![]() LA ENSEÑANZA ENTRE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES JULIÁN RIBERA Y TARRAGÓ – 1893 |
VI – ALUMNOS De entre la multitud de frases, en elogio y ponderación del saber, que fueron transmitiéndose de edad en edad, como dichas por el Profeta, se citan las siguientes: «aprender un solo capítulo de ciencia es cosa más excelente que el prosternarse cien veces en oración»; «un capítulo bien aprendido vale más que el Universo mundo»; «asistir a la clase de un maestro, es más meritorio que orar con mil prosternaciones, visitar mil enfermos y acompañar mil entierros»; «bendicen al sabio los ángeles del cielo, los peces del mar, las aves del aire; hasta la humilde hormiguilla reza por él»; «los cielos y la tierra demandan perdón por el sabio». No era sólo la otra vida lo que se prometía a los sabios: «el título de mayor nobleza es la ciencia, el grado más alto de la jerarquía humana lo ocupa el sabio, como que los sabios son los herederos de los profetas; «el sabio que enseña y el discípulo que aprende son dos medieros que se reparten el bien con exclusión de los demás» (1). Si estas ideas, difundidas por las naciones que aceptaron el islamismo, no eran eficaces para despertar el gusto del estudio en aquellos países donde el rescoldo de las antiguas civilizaciones se había apagado ya, y el estado semisalvaje se mostraba en el amor exclusivo de tribu o de familia que impedía a los hombres elevarse por su personal valer, en cambio en tierras españolas donde alumbraba aún la bienhechora influencia de Grecia, de Roma y del cristianismo, donde la mezcla de tantos pueblos borró pronto el vivo recuerdo de familia, de tribu y de raza y los hombres de cualquier origen se hicieron valer por cualidades personales, pudieron estimular y avivar la afición al estudio, no sólo en lo puramente religioso, a que en tales máximas se alude, sino en todas las otras disciplinas. En los primeros tiempos en que aun era muy vivo ese sentimiento de raza, los puestos del Estado no eran ocupados sino por los principales jefes de las tribus; pero venidos los Omeyas, teniéndose que apoyar alternativamente, ya en los berberiscos, ya en los árabes, habiendo de atraerse las poblaciones cristianas y judías sometidas, y hasta reclutar extranjeros de Europa para su guardia y servicio personal, no pudieron tener criterio exclusivo, y los hombres de toda procedencia pudieron ser honrados, sobre todo si sus méritos les recomendaban: para la guerra, el guerrero; para la paz, el sabio. En los últimos reinados de los Omeyas la paz trajo gran acrecentamiento de la instrucción; el noble como el plebeyo tuvieron que instruirse, el uno para conservar el honor de la familia, el otro para adquirir posición. Nadie estuvo dispensado. Así se vio a los príncipes de los Omeyas y de los Taifas ser los más distinguidos en su afán por saber, ofreciéndose un espectáculo poco frecuente en las naciones: que las familias reales de Badajoz, Toledo, Zaragoza, Denia, Almería, Sevilla, etc., tenían casi con simultaneidad individuos dedicados con ahínco al estudio de las ciencias. Cuéntase que Abulwalid Elbechí, menestral que del taller iba al aula y cuya gran reputación lo elevó a los más altos empleos, conversando un día con Ben Hazam, sabio de rica y noble familia de Córdoba, entablaron discusión acerca de cuál de los dos había hecho obra más meritoria. Decía el primero: «no hay que dudar; es más meritorio el haber hecho los estudios en situación de penuria y ahogo cual yo, no como tú, que has tenido facilidades y medios por tu posición y tu fortuna; mientras pasabas tus vigilias a la luz de lámpara de oro, tenía yo que velar a la luz de miserable candil en la calle o en el mercado.—Ese argumento se vuelve contra ti, replicaba Ben Hazam: tú no has buscado con desinterés la ciencia, movíate la esperanza de mejorar de estado y llegar a la posición que yo ocupaba; mi deseo no fue otro que elevarme por el valor científico en ésta y en la otra vida» (2). El pleito de Abulwalid y Ben Hazam, imagen de la emulación entre las diversas clases sociales de la España musulmana, no llegó a fallarse, pues entretenidas y abismadas en el mismo, vino un tercero a recoger el fruto de la discordia. Espectáculo curioso: mientras los políticos y diplomáticos árabes conversaban sobre puntos de literatura o pedían auxilio a las potencias africanas en elegantes casidas, los cristianos iban reconquistando el territorio. Las letras serán muy a propósito para llevar al templo de la fama a un individuo o a un pueblo, pero son ineficaces para salvar una ciudad cuando ante ella se presentan disciplinados y aguerridos sitiadores. A los jóvenes, desde que aprendían los elementos de las ciencias religiosas, de gramática y literatura, se les podía ofrecer halagüeño porvenir, si se aplicaban: todos los empleos eran accesibles para todo el mundo, pudiendo cualquiera aspirar, lo mismo a ser imam de la mezquita de su aldea que primer ministro de la nación, pues podían citarles