Torre de Babel Ediciones

Buscar

JULIO CÉSAR, general, político y dictador romano -biografía- Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

JULIO CÉSAR, dictador, general, político, orador y escritor romano (biografía)

Índice

CÉSAR (Julio)

Biografías. Dictador romano, y una de las primeras figuras de la antigüedad; gran general, gran político, elocuente orador y escritor distinguido. Nació en Roma el 15 de julio del año 100 a. de J.C.; murió en la misma ciudad el 15 de marzo del año 44 antes de nuestra era. Individuo de la ilustre familia patricia Julia, se creía descendiente de Venus y de Eneas, y era sobrino de Mario por parte de madre. En opinión de algunos descendía también de Anco Marcio, rey de Roma. A la edad de diecisiete años fue nombrado sacerdote de Júpiter por su tío Mario, y proscrito por Sila, que le perseguía porque César no había querido separarse de su esposa Cornelia, a la que el dictador odiaba por ser hija de Cina, que había figurado entre los partidarios de Mario. Refugióse entonces en Bitinia, cerca del rey Nicomedes III, y vivió en su corte algún tiempo. César era en aquella época uno de los jóvenes más corrompidos, pues consta por el testimonio de Suetonio, de Dión Casio y Cátulo, el primero de los cuales recogió las afirmaciones de Bíbulo, Marco Bruto, Cayo Mumio y Cicerón, que se le daba públicamente el vergonzoso nombre de reina de Bitinia; que después de haber aplicado a Pompeyo el título de rey en una Asamblea se dio a César el de reina; que los soldados que acompañaban el carro triunfal de César, por las victorias conseguidas en las Galias, decían en sus cantos poéticos: «César sometió las Galias y Nicomedes a César; he aquí César que triunfa por haber sometido a las Galias, y Nicomedes, que ha sometido a César, no triunfa,» y que tuvo también este género de relaciones con un tal Murra. En Roma los personajes de mayor influencia y hasta las vestales pidieron a Sila que perdonase a César, y aquél, no sin resistencia, le concedió la vida, diciendo: «Vosotros lo queréis, sea; pero sabed que este joven destruirá algún día a la aristocracia, porque veo en él muchos Marios.» César no regresó a Italia hasta que supo la muerte del dictador, y aprovechó el tiempo que permaneció en Asia para asistir a varias campañas militares, a las órdenes de los pretores romanos, hallándose en el sitio de Mitilene bajo el mando del pretor Termo. Ya en Roma se presentó en el foro, en el que sostuvo, sin resultado favorable, varias acusaciones, en una de las que tuvo por adversario al célebre Hortensio. Durante algún tiempo observó la actitud de los partidos, buscando la ocasión oportuna de aumentar su importancia política en medio de los disturbios públicos y de las luchas de opuestas facciones. Luego, para perfeccionarse en la elocuencia, marchó a Rodas, a fin de recibir las lecciones del retórico Apolonio Molón. En el camino fue hecho prisionero por unos piratas, que le exigieron un rescate de veinte talentos (unas ciento cuatro mil trescientas pesetas). Cesar elevó esta suma hasta la cantidad de cincuenta talentos, pero anunciando a los piratas que les castigaría crucificándolos a todos. Y así sucedió en efecto, pues una vez en libertad César armó algunas naves, persiguió a los piratas, prendió a varios de éstos y los hizo morir en la cruz, pasando en seguida a Rodas. Encontrábase en esta isla cuando Mitrídates, rey del Ponto, atacó las provincias aliadas de Roma. César se trasladó al continente, juntó tropas, y, aunque no tenía misión alguna, combatió y rechazó la invasión del poderoso rey del Ponto. De vuelta en Roma (74 años antes de J. C.), cuando acababa de ser elegido individuo del Colegio de los Pontífices, buscó el favor popular por hábiles adulaciones y repartos abundantes.
Elocuente, audaz, disoluto, pródigo hasta la locura, gastaba sin medida y contraía deudas inmensas, para cuya satisfacción no tenía otros recursos que los de la guerra civil y las revoluciones. Desarrolláronse entonces sus sentimientos, o mejor, sus cálculos democráticos; quiso ser el primero en su patria, y como en el partido de la aristocracia hubiese hallado muchos rivales, prefirió abrazar la causa del pueblo, confiando en que éste sería dócil instrumento de sus planes. Sucesivamente fue nombrado tribuno militar, cuestor y edil; explotó el amor del pueblo y de los soldados al recuerdo de Mario, cuya estatua volvió a colocar en el Capitolio; apoyó a Pompeyo para que se restituyese a los tribunos de la plebe todos los derechos de que les privó Sila, y encaminó todos sus actos a favorecer las pasiones populares que mortificaban al Senado y a la aristocracia. Distribuciones, juegos, luchas de gladiadores o de animales, banquetes públicos, todo lo prodigó para aumentar su partido, y de este modo obtuvo el nombramiento de Soberano Pontífice, a pesar de sus costumbres y de sus ideas próximas al ateísmo. No mucho después fue elegido cuestor provincial y enviado a España (69). Pretor en los momentos en que la conjuración de Catilina era descubierta, culpósele de complicidad en ella. No pudieron, sin embargo, sus enemigos encontrar quien le delatara; pero las sospechas contra él crecieron cuando en el Senado pronunció una arenga muy elocuente, defendiendo que los partidarios de Catilina no podían ser ejecutados como reos de lesa nación, porque las leyes prohibían dar muerte a un romano. Todos los senadores le aplaudieron; mas el severo Catón habló en sentido inverso, y el Senado aceptó la opinión de este último, trocándose en censuras los elogios antes prodigados a César

