el temor del pueblo ateniense: Nonnullis videri Epicurum, ne in offensionem Atheniensium caderet, verbis reliquisse Deos, re sustulisse

§ 87 – LA FILOSOFÍA ESPECULATIVA DE EPICURO

La física de Epicuro es la teoría de Demócrito, con escasas modificaciones. El Universo, el Cosmos, es infinito, eterno e indestructible; pero es finito, temporal y corruptible por parte de los seres particulares que contiene. El Universo, y también las partes o seres de que consta, son el resultado de los átomos primitivos, los cuales, moviéndose y chocando eternamente en el vacío, dieron, dan y darán origen a todos los seres reales. La variedad de átomos y de combinaciones producidas por su movimiento, contiene la razón suficiente de la diversidad de substancias que pueblan el mundo, así como de sus atributos y propiedades. La imperfección, los defectos y males de todo género que se observan en el Universo, prueban que éste no es obra de una inteligencia, sino más bien del acaso: las que algunos llaman causas finales, son nombres vacíos de sentido; pues lo que se atribuye a éstas es el resultado del movimiento y choques fortuitos de los átomos. En resumen: los átomos, el movimiento y el vacío son las causas eternas y únicas del Universo, o, mejor dicho, son el Universo, el Ser; todas las cosas, todas las substancias, cualquiera que sea su naturaleza y propiedades, están formadas de átomos primitivos y se resuelven en átomos.

La extensión o cantidad, la forma y el peso, son las tres propiedades de los átomos, los cuales, puestos en movimiento por razón de su peso o gravedad, forman los seres todos y el mundo, o, digamos mejor, los infinitos mundos que deben llenar el vacío infinito, porque decir que en éste hay sólo un mundo, sería como representarse un campo con una sola espiga. Nada se hace de nada (De nihilo quoniam fieri nil posse videmus), sino que todo se hace de los átomos primitivos. Todo cuanto existe es cuerpo, y nada hay incorpóreo sino es el vacío.

Hasta aquí, la concepción cosmológica de Epicuro puede considerarse como mera reproducción de la del antiguo atomismo profesado por Demócrito. Pero es justo advertir aquí que Epicuro parece haber introducido en aquel atomismo un principio nuevo, que modifica y cambia notablemente el valor y la significación de la concepción atomística. Había procurado Demócrito explicar el origen y formación del mundo por medio del movimiento de los átomos en el vacío, consiguiente o procedente del peso de los mismos, resultando de aquí los seres y el mundo subordinados, y sujetos en su origen y constitución al destino o necesidad absoluta. Epicuro habíase propuesto librar a los hombres del terror e influencia de los dioses, y al mundo o naturaleza de la acción e influencia de la necesidad fatalista o destino de que echaban mano los estoicos en su teoría cosmológica. Y para conseguirlo, introdujo o supuso en los átomos, además del movimiento necesario procedente del peso o gravedad de los mismos, otro movimiento espontáneo y libre, por virtud del cual pueden estos separarse de la línea recta, produciendo pequeñas declinaciones (exiguum clinamen, como dice Lucrecio), las cuales hacen posibles y facilitan los choques múltiples y las consiguientes combinaciones variadas de los átomos. Tal es el nuevo principio o elemento que introdujo Epicuro en la cosmología atomista, si hemos de dar crédito a indicaciones repetidas y a pasajes terminantes de Diógenes Laercio, Plutarco, Cicerón y Lucrecio. Al doble movimiento producido por el choque y el peso de los átomos, Epicuro añade un tercer movimiento de mínima declinación (tertius quidam motus oritur extra ponduos et plagam, cum declinat atomus intervallo minimo), con lo cual se hace posible la diversidad de seres por medio de la multiplicidad y variedad de combinaciones atomísticas: Ita effici complexiones et copulationes, et adhaesiones atomorum inter se

