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JULIANO el Apóstata – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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JULIANO

Juliano el Apóstata - Diccionario Filosófico de VoltaireSupongamos por un momento que Juliano abandonara el culto de los dioses falsos para abrazar la religión cristiana; supongamos que estudiáramos en su persona el hombre, el filósofo y el emperador; veríamos entonces que no había príncipe en el mundo que pudiera ponerse a su nivel. Si sólo hubiera vivido diez años más, es probable que hubiera dado otra forma a Europa, distinta de la que hoy tiene.

La religión cristiana dependió de su vida; los esfuerzos que hizo para destruirla consiguieron que execraran su nombre los pueblos que abrazaron dicha religión. Los sacerdotes cristianos contemporáneos suyos le acusaron de haber cometido casi todos los crímenes, porque cometió el mayor para ellos, el de humillarlos. No hace mucho tiempo que le llamaban siempre Juliano el Apóstata, y es quizás el mayor esfuerzo que hizo la razón no designarle ya con ese epíteto injurioso. Los estudios y la experiencia han hecho a los sabios tolerantes. En el Mercurio, que se publicaba en París el año 1741, no tengo presente en qué número, el autor reprende a un escritor diciéndole que faltaba al decoro público llamando «apóstata» al emperador Juliano. Si cien años atrás alguno se hubiera atrevido a no clasificarle así, le hubieran llamado ateo.

Es singular, pero es cierto, que si haciendo abstracción de las controversias en las que se enconaron los paganos y los cristianos, en las que Juliano se decidió por un partido; si no estudiamos a dicho emperador ni en las iglesias cristianas ni en los templos idólatras; si le estudiamos en su casa, en los campamentos, en las batallas, en sus costumbres, en su conducta y en sus escritos, nos convenceremos de que fue un emperador que puede ponerse al nivel de Marco Aurelio. Juliano, al que nos han pintado como un ser abominable, si no ocupa el primer sitio entre los hombres notables de la humanidad, debe ocupar el segundo. Siempre sobrio, siempre temperante, sin tener nunca queridas, acostándose en una piel de oso, y en semejante cama concediendo todavía con pesadumbre algunas horas al sueño, repartiendo el tiempo entre el estudio y los asuntos públicos, generoso, capaz de ser buen amigo, enemigo del fausto, hubiera excitado la admiración pública si se hubiese consagrado a la vida privada.

Si le estudiamos como héroe, le veremos siempre al frente de sus tropas, restableciendo la disciplina militar sin valerse del rigor, querido de sus soldados y refrenándoles; conduciendo casi siempre a sus ejércitos a pie, dándoles el ejemplo de resistir todas las fatigas; siempre victorioso en todas sus expediciones hasta el último momento de su vida, y moribundo, hacer huir a los persas. Su muerte fue la de un héroe y sus últimas palabras las de un filósofo. «Me someto —dijo— con alegría a los decretos eternos del cielo, convencido de que el que está enamorado de la vida cuando es preciso que muera, es más cobarde que el que desea morir cuando es necesario que viva.» Pasa su última hora ocupándose de la inmortalidad del alma, sin pesadumbre, sin debilidad, sometido a la Providencia. Téngase presente que el que muere de ese modo es un emperador de treinta y dos años, y véase si es lícito insultar su memoria.

Si le consideramos como emperador, veremos rehusar el título de dominus que ostentaba Constantino, aliviar a los pueblos, disminuir los impuestos, proteger las artes, hacer observar las leyes, refrenar a sus empleados y a sus ministros y evitar toda clase de corrupción.

Diez soldados cristianos se confabulan para asesinarle; descúbrese el complot y Juliano los perdona. El pueblo de Antioquía, que era insolente y voluptuoso, le insulta; y sólo se venga de él como hombre de talento; pudiendo abrumarlo con el peso de su poder imperial, sólo le hace conocer la superioridad de su genio. Comparad su proceder con el de Teodosio, que mandó degollar a todos los ciudadanas de Tesalónica por un motivo muy parecido, y juzgad de la conducta de esos dos hombres.

Algunos escritores que llamamos Padres de la Iglesia, Gregorio Nacianceno y Teodoro, creyeron que debían calumniarle porque abandonó la religión cristiana. No pensaron que el triunfo de la religión hubiera sido atraerse a ese sabio, a ese gran hombre, después de haber resistido a los tiranos.

