JULIO CÉSAR, sus representaciones en la pintura (bellas artes)
CÉSAR (Julio)
Bellas Artes. A pesar de la importancia y celebridad del personaje, son muy escasas las representaciones auténticas que de él nos ha legado el arte antiguo pues, aparte de algunos bustos, sólo se conocen tres estatuas que con fundamento pueda afirmarse sean retratos del gran emperador romano. Nos referimos a las esculturas que existen en los Museos del Capitolio, del Louvre, y en el de los Estudios en Nápoles. En este último se conservan dos bajos relieves en los que algunos anticuarios creyeron ver, en el uno a Marco Antonio enseñando al pueblo la clámide ensangrentada de César; y en el otro la Apertura del testamento del emperador; pero estudiados con detenimiento resultaron ser dos escenas de la vida doméstica de los romanos. En la época del Renacimiento se pintaron, aunque pocos, algunos cuadros basados en escenas de la vida de César; uno de los más notables es el del Giorgione, existente en la Galería Darnley, en Inglaterra, que representa a nuestro héroe recibiendo la cabeza de Pompeyo. En la época moderna la escuela francesa ha producido algunas obras dignas de especial mención, tales como las de Boulanger, Chevenard, Court, Gérôme, etc.
Las exequias de Julio César
Cuadro de Lanfranco, Museo del Prado, núm. 280. Figuras de tamaño natural.
El cadáver del emperador, colocado sobre una pira de troncos de cedro, rodeada de vasos que contienen bálsamos y perfumes, aparece tendido sobre un gran paño de amianto, vestido con gran magnificencia y descansando la cabeza sobre un almohadón rojo bordado de oro. Mientras los sacerdotes prenden fuego a la pira, varios gladiadores combaten ante el cadáver. Asiste a la fúnebre ceremonia un numeroso gentío, que ocupa la espaciosa plaza e invade las columnatas de los templos que se divisan en el fondo, a derecha e izquierda del espectador. En primer término yacen dos gladiadores muertos. Lanfranco demostró en esta obra sus aptitudes para las composiciones grandiosas y teatrales. Ofrece el cuadro detalles muy bien estudiados, que revelan conocimiento profundo del dibujo y un claro-oscuro que, aun cuando peca de artificioso, es de buen efecto. Procede de la colección de Carlos III.
El triunfo de César
Colección de lienzos pintados al temple por A. Mantegna, existentes en el Palacio de Hampton Court, Inglaterra.
Estas pinturas, dicen algunos autores, son las mismas que Mantegna ejecutó por encargo del marqués Luis de Gonzaga para el palacio de San Sebastiano en Mantua; otros afirman que aquéllas fueron destruidas, y que las que se conservan en Hampton Court no son más que los cartones que sirvieron de modelo. Sea de ello lo que fuere, las composiciones que nos ocupan son una obra notabilísima que ha merecido los elogios de los críticos de todas las naciones. M. Ch. Blanc las describe en estos términos:
«Toda la antigüedad romana evocada desfila procesionalmente con una pompa que, para no ser enfática, está mitigada por el realismo más encantador. En esta multitud en marcha, unos son los triunfadores, otros los arrastrados por el triunfo. César, calvo y arrugado, coronado por la victoria, aparece sobre su carro arrastrado por caballos que recuerdan los bajos relieves antiguos. Síguenle soldados llevando en angarillas trofeos de armas, vasos, candelabros y las águilas del vencedor mezcladas con las banderas del vencido; vienen luego reyes y reinas, prisioneros, elefantes cubiertos de ornamentos y de ricos paños, toros adornados para el sacrificio, precedidos de flautistas y trompeteros y seguidos de sacerdotes y sacrificadores. A continuación marchan los lictores, cerrando el cortejo los oficiales del ejército; de suerte que el pueblo romano entero se agita en este friso como en los mármoles de los arcos triunfales de Tito, Septimio Severo y Constantino… Los espectadores se agolpan a las ventanas para ver desfilar el cortejo. Entre la muchedumbre, algunos detalles tomados del natural detienen un momento la atención y evitan que el estilo se convierta en enfático y sobrenatural, introduciendo las cosas íntimas de la vida en la pompa brillante y bulliciosa de espectáculo tan solemne. Un niño que se ha clavado una espina en el pie se queja a su madre de la manera más graciosa, inocente y natural.»
Vasar consideraba el Triunfo de César como la obra maestra de Mantegna, y lo mismo creía el autor, según se desprende de una carta que escribió en 1489 al marqués de Gonzaga recomendándole que no expusiera sus pinturas a las injurias del tiempo. Juzgada ya la composición, nada podemos decir de la ejecución y colorido, pues medio borrados y perdidos estos lienzos, no permiten apreciar estas cualidades.
La muerte de César
Cuadro de M. Gérôme. Colección de M. J. Allard. Este lienzo despertó en alto grado la atención del público en la Exposición Universal de París de 1867. Representa al Senado romano en el momento que el crimen acaba de consumarse. El cuerpo inanimado de César, envuelto en los pliegues de la toga, que no permiten ver más que la parte superior del rostro y el brazo derecho, aparece tendido al pie de la estatua de bronce de Pompeyo, cuyo pedestal está manchado de sangre. Los conjurados se dirigen hacia el fondo de la sala; entre ellos se distingue a Bruto y Casio. Un anciano senador huye apoyándose en un bastón mientras otro, petrificado por el terror, permanece en su asiento contemplando el cadáver. Entre las estatuas de Roma y Pompeyo se levanta el Tribunal destinado a los cónsules y al dictador; sobre las gradas rueda la silla dorada que ocupaba César. El cuadro de M. Gérôme ofrece cualidades de primer orden: la composición es original, la factura desembarazada, el color armonioso y justo, la luz cenital bien distribuida, y la exactitud arqueológica admirable. Sin embargo, se ha criticado el que los conjurados se presenten al público de espaldas y saliendo de la estancia sin apresurarse, lo cual les da aspecto de un coro de teatro abandonando la escena y, además, evita al autor el estudiar la expresión de sus fisonomías. A pesar de estas censuras la obra goza de fama universal, que juzgamos bien merecida.