Según todas las apariencias, la inducción y la analogía suministraron a Epicuro el argumento principal para establecer la existencia de este tercer movimiento atómico, de ese movimiento interno y espontáneo de declinación que constituye la parte original de la cosmología del filósofo de Gargeto o Samos, y que le sirvió a maravilla para excluir y negar la causalidad cósmica del destino o necesidad fatalista, después de haber negado y excluido la causalidad cósmica de Dios. Epicuro, en efecto, no hizo más que trasladar y aplicar a los átomos, principios o semillas primordiales de las cosas, el movimiento voluntario y variable que observamos en el hombre, además del movimiento mecánico y necesario de su cuerpo y miembros (2), después de lo cual, y por una especie de reversión lógica, buscó en el movimiento primitivo declinatorio de los átomos el origen y la razón suficiente de los actos voluntarios y libres de los animales y del hombre, actos que deben considerarse como aplicaciones y transformaciones de la fuerza interna que produce el movimiento de declinación primitiva que supone en los átomos. Esta declinación primitiva, que constituye y representa la parte original —si alguna tiene— de la doctrina de Epicuro, sirvió a éste, no solamente para explicar la existencia de la libertad en el hombre, según queda indicado, sino también para negar el proceso infinito en las causas, y para dar razón de la parte de contingencia que observamos en el mundo, en oposición a la necesidad absoluta y universal, enseñada por los estoicos y algunos otros filósofos: Principium quoddam quod fati foedera rumpat.— Ex infinito ne causam causa sequatur

La psicología de Epicuro es la aplicación de esta doctrina y la deducción espontánea de semejantes premisas cosmológicas. El alma humana es un agregado de átomos redondos, una substancia compuesta de fuego o éter, de aire y de otro elemento innominado y sutil que reside en el pecho. El alma se halla extendida y unida con todo el cuerpo humano, como una substancia sutil y delicada a otra más grosera. La sensación, lo mismo que la intelección, se verifica por medio de imágenes o simulacros materiales que se desprenden de los objetos, flotan en el aire, entran por los órganos de los sentidos, se fijan y se suceden en el alma. Todos los conocimientos se reducen a sensaciones y anticipaciones. Las primeras son el resultado inmediato de la impresión producida en el alma por las imágenes atómicas y sutiles que se desprenden de los cuerpos. Las segundas son el resultado de las sensaciones y como una especie de generalización de las mismas, o, mejor dicho, una colección de sensaciones, puesto que, según Diógenes Laercio, Epicuro definía la anticipación como «un recuerdo de aquello que se nos ha representado exteriormente con frecuencia.» Los discípulos de Epicuro solían dar también a estas anticipaciones los nombres de comprensión, pensamiento, idea racional; pero sea cualquiera la denominación de las mismas, es lo cierto que no son más que el resultado o producto casi mecánico de la sensación, con la cual se identifican en el fondo.

 

      La creencia en la inmortalidad del alma humana es una vana aprensión. «Para librarte de semejantes aprensiones, decía, acostúmbrate a considerar que la muerte es la nada para nosotros. El mal o el bien no nacen más que del sentimiento, y todo sentimiento se concluye con la vida. Mientras vivimos, la muerte no existe para nosotros; cuando ésta ya ha sobrevenido, nosotros ya no somos nada.»

La sensación, el pensamiento, con las demás facultades del alma, son resultado de la fuerza inherente a los átomos y de la combinación de éstos, o, mejor, de la fuerza motriz esencial a los átomos de que se compone. Que el alma consta de átomos, aunque más sutiles que los que entran en la constitución del cuerpo, y que sus facultades y actos son meras manifestaciones de la fuerza interna de la materia atómica, se prueba por la relación y dependencia que existen entre las mutaciones del cuerpo y las vicisitudes del alma y sus facultades. El alma se desarrolla y perfecciona a medida que se desarrolla y perfecciona el cuerpo. Sus facultades y funciones, débiles en la niñez, vigorosas en la virilidad, decaen y se atrofian en la vejez, y vemos además que crecen y disminuyen, cambian, se modifican, aparecen y desaparecen con los cambios, vicisitudes y enfermedades del cuerpo.

§ 88 – CRÍTICA

Lo primero que llama la atención en la Filosofía de Epicuro es su perfecta conformidad con el positivismo y materialismo contemporáneos, en los puntos fundamentales, y hasta en las pruebas aducidas para negar la creación, la causalidad final y la inmortalidad del alma humana. Más aún: el sistema de Epicuro contiene, no ya sólo el germen, sino la substancia de la concepción transformista del movimiento, única parte del materialismo contemporáneo que se presenta con cierto aspecto de originalidad. Porque ello es indudable que para Epicuro el movimiento, como fuerza interna y esencial a los átomos, es el origen, el fondo y la causa primera de todas las demás fuerzas y manifestaciones activas que aparecen y desaparecen en los cuerpos, de la misma manera que para los positivistas de nuestro siglo, todas las manifestaciones de fuerza y actividad, desde la simple atracción hasta el pensamiento, son transformaciones del movimiento, el cual se encuentra en el fondo de todas ellas, no ya sólo como su condición sine qua non, sino como germen y esencia común de las mismas.