Uno de los senadores se ofreció a probar que César había estado en connivencia con Catilina; pero Cicerón rechazó esta propuesta, temiendo que el mucho crédito de que disfrutaba César pudiera salvar a los demás conspiradores y dar el triunfo a Catilina. Disuelto el Senado vio Cicerón que los caballeros que estaban de guardia le miraban fijamente, con la punta de sus espadas vuelta contra César; esperando que les hiciera alguna señal para matarle. Cicerón les indicó con sus miradas muy significativas que le dejaran salir sin ofenderle, persuadido de que un acto tan ilegal y alevoso perjudicaría a la causa de la República. Durante la pretura de César un joven patricio corrompido, Publio Clodio, se introdujo por la noche, disfrazado de mujer, en casa del pretor (mientras se celebraban las fiestas de la Buena Diosa) con el propósito de acercarse a Pompeya, esposa de César e hija de Pompeyo Rufo y de acuerdo con ella. Descubierto y expulsado, Clodio fue sometido a un proceso como sacrílego, si bien logró ser absuelto porque el pueblo se declaró en su favor, y por la venalidad de los jueces. César, no obstante, repudio a Pompeya, e intimado a formular sus cargos contra Clodio, contestó que nada sabía. Entonces le preguntaron qué motivos le impulsaron a repudiar a su mujer, y el ofendido esposo contestó: «La mujer de César no sólo ha de ser buena, sino que también ha de parecerlo.»

Terminado el tiempo de su pretura, César fue destinado por suerte (año 61) para el gobierno de la España Ulterior, y aunque sus acreedores se opusieron a su partida, pudo salir para la península después que Craso, el hombre más opulento de Roma, salió fiador de César y se obligó a pagar a los que se negaban a concederle plazos, dando una fianza que ascendía a 830 talentos (3.216.240 pesetas). Al atravesar los Alpes, llegó a una pequeña aldea cuyos habitantes, sumidos en la más extremada miseria, hirieron en tales términos la vista de los romanos, que algunos amigos de César le dijeron en tono satírico: «Sería bueno averiguar si en esta aldea se solicitan con anhelo los cargos, y si los primeros puestos excitan rivalidad y grandes disputas.» A lo que respondió César en actitud grave: «Mejor quisiera ser el primero entre estos pobres bárbaros que el segundo en Roma.» La primera vez que César vino a la península en calidad de cuestor, vertió lágrimas ante un busto de Alejandro Magno que adornaba el templo de Hércules en Cádiz, diciendo a los que le preguntaron la causa de su aflicción: «¿Creéis que no son justas mis lágrimas, cuando considero que Alejandro a mi edad había sometido tantos pueblos, y que yo no he hecho todavía nada memorable?» Al pisar de nuevo el suelo hispano, ya como pretor de la región citada, conocía César, por su visita anterior, las costumbres y leyes de los pueblos de la península. Gozaba a la sazón ésta de gran tranquilidad; pero como el pretor necesitaba gloria militar y riquezas, marchó con 15.000 hombres hacia el monte Herminio, hoy sierra de la Estrella, y acuchilló a los habitantes que se negaron a establecerse en el llano, y alcanzando en la fuga a los demás que con sus familias y ganados huían hacia Galicia, mató a cuantos pudo hallar, mostrándose violento y cruel en demasía, si bien no dejó de experimentar algún contratiempo. Al mando de una pequeña escuadra recorrió las costas de Galicia, tocando en el Golfo de Betanzos y desembarcando en el puerto de la Coruña. Los habitantes de aquellas regiones, que veían por primera vez a los romanos, se sometieron sin oponer resistencia, y César, que había dominado enteramente la Lusitania, y a los que los historiadores romanos llaman galacios lucenses, regresó a Italia con oro abundante para satisfacer sus deudas y comprar partidarios. Justo es declarar, sin embargo, que prestó a España servicios realmente útiles, entre ellos el de dar una ley favorable al comercio y a la agricultura, cuyo preámbulo escribió él mismo con mucha elegancia. A su regreso a Italia renunció César a los honores del triunfo, y alcanzó, por el crédito de Pompeyo y Craso, el consulado, y estos tres famosos hombres formaron entonces (60) una especie de asociación para dominar a la República. Esto es lo que en la historia se conoce con el nombre de primer triunvirato