Un escritor dice que inundó de sangre Antioquía tomando bárbara venganza. Si ese hecho público fuera verdad, lo hubieran referido los demás historiadores; pero no se ocupan de él, porque es sabido que no se derramó en Antioquía más sangre que la de las víctimas. Otro escritor se atreve a asegurar que, estando en la agonía, mirando al cielo, exclamó: «Venciste, Galileo». ¿Cómo pudo adquirir crédito un cuento tan insípido? ¿Peleó él acaso contra los cristianos? ¿Semejantes palabras eran propias de su carácter?

Hombres de ingenio más sensatos que los detractores de Juliano pueden preguntar cómo pudo suceder que un hombre de Estado, de ingenio y filósofo, como dicho emperador, abjurara el cristianismo, en cuya doctrina se habla educado, y adoptara el paganismo, cuyas ridiculeces y absurdos debía conocer. Si la razón de Juliano se rebeló contra la creencia de los misterios de la religión cristiana, debió rebelarse mucho más contra las fábulas de los paganos. Quizás estudiando el curso de su vida y observando su carácter, pueda comprenderse qué es lo que le inspiró aversión al cristianismo. El emperador Constantino, hermano de su abuelo, que estableció la religión cristiana, desde su trono se manchó con los asesinatos de su esposa, de su hijo, de su cuñado, de su sobrino y de su suegro; los tres hijos de Constantino inauguraron su funesto reinado degollando a su tío y a sus primos. Estos delitos fueron el prólogo de las guerras civiles y de los asesinatos que ensangrentaron aquellas regiones. El padre, el hermano mayor de Juliano, sus parientes y él mismo siendo niño, se vieron condenados a morir por su tío Constancio, y él pudo escapar de la matanza general. Pasó sus primeros años en el destierro, y por fin debió la salvación de la vida, de su fortuna y el título de César a la emperatriz Eusebia, esposa de su tío Constancio, que después de usar la crueldad de proscribirle en su niñez, tuvo la imprudencia de hacerle César, y luego la imprudencia todavía mayor de perseguirle. Juliano presenció la insolencia con que un obispo trató a su bienhechora Eusebia. Se llamaba Leoncio, y era obispo de Trípoli. Envió a decir a la emperatriz que no iría a visitarla si no le recibía del modo conveniente a su carácter episcopal; ella salió a recibirle hasta la puerta, obtuvo su bendición inclinándose y permaneció de pie hasta que el obispo le permitió que se sentara. Los pontífices paganos no se portaban así con las emperatrices, y esa vanidad brutal debió producir honda impresión en el espíritu del joven, que era ya apasionado de la filosofía y la sencillez.

 

Aunque Juliano vivía en el seno de una familia cristiana, era esa familia famosa por sus parricidios; aunque se trataba con los obispos de la corte, conocía que éstos eran audaces e intrigantes, y veía que se anatematizaban unos a otros; además, veía con repulsión que los partidos de Arrio y de Atanasio perturbaban el Imperio y hacían derramar ríos de sangre. Comparándolos con los paganos, observaba que éstos no tuvieron nunca guerras de religión; era, pues, natural que Juliano, por otra parte educado por filósofos paganos, fuera de día en día fortificando en su corazón el odio que debía inspirarle la religión cristiana. No es más extraño que Juliano abandone el cristianismo para consagrarse a los dioses falsos, que Constantino abandone los dioses falsos para dedicarse al cristianismo; porque es verosímil que los dos cambiaran de religión por interés del Estado, y este interés se confundió en el espíritu de Juliano con la dignidad indócil de su alma estoica.