En el orden o terreno psicológico, la doctrina de Epicuro es una doctrina esencialmente sensualista. Su teoría del conocimiento es muy parecida a la de Condillac; pues, en realidad, todas las facultades y conocimientos del hombre se reducen a la sensación. Sensaciones puras o primitivas, sensaciones generalizadas por medio del recuerdo, sensaciones transformadas y combinadas de diferentes maneras: he aquí lo que constituye y representa el contenido interno y real del conocimiento humano en todas sus esferas. No existe en nuestro espíritu actividad alguna intelectual, nativa, libre y superior a las sensaciones: lo que llamamos reflexión racional y científica, no es más que el recuerdo y combinación de sensaciones pasadas y presentes. La sensación da origen al recuerdo, y el recuerdo hace posibles los juicios, generalizando las sensaciones, no por vía de abstracción, sino por vía de colección, combinación y analogía.

Por lo demás, la Filosofía de Epicuro viene a ser una síntesis, o, digamos mejor, una amalgama más o menos incoherente de la física materialista de Demócrito y del hedonismo cirenaico, cuyas debilitadas corrientes quedaron absorbidas finalmente en la gran corriente epicúrea. Es justo notar, sin embargo, que la teoría moral de Epicuro es superior a la de los cirenaicos, ya porque Epicuro parece subordinar los deleites sensuales del cuerpo a los deleites del alma, como son la amistad, la alegría, la alabanza, etc., mientras que los cirenaicos daban la preeminencia a los placeres del cuerpo, ya también porque el primero consideraba como la parte principal y fondo esencial de la felicidad la ausencia de cosas penosas por parte del cuerpo y del espíritu, al paso que los segundos hacían consistir la felicidad en las emociones agradables, en las sensaciones voluptuosas.

La verdad es que la moral de Epicuro encierra dos elementos relativamente contrarios: hállase representado el uno por sus máximas generales acerca del placer como fin último y felicidad única del hombre, juntamente con la negación de la vida futura; el otro consiste en su enseñanza acerca de la preeminencia de los placeres del alma sobre los del cuerpo, y acerca de los inconvenientes y peligros del abuso de los deleites sensuales. Como acontecer suele en semejantes casos, sus discípulos y sucesores dejaron a un lado el segundo elemento, y dedicaron sus esfuerzos a cultivar y desarrollar el primero, exagerando y falseando sus aplicaciones en el terreno teórico y práctico. De aquí el menosprecio y la aversión con que llegaron a ser mirados generalmente los representantes de esta escuela, y de aquí también las persecuciones que sufrieron, siendo arrojados de las ciudades, y prohibiéndose en más de una ocasión la enseñanza de su doctrina en las escuelas públicas.

A pesar de los esfuerzos que Gassendi y algunos otros hicieron en diferentes épocas para rehabilitar la memoria y la doctrina de Epicuro, es preciso reconocer que éste, como hombre de ciencia, significa poca cosa al lado de Platón y de Aristóteles. Justifican, además, este juicio sus pueriles opiniones acerca del sistema del mundo, y principalmente acerca de la magnitud del sol y de la luna. Epicuro afirmaba con toda seriedad que el sol no es mayor de lo que a nuestra vista parece, afirmación que repite y sigue su fiel discípulo e intérprete Lucrecio, cuando escribe:

«….Nec major,
 Esse potest nostris quam sensibus esse videtur.»

Esto no obstante, la concepción cosmológica de Epicuro, tomada en conjunto, es relativamente superior y más verdadera que la de Demócrito. Cierto que la concepción cosmológica de los dos es esencialmente mecánica; pero mientras el filósofo de Abdera, procediendo con lógica más exacta y severa, establece y afirma el fatalismo o necesidad absoluta en el proceso délas causas y efectos (2), Epicuro, faltando, si se quiere, a las exigencias de la lógica, establece y admite alguna contingencia causal, fundándola en cierta declinación de los átomos (Epicurus declinatione atomi, vitari fati necessitatem putat), por medio de la cual se apartan más o menos de la línea recta y fija que debieran seguir, habida razón del peso o fuerza mecánica interna (3). Vese, por lo dicho, que la concepción cosmológica de Epicuro, sin dejar de ser mecánica en el fondo, como la de Demócrito, entraña como cierta desviación dinámica, la cual constituye su originalidad, y, si se quiere, su ventaja o progreso sobre la concepción de Demócrito, por más que, según observa con justicia Cicerón, el movimiento declinatorio de los átomos no es más que una hipótesis gratuita, una ficción inventada por Epicuro para librarse del fatum universal del Estoicismo y de la necesidad absoluta y fatalista de su maestro Demócrito. Qui aliter obsistere fato fatetur se non potuisse, nisi ad has commentitias declinationes confugisset