      Cada uno de los triunviros aspiraba a dominar exclusivamente en su patria; pero la necesidad les obligó a unirse para triunfar de todos sus demás enemigos y preparar el día en que el más poderoso se librara de sus colegas. Pompeyo tenía gran popularidad por sus victorias; Craso debía su influencia a sus grandes riquezas; César poseía un vasto genio político y militar, que realmente le hacía superior a los otros dos.

Apenas revestido de la autoridad consular, en la que tenía por colega a Bíbulo, obró como un dictador y anuló de tal modo a éste, que se decía en Roma: «No estamos en el consulado de César y de Bíbulo, sino en el consulado de Julio y de César.» Fuerte con el apoyo del pueblo, obró casi como un soberano y propuso una ley agraria redactada en términos tan comedidos y moderados, que los senadores no osaron rechazarla. César declaró que no quería adoptar medida ninguna sin el consentimiento previo del Senado, y decía que se abstendría en la votación para que no se creyese que deseaba nombrar amigos suyos para efectuar el reparto de tierras que en la ley se proponía,. Retardaron los senadores cada día más su consentimiento; pretendieron más tarde, siguiendo la conducta de Bíbulo y Catón, oponerse a la proposición de César; mas éste convocó al pueblo, y la actitud de los convocados y la más enérgica de Pompeyo y Craso triunfaron de los senadores, y la ley fue aprobada. Los triunviros, no contentos con gobernar la República a su capricho, mostraron cierto espíritu de venganza, que infundía temor a los hombres más resueltos y poderosos. César se enlazó en matrimonio con Calpurnia, hija de Lucio Pisón, próximo a suceder en el consulado y casó a su hija Julia con Pompeyo. Por este doble parentesco afirmó su poder, y mediante la protección del suegro y del yerno obtuvo por cinco años el gobierno de la Galia Cisalpina y de la Iliria, regiones a las que el Senado agregó la Galia Transalpina. Su gobierno duró nueve años porque logró que se le prorrogase el tiempo de su mando.
La noticia de que los helvecios habían abandonado su país con ánimo de pasar a las Galias por el camino de Ginebra obligó a César a salir precipitadamente de Roma. En el breve espacio de ocho días llegó a orillas del Ródano, derrotó muy pronto a los helvecios, y triunfando de numerosos obstáculos, logró que los vencidos regresaran a su país. En seguida luchó contra Ariovisto, rey de los germanos, que tenía oprimidos a los eduos, secuanos y otros pueblos de la Galia, y alcanzando sobre él una señalada victoria, logró que Ariovisto huyese hasta más allá del Rhin, año 58. No es posible seguir paso a paso los triunfos de César en las Galias. Queda referida la primera campaña. En la segunda conquistó (57) la Bélgica; en la tercera (56) la Aquitania y la Armórica; en la cuarta (55) hizo dos expediciones, una a la Germania y otra a la Bretaña. En la quinta (54) dominó la parte meridional de esta isla. En lo sucesivo tuvo que desorganizar las coaliciones de varios pueblos galos, siendo la más formidable la promovida por Vercingetorix, que terminó en el sitio y toma de Alesia (51), quedando sometida la Galia. Unas ochocientas plazas y más de trescientos pueblos sometió César en estas campañas. Más de tres millones de hombres reconocieron la autoridad de Roma, y todo el país hasta el Rhin a quedó reducido provincia romana. Para llegar a resultados tan gloriosos realizó César cosas prodigiosas: aprovechó las disensiones de unos pueblos; provocó a otros; compartió las fatigas y peligros con sus soldados; marchó por la Galia, sin temor a la lluvia, a la cabeza de sus legiones; atravesó a nado los ríos; escribió sus famosos Comentarios; halló tiempo para dictar a cuatro secretarios a la vez; dio muerte a dos millones de hombres; franqueó con singular arrojo las montañas del Jura y de Auvernia, los bosques de encinas del centro de la Galia y de la Armórica, los terrenos pantanosos del Mosa y de Flandes, las llanuras cenagosas y las selvas vírgenes del Sena; abrióse muchas veces camino con el hacha en la mano o improvisando puentes, y, en suma, demostró que poseía el genio de los grandes capitanes al mismo tiempo que el valor de un modesto soldado. Por esta conquista todas las riquezas de la Galia vinieron a manos de César, que las repartía en Roma, comprando todas las conciencias venales, las del pueblo, las de los magistrados, las de los senadores, y agitando continuamente a la ciudad, donde, a pesar de su ausencia, era poderoso. Para asegurarse la neutralidad del cónsul Emilio Paulo, pagó 7.500.000 pesetas; para atraerse al tribuno Curión, dos millones. Para ganar la voluntad de Veleyo Patérculo, doce millones. Estos tres ejemplos sólo dan una pálida idea de los inmensos tesoros que César adquirió en las Galias.

