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Torre de Babel Ediciones

LA CONCIENCIA MORAL, dispoción humana natural – Voltaire-Diccionario Filosófico

Comida, comida prohibida o peligrosa

Voltaire – Diccionario Filosófico  

► Concilios

 

CONCIENCIA

De la conciencia del bien y del mal

Conciencia moral - Diccionario Filosófico de VoltaireLocke demostró que no tenemos ideas innatas ni principios innatos; pero se vio obligado a demostrarlo minuciosamente, porque entonces se creía en el mundo todo lo contrario. De esa afirmación se deduce evidentemente que necesitamos que entren en nuestro cerebro buenas ideas y excelentes principios, para que podamos usar bien la facultad que se llama entendimiento.

Locke presenta como ejemplo a los salvajes que matan y se comen a su prójimo sin remordimiento de conciencia, y a los soldados cristianos, que, estando más civilizados, cuando toman por asalto una ciudad, saquean, degüellan y violan no sólo sin remordimientos, sino con gloria, excitando los aplausos de sus camaradas.

Es indudable que en las matanzas de la noche de San Bartolomé y en los autos de fe de la Inquisición, no les remordió la conciencia a los asesinos que intervinieron en tales actos: matar hombres, mujeres y niños y hacer morir en el tormento a los desgraciados que no habían cometido otro crimen que celebrar la Pascua de un modo diferente que los inquisidores.

De los casos que acabamos de citar, se deduce que nuestra conciencia la inspira la época, el ejemplo, el temperamento y la reflexión.

El hombre nació sin ningún principio, pero con la facultad de recibir todos los principios; su temperamento puede inclinarle más a la crueldad que a la dulzura, o viceversa; su entendimiento le hará comprender un día que el cuadrado de doce es ciento cuarenta y cuatro, que no debe hacerse a los demás lo que no queremos para nosotros; pero no podrá comprender por sí mismo esas verdades en su infancia, porque no entenderá la primera y no sentirá la segunda.

El niño salvaje que tuviese hambre, y al que su padre diera a comer un pedazo de carne de otro salvaje, pediría al día siguiente igual alimento, sin sospechar siquiera que no debe tratarse al prójimo como no quisiéramos nosotros ser tratados, y procedería maquinal e invenciblemente del modo contrario que enseña esa eterna verdad.

La Naturaleza cuidó de evitar que cayésemos en semejantes horrores, predisponiendo al hombre a la compasión y dándole aptitud para comprender la verdad. Esos dos dones que recibimos de Dios son los cimientos de la sociedad civil; los que consiguen que haya en el mundo pocos antropófagos y hacen que sea tolerable la vida en las naciones civilizadas. Los padres y las madres dan a sus hijos la educación que los convierte pronto en hombres sociales y los dota de conciencia. La religión y la moral puras que inspiran a los niños desde que nacen forman de tal modo la naturaleza humana, que desde los siete hasta los diez y seis o diez y siete años no cometemos una mala acción sin que la conciencia nos la reproche. Luego nacen en nosotros las pasiones violentas que atacan a la conciencia y algunas veces la ahogan, y durante tal conflicto, los hombres que se ven atormentados por esa tempestad consultan muchas veces a otros hombres, como cuando están enfermos consultan a los que tienen salud. Este proceder dio origen a los casuistas, o sea a los que deciden de los casos de conciencia. Fue Cicerón uno de los casuistas más sabios en el libro que titula De los oficios, en el cual trata de los deberes del hombre y examina las materias más delicadas. Pero mucho tiempo antes que él, Zaratustra dictó reglas para dirigir la conciencia, sentando este hermoso precepto: «En la duda de si una acción es buena o mala, abstente de realizarla».

II

Si un juez debe juzgar según su conciencia o según las pruebas

Tomás de Aquino, sois un gran santo y un gran teólogo; ningún dominico os venerará tanto como yo; pero decidís en vuestra Summa que el juez debe proceder según las alegaciones y según las supuestas pruebas contra un acusado cuya inocencia reconoce. Pretendéis que las declaraciones de los testigos, que precisamente han de ser falsas; que las pruebas que resulten del proceso, que precisamente han de ser impertinentes, deben prevalecer sobre el testimonio de los ojos del juez, que vieron que otro cometió el crimen, y en vuestra opinión, debe condenar al acusado cuando su conciencia le dice que es inocente. En vuestra opinión, pongo por caso, si el juez mismo hubiera cometido el crimen de que se trata, debía condenar al hombre a quien se lo imputan.

Pero yo, siguiendo los impulsos de mi conciencia, creo, ilustre santo, que os habéis equivocado del modo más absurdo y más horrible. Es muy extraño que, poseyendo el derecho canónico, desconozcáis el derecho natural. El primer deber del magistrado consiste en ser justo, antes que en ser buen legista. Si, fundándome en pruebas que no pueden pasar de ser probabilidades, sentencio a un acusado cuya inocencia me consta, me consideraría un necio y un asesino.

Por fortuna, todos los tribunales del universo piensan de otro modo que Santo Tomás. Ignoro si Farinacio y Grillando son de esa opinión; pero si encontráis en el otro mundo alguna vez a Cicerón, a Ulpiano, a Triboniano, al canciller L’Hópital y al canciller Aguesseau, pedidles que os perdonen el error en que incurristeis.

III

De la conciencia falaz

Lo mejor que se ha escrito sobre esta cuestión importante se encuentra en el libro cómico titulado Tristram Shandy, que escribió el célebre cura irlandés Sterne, cuyo libro se parece a las pequeñas sátiras antiguas que contenían esencias preciosas.

Dos veteranos capitanes que están a media paga, reunidos con el doctor Slop, discutían las cuestiones más ridículas. Una de ellas versaba sobre un memorial que un cirujano presentó a la Sorbona, pidiendo permiso para bautizar a los niños en el vientre de sus madres por medio de una jeringuilla que introduciría en el útero, sin herir a la madre ni al niño. En otra sesión hacen que un cabo de escuadra les lea un sermón sobre la conciencia, compuesto por Sterne. En dicho sermón, entre muchas pinturas superiores a las de Rembrandt, retrata a un hombre de mundo que pasa los días entregado a los placeres de la mesa, del juego y de la crápula, no haciendo nada criminal, y por consecuencia, no teniendo nada que reprocharse. Su conciencia y su honor le acompañan a los espectáculos, al juego y a la casa de la querida, que paga espléndidamente. Vive alegremente y muere sin el menor remordimiento. El doctor Slop interrumpe al lector para decir que es imposible que eso suceda en la Iglesia anglicana, pues esto no puede suceder mas que entre papistas. El cura Sterne cita el ejemplo de David, que tiene, según él dice, unas veces la conciencia delicada e ilustrada, y otras dura y tenebrosa. Pudiendo matar a su rey en una caverna, se satisface con cortarle un pedazo de su vestidura: he aquí una conciencia delicada. Pasa un año entero sin que le remuerda la conciencia por vivir adúlteramente con Betsabé, ni por el asesinato de Urías. He aquí la conciencia endurecida y poco ilustrada. «Así son —dice Sterne— la mayor parte de los hombres.»

Reconocemos que la mayoría de los poderosos del mundo se encuentran frecuentemente en ese caso. El torrente de los placeres y de los negocios los arrastra, y les falta tiempo para tener conciencia. Ésta queda para el pueblo, y aun de éste no se puede decir que la tiene cuando se trata de ganar dinero.

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