§ 89 – DISCÍPULOS Y SUCESORES DE EPICURO

La corrupción general que a la muerte de Epicuro se había apoderado de la Grecia y del Asia, la molicie en las costumbres, la irreligión y el descreimiento que reinaban en aquellos países, al propio tiempo que comenzaba a propagarse en Roma y en las provincias sujetas a su dominación, contribuyeron poderosamente al desarrollo, extensión y permanencia, que por espacio de siglos alcanzó la escuela epicúrea entre griegos y romanos. Bien es verdad que la importancia y mérito de sus discípulos y adeptos no corresponde a su número; pues, si se exceptúa al famoso autor del poema De rerum natura, apenas hay alguno que sea digno de especial mención.

a) Diógenes Laercio, en quien se descubre cierta predilección por Epicuro y cierta complacencia bastante significativa en la exposición de su doctrina, habla de sus discípulos y sucesores más inmediatos en los siguientes términos :

«Tuvo muchos y muy sabios discípulos, como Metrodoro Lampsaceno, el cual, desde que le conoció, jamás se apartó de él, excepto seis meses que estuvo en su casa, y se volvió luego…. Era constantísimo de ánimo contra las adversidades y contra la misma muerte, según dice Epicuro en el Primer Metrodoro. Dicen que murió siete años antes que su maestro, a los cincuenta y tres de su edad….

b) »Fue también discípulo de Epicuro Polieno de Lampsaco, hijo de Atenodoro, hombre benigno y amable, como le llamó Filodemo. Lo fue igualmente su sucesor en la escuela Hermaco de Mitilene, el cual al principio seguía la oratoria. De éste quedan excelentes libros, que son veintidós Cartas acerca de EmpédoclesDe las Matemáticas, contra Platón y contra Aristóteles. Murió en casa de Lisias este varón ilustre. Fueron también discípulos suyos Leonteo con su mujer Temistia, a la cual escribió Epicuro, y asimismo Colotes e Idomeneo, todos naturales de Lampsaco.»

c) Sucedió a Hermaco en la dirección de la escuela Polistrato; a éste sucedió Dionisio, por cuyo fallecimiento entró a regir la escuela epicúrea Basilides y después Apolodoro, autor de más de cuatrocientas obras. Su discípulo Zenón, originario de Sidón, escribió también bastantes obras, según el citado Diógenes Laercio. Filodemo, discípulo de Zenón, lo mismo que los dos Tolomeos de Alejandría, Demetrio de Lacón, Diógenes de Tarso, conservaron las tradiciones y la enseñanza de la doctrina de Epicuro, sin introducir en la misma modificaciones notables ni desarrollos científicos. Generalmente se limitaron a reproducir y popularizar la doctrina de su maestro, si bien algunos acentuaron las tendencias materiales y ateas del mismo. Los partidarios griegos del epicureismo fueron superados en este terreno por el admirador entusiasta del Grajus homo, o sea por el autor del poema De rerum natura, según veremos más adelante.

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(1) Histoire de la philos. ancien., tomo III, lib. X, cap. II.

(2) Así se desprende claramente de algunos pasajes de Lucrecio, que conocía a fondo el pensamiento de Epicuro, entre los cuales pueden citarse los siguientes:

«Ut videns initium motus a corde creari
 Ex animique voluntate id procedere primum
…………………………………………….
…………………………………………….
Quare in seminibns quoque idem fateare necesse est
Esse aliam, praeter plagas et pondera, causam
Motibus, unde haec est nobis innata potestas.»

De natura rer., 2.°, v. 269 y siguientes.

(2) «Democritus, escribe Cicerón, auctor atomorum accipere maluit, necessitate omnia fieri, quam a corporibus individuis naturales motus avellere.» De Fato, cap. X.

(3) El ya citado Cicerón escribe sobre esto: «Epicurus, cum videret, si atomi ferrentur in locum inferiorem suopte pondere, nihil fore in nostra potestate, quod esset earum motus certus et necessarius, invenit quomodo necessitatem effugeret. Ait atomum, cum pondere et gravitate directe deorsus feratur, declinare paullulum.» De natura Deor., lib. I, cap. XXV.

El estoicismo                                                                              Crisis y decadencia den la Filosofía helénica

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