En este país, para aterrar a los pueblos, mandó con frecuencia cortar una mano a los prisioneros; mas, en general, con los vencidos se mostró clemente y humano, y disminuyó los tributos que aquellos pueblos pagaban, y con los mejores guerreros de las citadas regiones organizó una legión completa, que más tarde asoció a sus triunfos en la guerra civil. Un corto número de ciudadanos seguía combatiéndole en Roma, y alguno de sus enemigos pidió que César, en expiación, fuese entregado a los pueblos aliados de Roma que habían sido atacados por aquél; pero el brillo de sus victorias hizo que no prosperase tal petición. César obraba como un rey sin consultar al Senado ni a los cónsules; su ambición le hizo sospechoso, y se trató de quitarle un mando en el que parecía amenazar a la República. En tal sentido habló el cónsul Marcelo ante el Senado, mas su proposición fue rechazada. El Senado, necesitado de apoyo, lo buscó en Pompeyo, ya irritado contra César, con quien, desde la muerte de Craso y de Julia, no le unían ya los lazos de la política ni los del parentesco. César solicitó la prórroga de su gobierno en las Galias, que se le había conferido con el título de procónsul, y cuando supo que por las gestiones de Marcelo y de Pompeyo el Senado había rechazado su petición, apoyó su mano en el puño de la espada y dijo, en presencia de sus oficiales: «Ésta me dará lo que Pompeyo me niega.» Pompeyo, para debilitar el partido de César, logró que se concediesen los primeros cargos de la República a los enemigos personales de su rival, y los elegidos trataron a toda costa de perder a César. Éste se libró de todas las asechanzas comprando generosamente a unos e inutilizando a otros, sin presentarse abiertamente como enemigo de Pompeyo. El tribuno Escribonio Curio propuso al Senado y al pueblo que se concediera la continuación del ejercicio de su cargo a César en las Galias y a Pompeyo en España. Los senadores, intimidados por el pueblo, no osaron votar en aquel asunto. Resolvióse, al cabo, por los senadores que César dejase el mando de las legiones si no quería ser tratado como enemigo de la patria. Los tres tribunos Cesio Longino, Marco Antonio y Curión, protestaron contra este decreto y, expulsados vergonzosamente del Senado por los cónsules, se refugiaron en el campamento de César. Los senadores, no bien supieron esta deserción, ordenaron por decreto que los cónsules, el procónsul, Pompeyo y todos los que en otro tiempo habían ejercido la potestad consular y se hallaban en Roma o en sus contornos acudiesen a los medios más eficaces para defender la patria en peligro. El citado decreto daba también por terminado el gobierno de César en las Galias y su mando en el ejército, cargos que se conferían a Lucio Domicio. Hallábase César en Rávena y, aunque sólo tenía a sus órdenes cinco o seis mil hombres, se decidió a romper las hostilidades. Así pues, llegó a las orillas del Rubicón, pequeño río de la costa del Adriático y límite de su gobierno. Detúvose en aquel punto, diciendo a sus amigos: «Si no paso el Rubicón lo he perdido todo, y si lo paso, ¡en cuántas desgracias envolveré a Roma!» Guardó silencio por algunos instantes y, resuelto al fin, se lanzó impetuosamente al agua, pronunciando su célebre frase Alea jacta est: la suerte está echada. Con esto dio comienzo a la guerra civil (49) y marchó sobre Roma, dice en sus Comentarios, «para restablecer a los tribunos en su dignidad y para devolver la libertad al pueblo oprimido por un puñado de facciosos