casos de individuos de las más humildes clases que se encumbraron hasta llegar a ser jefes de Estado, especialmente en tiempos de los Taifas. Por esto pudo afirmar Ben Jaldún que en España cualquiera se creía capaz para fundar reino y dinastía (3). Si tenían ocasión, comenzaban los estudios superiores en cuanto tuviesen aptitud de aprovechar las enseñanzas. Después, a viajar. Cruzaban España en todos sentidos por asistir a las lecciones de afamados maestros que la voz pública señalaba con una rapidez que apenas es ahora creíble, pensando en los difíciles medios de comunicación que entonces había (4). A todo esto no se crea que tenían exenciones de portazgos, ni preferencias en las casas de huéspedes, ni otros privilegios que la legislación universitaria trajo para el fomento de los estudios en las instituciones reconocidas o patrocinadas por el poder civil o religioso en Europa, sino que era el estudiante como cualquier otro ciudadano, sin ninguna distinción ni fuero. La iniciativa particular, en muchos casos, ayudaba, pues personas piadosas solían pagar la carrera a los chicos aplicados; pero no eran pocos los estudiantes que tenían necesidad de dedicarse a algún oficio, v. gr., copiar libros, escribir cartas y documentos, o enseñar a leer a los muchachos, o ponerse a servir en una mezquita, etc.; mala suerte habían de tener para no ganar lo estrictamente necesario, pues Abu Hayan, gramático español, decía que en una ciudad tan populosa como El Cairo bastaban, para vivir, cuatro feluses (monedas de cobre): dos para pan, uno para pasas y otro para limón y agua. Eso a no encontrar maestro como Ben Cáutsar el toledano, que les mantuviese y enseñase. No había grupos determinados de asignaturas, ni época fija para comenzar ni terminar el curso; éste empezaba cuando un profesor abría clase para enseñar y duraba lo que los alumnos tardasen en aprender. Verano, invierno, todo tiempo era a propósito para principiar y proseguir el curso, quedando a discreción y conveniencia de alumnos y maestros el abrir o cerrar las clases. Las vacaciones en la forma actual eran desconocidas, y de seguro que ni unos ni otros podrían imaginarse que habría de llegar un tiempo en que anualmente se dedicaran en las aulas más de doscientos días al descanso. Era bastante usual y corriente dar la misma materia con distintos profesores, cosa que alaba Ben Jaldún, porque habilita al alumno para distinguir lo esencial de lo accidental en las ciencias. El tiempo de duración de carrera quedaba al arbitrio, medios, capacidad y aficiones del discípulo; por alguna frase del citado escritor (5) puede deducirse que ordinariamente oscilaba entre cinco y quince años, correspondiendo a España y comarcas que seguían los usos españoles la duración mínima, y la máxima al Almagreb, donde las costumbres académicas y los métodos de enseñanza eran malos; había, no obstante, individuos que se pasaban la vida en las clases, como acción meritoria a los ojos de Dios. Después de cursar en la península, íbanse muchos a Oriente, permaneciendo allá dos, tres y hasta diez o más años, para perfeccionar o ampliar sus conocimientos. El ser de particulares las escuelas y estar por tanto en competencia unas con otras, hacía que no se despertara entre las masas escolares ese sentimiento de colectividad o compañerismo que a veces se muestra en manifestaciones tumultuosas en las Universidades europeas. Como los estudiantes no tenían fuero especial, como el mayor número estaba formado por legistas y teólogos, gente de índole apacible y sosegada, y como el pueblo no había de consentir que convirtieran las mezquitas en campo para sus travesuras, es lo cierto que no se recuerdan motines escolares; un solo caso de altercado, entre algunos de ellos, en la aljama cordobesa, menciona Ben Pascual (6), y no duró más tiempo que el necesario para enterarse el guardián de la mezquita y repartir unos cuantos latigazos entre los que lo habían promovido, ni tuvo más trascendencia que hacer improvisar unos versos al vate Ben Hudzail que lo presenció. Acabada la carrera, cargados de diplomas, libros y apuntes, volvían a la tierra que les vio nacer, donde sus paisanos, especialmente en pueblos pequeños, salían a recibirles y felicitarles. Pero no todos tenían tanta ventura; algunos hubo que, a pesar de los avisos preliminares, se encontraron con que nadie les esperaba, y al ver la indiferencia de que eran objeto, abominaron del mundo, cuyas glorias les habían incitado a estudiar, y desengañados metiéronse en un retiro, para dedicarse al servicio de Dios, que nunca desconoce ningún mérito (7). __________ (1) De un compendio que Elubedí hizo de la obra Ikyao-l-olum, de Algazalí. Ms. de la colección de D. P. Gil, fol. 15. (2) Almacarí. (3) Proleg., T. I, pág. 68. (4) Las fórmulas con que los historiadores refieren que un maestro atraía gran concurrencia al pueblo o ciudad donde residía, suelen ser, ![]() ![]() (5) Proleg., T. II, pág. 443. . (6) Biog. 24. (7) Addabí, biog. 441. |