Los sacerdotes paganos carecían de dogmas, y no obligaban a los hombres a que creyeran lo increíble; sólo exigían sacrificios, y esos sacrificios no los exigían bajo penas rigurosas; no creían constituir la primera clase del Estado, no pretendían que hubiera un Estado dentro de otro y no tenían intervención en el gobierno. Estos motivos eran suficientes para impulsar a un hombre del carácter de Juliano a decidirse por el partido de los que de ese modo opinaban. Necesitaba ser jefe de un partido, y si únicamente se hubiera declarado estoico, le hubieran combatido los sacerdotes de las dos religiones y los fanáticos de una y de otra. El pueblo no hubiera soportado entonces que su jefe se satisfaciera con la adoración pura de un ser puro y con la observancia de la justicia; necesitó, pues, optar por uno de los dos partidos que se combatían. Es, pues, creíble que Juliano se sometiera a las ceremonias paganas, como van a los templos la mayoría de los príncipes y de los grandes, arrastrados por el pueblo y aparentando con frecuencia lo que no son, manifestando creer lo que no creen. El sultán de los turcos debe bendecir a Omar; el sha de Persia debe bendecir a Alí; hasta Marco Aurelio quiso que le iniciaran en los misterios de Eleusis.

No debe, pues, sorprendernos que Juliano envileciera su razón descendiendo a observar prácticas supersticiosas; pero si que debe indignarnos Teodoro, por ser el único historiador que refiere que dicho emperador sacrificó una mujer en el templo de la Luna. Ese cuento infame debe ponerse al nivel del cuento absurdo de Amiano, que dice que el genio del Imperio se apareció a Juliano momentos antes de su muerte, y del cuento no menos ridículo que refiere que cuando Juliano quiso reedificar el templo de Jerusalén, salieron del centro de la tierra globos de fuego, cuyas llamas incendiaron las obras de los obreros. Los cristianos y los paganos inventaron fábulas referentes a Juliano. Pero las que inventaron los cristianos fueron todas calumniosas. Nadie se convencerá nunca de que un filósofo sea capaz de sacrificar a la luna una mujer y de desgarrar sus entrañas con sus propias manos. No puede obrar de ese modo un estoico rígido. Juliano no condenó a muerte a ningún cristiano; no concedía favores a sus enemigos, pero no los perseguía; era un emperador justo, que les permitía gozar sus bienes, pero que escribía contra el cristianismo como filósofo. Les toleraba el ejercicio de su religión, pero impedía que perturbaran el Estado con sus controversias sangrientas. No podían reprocharle nada más que haberlos abandonado y no pertenecer a su partido, y sin embargo, encontraron el medio de hacer odioso a la posteridad un príncipe que hubiera sido aplaudido por todo el universo si no hubiera cambiado de religión.

II

Aunque nos hemos ocupado de Juliano en el artículo titulado Apóstata, aunque hemos deplorado la horrible desgracia que tuvo de no ser cristiano, y aunque hemos hecho justicia a sus virtudes, nos creemos obligados sin embargo a escribir algunos párrafos más.

Añadimos estos párrafos por haber leído por casualidad una impostura absurda y atroz en uno de esos diccionarios pequeños que en la actualidad inundan nuestro país. En ese diccionario teológico que ha publicado un ex jesuita que se llama Paulián, repite la desacreditada fábula sobre el emperador Juliano, que, viéndose herido de muerte combatiendo contra los persas, arrojó su sangre contra el cielo: «Venciste, Galileo»; fábula cuya falsedad prueba ella misma, porque Juliano venció en combate, y Jesucristo no era el Dios de los persas. Esto no obstante, Paulián se atreve a asegurar que el hecho es incontestable. ¿Y en qué se apoya? En Teodoro, autor de insignes mentiras, que lo refiere, y aun éste lo refiere como un vago rumor, usando la palabra «se dice». Ese cuento es digno de los calumniadores que escribieron que Juliano sacrificó una mujer a la luna, y que cuando murió encontraron entre sus muebles un cofre grande lleno de cabezas.

No es ésa la única mentira y la única calumnia de que es culpable el ex jesuita Paulián. Si escritores de esa laya supieran los perjuicios que causan a nuestra religión, apoyándolas con las imposturas y con las injurias que vomitan contra los hombres más respetables, serían menos audaces y menos falsos; pero no es la religión lo que tratan de sostener. Ése es el pretexto; lo que desean es sacar productos de sus libelos, y conociendo que no los han de leer los hombres ilustrados, compilan mucho fárrago teológico con la esperanza de que sus opúsculos tengan mucha suerte en los seminarios.

Pedimos sinceramente perdón a los lectores sensatos por habernos ocupado del ex jesuita Paulián, del ex jesuita Nonotte y del ex jesuita Patoulliet; pero después de aplastar las serpientes, ¿no se nos debe permitir que aplastemos las pulgas?