El terror se apoderó de los habitantes de Roma cuando supieron que César se acercaba a la ciudad. Pompeyo y todos los enemigos del conquistador de las Galias se retiraron a Capua, de allí marcharon a Brindis, y en este punto se embarcaron con rumbo al Epiro. César, que había sitiado a Brindis, dominó en Sicilia y Cerdeña, recorrió la Italia en medio de las aclamaciones de los pueblos, estableció su cuartel en los arrabales de la gran metrópoli y, restablecidos en sus puestos los tribunos, recibió en su campamento a los senadores que no habían huido, les explicó las razones por las que había hecho uso de la fuerza, reanimó las esperanzas de los que creían que la libertad iba a perecer, y propuso que se enviase una diputación a Pompeyo, a fin de arreglar amistosamente sus desavenencias y evitar una guerra civil. Todos los senadores se negaron a cumplir este deseo, y César, para continuar la guerra, se decidió a sacar del Tesoro público las cantidades que necesitaba. El tribuno Metelo le cerró el paso cuando César pretendía entrar en el templo de Saturno, en donde se guardaba dicho tesoro; pero se retiró lleno de espanto cuando César, apretando el puño de su espada, dijo que le quitaría la vida y, mirándole con fiereza, añadió: «Sabes muy bien que me cuesta más proferir estas amenazas que ejecutarlas.» De este modo pudo disponer César de 300.000 libras de oro que allí se guardaban. Arregló los asuntos de Roma y vino a España para luchar contra los lugartenientes de Pompeyo, que lo eran Afranio, Petreyo y Varrón.

El último estaba en la Lusitania con 10.000 hombres: los otros dos en Cataluña con un ejército de 70.000 soldados. Vencidos estos últimos en las orillas del Segre y en las cercanías de Lérida, no sin una resistencia heroica, logró César la amistad de muchos pueblos del oriente de España, se atrajo también, por medios pacíficos, la voluntad de muchos pueblos de la Bética, y consiguió que Varrón se sometiera. De España volvió a Roma, donde fue nombrado dictador, y desarrolló una política benéfica y conciliadora. Permitió que regresaran a sus casas los desterrados; otorgó los derechos de la ciudadanía romana a todos los galos que habitaban allende el Po; proveyó, como Sumo Pontífice, las vacantes de los colegios sacerdotales; redujo a una cuarta parte los intereses de todas las deudas contraídas desde el principio de las turbulencias civiles, y al cabo de once días renunció la dictadura, si bien antes se hizo elegir cónsul en compañía de Servilio Isaurico, uno de sus más celosos partidarios. En seguida se trasladó a Brindis y, embarcando cinco legiones y 600 caballos, se dio a la vela con rumbo a Grecia; desembarcó en Caonia, ciudad septentrional del Epiro; aguardó la llegada del resto de sus tropas; propuso la paz Pompeyo en condiciones honrosas y, cuando éstas fueron rechazadas, venció a su rival en la célebre batalla de Farsalia (6 de agosto del año 48 a. de J. C.) En la tienda del vencido halló la caja en que éste guardaba las cartas que le habían enviado los de su partido o los que se mantuvieron neutrales; pero las quemó todas sin haberlas leído, diciendo que quería más bien ignorar los crímenes que verse obligado a castigarlos. Dos días después de la batalla partió en busca de su enemigo, avanzando a marchas dobles. Pompeyo, fugitivo, llegó a Larisa, después de vagar por algunos lugares se embarcó y pudo pasar al Asia, y más tarde al África. César, que corría en persecución de su rival, desembarcó también en Asia y posteriormente en Egipto. Los hechos que allí realizó pueden verse en el artículo CLEOPATRA. Desde Egipto se trasladó a Siria, atravesó la Galacia, perdonó a Deyotaro, rey de este país y partidario de Pompeyo, y penetró en el reino del Ponto, venciendo sólo en tres días a su rey Farnaces. Asombrado César de su rápido triunfo, escribió a su amigo Aminicio o Anicio estas palabras memorables: «Veni, vidi, vici»: he venido, he visto, he vencido. Arreglados los negocios de la República en el Asia, pasó a Grecia, obligó a los recaudadores de las contribuciones a entregarle el dinero que debían cobrar los cuestores de Roma, y se trasladó a Italia. Ya en la metrópoli, perdonó a sus enemigos; puso término a los desórdenes que en la misma reinaban; distrajo a los ciudadanos con espectáculos magníficos; eximió del pago a los que tenían en arrendamiento casas pertenecientes al Estado; confiscó y vendió en pública subasta los bienes de Pompeyo y los de los romanos que aún le hostilizaban con la fuerza de las armas; llenó el Senado de instrumentos suyos, y logró que se confiasen las magistraturas a sus más leales partidarios. En premio a sus hazañas obtuvo la dictadura decenal y, sin renunciarla, quiso ser también cónsul después de Fulvio Caleno y Vatinio, asociándose por colega a Emilio Lépido. En el año 46 corrió al África, y en la batalla de Tapso derrotó a los restos de los republicanos. Toda el África quedó sometida. Catón se suicidó y, al saberlo César, pronunció estas hermosas palabras: «Te envidio la muerte, porque tú me has quitado la gloria de conservarte la vida.» El vencedor declaró provincias romanas a la Numidia y la Mauritania; mandó reedificar a Cartago y Corinto y regresó a Roma. El Senado y el pueblo le colmaron de honores; se ordenó que se hicieran grandes sacrificios y rogativas a los dioses durante cuarenta días para que custodiaran la vida de César; un decreto triplicó sus guardias y duplicó el número de los lictores que le acompañaban como dictador. Se le concedió a él solo la dignidad de censor, cambiando su título por el de reformador de las costumbres, porque se juzgó algo humillante y poco noble la palabra censor. Se declaró que la persona de César era sagrada e inviolable, y para distinguirlo entre sus conciudadanos se decretó que ocuparía durante toda su vida un asiento al lado de los cónsules; que sería el primero en dar su voto en todas las deliberaciones públicas; que ocuparía en todos los espectáculos una silla curul, y que ésta no se quitaría después de su muerte, para perpetuar su honrosa memoria.

La adulación se llevó hasta el extremo de decretar que se colocaría una estatua del dictador en el Capitolio, al lado de la de Júpiter, con esta inscripción en el pedestal: A César semidiós. César perdonó a todos sus enemigos y convocó al pueblo para manifestarle que había conquistado un país, el África, tan rico y tan vasto, que podía suministrar a Roma trigo en abundancia y otros productos de primera necesidad. Pueblo y Senado decretaron que César tuviese todos los honores mas solemnes del triunfo, y el dictador celebró cuatro de éstos, que fueron los de las Galias, Egipto, Ponto y Numidia, en un solo mes. Los vasos de oro y plata que adornaban los cuatro triunfos valían 240.000.000 de pesetas sin contar 1.822 coronas de oro, que pesaban 15.000 libras y que eran dones que César había recibido durante el curso de sus victorias. Estas cantidades inmensas sirvieron para pagar el sueldo a las tropas, para cubrir sus atrasos, para regalar a cada soldado 3.000 pesetas, 6.000 a cada centurión y 9.000 a cada tribuno y oficial de caballería. Además César dio a cada individuo del pueblo diez modios de trigo, otras tantas ánforas de aceite, y cien, o según dicen algunos, 300 denarios, moneda que en tiempo de César tenia el valor de doce pesetas y media. No contento todavía, obsequió al pueblo con un gran banquete en el que hubo 22.000 mesas y se sirvieron las viandas y los vinos más costosos y exquisitos, y distrajo a los romanos con un combate de 2.000 gladiadores, con simulacros bélicos, terrestres y marítimos, figurando en alguno de ellos hasta tres o cuatro mil combatientes, y con otros espectáculos no menos suntuosos. Otorgó privilegios a las familias de los que habían perecido en las guerras civiles, sin distinción de partidos; llamó a los expatriados, atrajo a Roma a todos los hombres notables en las ciencias y en las artes, concediéndoles el derecho de ciudadanía; prohibió que se ausentaran de la capital por más de tres años los ciudadanos que contasen más de veinte años y menos de cuarenta de edad; adoptó medidas muy rigurosas contra el lujo; confió la administración de justicia a los senadores y a los caballeros conocidos por su probidad, reservándose únicamente la de la Hacienda pública; dispuso que ningún pretor conservara el gobierno de una provincia por más de un año, y ningún varón consular por más de dos, y logró con sus disposiciones gubernativas centralizar de tal modo los poderes, que la República sólo existía de nombre. Reformó también el calendario (Véase esta palabra); fue nombrado padre de la patria y, por voluntad del Senado, se dio el nombre de Julius al mes Quintilis; se organizó un cuerpo de sacerdotes Julianos, y hubo templos, altares y un culto destinados a honrar a César.
El año 45 vino a España para luchar contra los hijos de Pompeyo, y César, ese monstruo activitatis, como le llamaba Cicerón, los derrotó en la batalla de Munda, y siete meses después de su salida de Roma pudo regresar a la metrópoli, porque España estaba sometida. Presentóse con gran pompa; celebró uno de sus más memorables triunfos; ofreció a la vista del pueblo las riquezas que había reunido en la península con grave perjuicio de los vencidos; licenció sus guardias; aceptó los honores inusitados que el Sellado le prodigó; fue nombrado dictador perpetuo, cónsul, tribuno, imperator, general en jefe y Pontífice; fueron sometidos a su autoridad todos los magistrados, sin excluir a los tribunos del pueblo, y se le concedió el derecho de alistar tropas, declarar la guerra y hacer la paz; pero abusando de su poder despreció César las costumbres del país, ya creando magistrados por un período de tiempo más largo que el ordinario, ya concediendo el derecho de ciudadanía y un puesto en en Senado a galos semi-bárbaros, ya dando la inspección de las monedas y la cobranza de los impuestos a alguno de sus esclavos, ya confiando el mando de las legiones a hombres corrompidos, ya pretendiendo que sus palabras tuvieran fuerza de ley, ya infundiendo la sospecha de que aspiraba al título de rey despreciado por los romanos.

Díjose además que pensaba trasladarse a Alejandría y llevar consigo todas las riquezas del Imperio, y él mismo dio armas a los que meditaban su muerte, que vino a cortar la realización de grandes proyectos, entre los que se contaban la formación de un Código de leyes, la unión del Mediterráneo y del Mar Rojo a través del istmo de Suez, y las reformas necesarias para hacer de Roma la capital del mundo y de Ostia el primer puerto del Mediterráneo.

Eran jefes de la conjuración Marco Bruto y Casio. El día de los idus de marzo debía reunirse el Senado para conceder a César el título de rey. Los conjurados, que eran setenta, se decidieron a darle muerte para no votar aquel decreto. Todos concurrieron a la Asamblea silenciosos, ocultando el puñal bajo la toga, interrogándose con la mirada. César, que tenía el presentimiento de su próxima muerte, no pensaba asistir al Senado aquel día. Décimo Bruto, a quien no hay que confundir con el jefe de la conspiración, le persuadió para que concurriera, y le sacó casi a la fuerza de su casa. En el camino, cierto Artemidoro, natural de la isla de Cuido, entregó al dictador un papel, y le dijo: «Léelo pronto, porque contiene cosas que te interesan muy de cerca.» Este hombre era acaso el mismo de quien dice Suetonio que dio a César una esquela en la que descubría la conspiración próxima a estallar. César unió aquel papel a otros que llevaba en la mano izquierda, y comenzó a leerle más de una vez; pero no pudo terminar su lectura, interrumpido por muchas personas que le dirigían la palabra. Cuando llegó a la puerta de la sala en donde estaban reunidos los senadores, Popilio Lena, uno de los conjurados, habló en voz baja a César, que parecía escucharle atentamente. Esto puso en alarma a los demás conspiradores, y Casio buscó su puñal para matarse. Bruto examinó la fisonomía de los dos interlocutores, y con una mirada tranquilizó a los demás conjurados. Todos los senadores se levantaron para manifestar su respeto al dictador, y antes de que éste ocupara su silla, que estaba colocada en medio de la sala, se pusieron detrás algunos conspiradores; otros se acercaron bajo pretexto de rogarle que levantase el destierro al hermano de Metelo Cimber. Al mismo tiempo Trebonio, para impedir que Marco Antonio defendiese a César, le llevó con engaños fuera de la sala. Sentado César, los conjurados insistieron en su petición. Rechazóla el dictador, y viendo que seguían suplicándole con importunidad, les dirigió palabras muy severas y les mandó retirarse. Entonces Metelo Cimber cogió con las dos manos la toga de César y la alzó hasta los hombros. Ésta era la señal convenida. El dictador, indignado, volvió la cabeza, y Servilio Casca le hirió con su puñal en el cuello. Rechazóle César con energía, diciendo: «¿Qué haces, infame Casca?» Pero los demás conjurados le acometieron, y César, al ver que le hería también Marco Bruto, no opuso resistencia, y pronunciando su célebre frase: «¡Tú también, hijo mío!», se cubrió la cabeza y el rostro con su toga, y después de haber recibido veintitrés puñaladas, sin proferir ni una sola palabra de queja o dolor, cayó expirante a los pies de la estatua de Pompeyo. Así murió el que Merivale retrata en los siguientes términos: «Los informes que tenemos sobre la persona de César le representan pálido de semblante, con los ojos sombríos y de penetrante mirada, nariz aguileña, cabeza calva y sin barba. En su juventud era notablemente hermoso, pero con una belleza un poco afeminada…; su calvicie, que le obligaba a echar sus cabellos sobre la frente, era considerada como deformidad por los romanos y, por otra parte, la exuberancia de su labio inferior, que se halla en sus mejores bustos, debía deformar ciertamente las líneas esculturales de su admirable perfil… Hay gran disparidad entre los bustos y las medallas. Los primeros, más vivos, más reales, presentan una cabeza larga, estrecha, más alta que ancha, surcada de arrugas profundas, que pueden ser el producto de la enfermedad, de grandes trabajos del espíritu y de los desórdenes. Por el contrario las medallas no han dado las líneas de esa figura heroica y majestuosa en la que reconocemos la de César.»

Julio César, como político, representa el triunfo del partido popular o, mejor todavía, el triunfo del principio de igualdad política de todos los pueblos. Como general figura entre los mejores capitanes de todos los siglos. Como poeta, compuso un poema, El Viaje, en el camino de Roma a España: esta composición se ha perdido. También escribió una tragedia, Edippo, y unos ensayos poéticos de su juventud, Poemata, pero a nosotros sólo han llegado algunos exámetros de gusto severo y elegante que hubiesen aceptado como suyos Lucrecio y Catulo, y que muestran que César sólo necesitaba querer para contarse entre los favoritos de las musas. Tampoco han llegado a nosotros más que noticias o algunos fragmentos de las obras siguientes: De astris, libro que estudiaba los movimientos de los cuerpos celestes; Apophthegmata, colección de agudezas; El Anti-Catón, obra en dos libros escrita para contestar al Catón de Marco Tulio; un tratado sobre los Augures y los Auspicios; otro De ratione latine locuendi; un Tratado de Analogía, elogiado por Cicerón, y Epigramas. Como orador fue juzgado por Cicerón como expresan estas líneas: «César ha perfeccionado diariamente su talento por continuos ejercicios. También su estilo está lleno de expresiones escogidas. La sonoridad de su voz, la dignidad de su gesto dan gracia y lustre a sus palabras, y todo concurre tan dichosamente en él, que yo creo que no le falta una sola de las cualidades del orador… César es acaso entre todos nuestros oradores el que habla la lengua latina con mayor pureza… César, tomando la razón por guía, corrige los vicios y la corrupción del uso por un uso más puro y un gusto más severo… Su declamación es brillante y llena de franqueza; su voz, su gesto, todo su exterior tiene algo de noble y majestuoso.» Como historiador, César escribió sus conocidos Comentarios de la guerra de las Galias, en siete libros, y los Comentarios de la guerra civil, en tres libros. El octavo libro de la Guerra de las Galias y los de las Guerras de Alejandría y de África son de Aulo Hircio. Las Guerras de España son de autor desconocido. Los Comentarios de la guerra de las Galias, aparte su gran interés histórico, brillan por la pureza del estilo, por la sobriedad y concisión, y, aunque fueron apuntaciones diarias redactadas deprisa y sin pretensión alguna, figuran entre los libros clásicos en todo el mundo. Otro tanto podemos decir de los Comentarios de la guerra civil, si bien en éstos se nota cierta parcialidad.