LA ENSEÑANZA ENTRE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES JULIÁN RIBERA Y TARRAGÓ – 1893 |
III – INSTRUCCIÓN PRIMARIA En casi todas las edades y naciones el vilipendio ha sido compañero inseparable del pobre maestro de escuela; en unas partes, como en Roma, se achacaba la mengua del oficio al ser éste ejercido por gente extranjera en el último límite de la miseria o por esclavos; en otras al desprecio en que se tenía a toda profesión mercenaria; si en algún tiempo se ha visto un poco honrado es en aquellos en que la enseñanza ha sido principalmente religiosa y se hizo deber en las clases elevadas comunicar gratuitamente las doctrinas. En el pueblo musulmán comenzó por los más altos y más nobles personajes para ir descendiendo, con el transcurso del tiempo, hasta venir a parar a manos de lo más ínfimo de la sociedad. El caso tiene su explicación: «En los primeros años del islamismo, dice Ben Jaldún (1), consistía la enseñanza en transmitir a los demás las órdenes que se habían oído de boca del legislador y comunicar los principios religiosos a título meramente gratuito; los hombres de elevadas familias y poderosos jefes de tribu que habían combatido por establecer la religión que Alá había revelado a su Profeta, eran los que enseñaban el Alcorán, cuyas prescripciones debían ser la regla de su conducta. En el cumplimiento de esta tarea no se pararon por escrúpulos de amor propio o de orgullo; la prueba es que el Profeta, al despedir a los diputados de las tribus árabes, les hacía acompañar por los principales de sus compañeros, encargados de enseñar a estos pueblos la ley religiosa que había traído a los hombres. Estas misiones fueron confiadas a diez de sus más nobles amigos, y luego a otros de rango inferior. Pero cuando el islamismo se extendió por las naciones y de los textos sagrados se sacaban las máximas que habían de aplicarse a la solución de numerosos casos que se ofrecían ante los tribunales, esa ley exigió una enseñanza regular que se hizo una de tantas profesiones mercenarias. Los jefes de grandes tribus, ocupándose únicamente de mantener el poder del imperio y la autoridad del soberano, abandonaron la ciencia a aquellos que a ella quisieron dedicarse, pasando a manos de hombres sin consideración, expuestos al desdén de nobles y cortesanos.» Estas reflexiones del historiador más sagaz que ha tenido el islamismo, pueden aplicarse a España con ciertas restricciones. Ésta fue conquistada por jefes militares, muchos de ellos gente poco instruida ni aun en la propia religión que profesaban, y que, ocupados en asegurar por la fuerza el poder temporal, apenas dedicaron atención a la enseñanza. De ella hubieron de encargarse personas piadosas que sintiendo en su alma el fervor del catequista, con la esperanza de lograr el premio ofrecido en la otra vida a los que transmiten la divina revelación a los pueblos, se extendieron por la península y enseñaron el Alcorán. Al principio, cosa natural, la oferta fue mayor que la demanda, los maestros se considerarían dichosos de encontrar discípulos que se dejaran enseñar, y la instrucción comenzaría por ser completamente gratuita; pero aumentando el número de los adeptos, cuando éstos comenzaran a sentir mayor deseo de aprender los principios de la nueva doctrina, ya tendrían necesidad de estimular el oficio de maestro, mediante regalos y presentes. Generalizada poco a poco la costumbre, iría arraigándose y extendiéndose cada vez más, hasta que se consideraría obligatorio el pago al maestro. Entonces nació verdaderamente la profesión mercenaria del maestro de escuela. Es difícil determinar cuándo ocurrieron esos cambios en España, no siendo, como no puede menos de suceder, repentinos y hechos de golpe. Desde un principio habría quien cobrara y hasta los últimos tiempos se repiten casos de personas que enseñaron por devoción, gusto o penitencia; pero el hecho de la fundación de escuelas para pobres, que hizo Alhácam II, es un signo para mí evidente de que los ricos se pagaban ya la instrucción y que el fervor religioso del clero, enfriado por la posesión tranquila de los puestos lucrativos de la iglesia oficial, no bastaba para llevarla a las pobres clases sociales que no podían subvenir a los gastos de la enseñanza más elemental. Ésta ha consistido, en todos los países musulmanes, en aprender a leer y escribir el libro sagrado, el Alcorán, pues han creído que debía preceder en tiempo aquello que consideran primero en importancia. De esta manera, decían, se logran varios objetos; que si se deja de estudiar alguna cosa no sea la que viene a ser la fuente de la religión y de las ciencias y el más sólido cimiento de la instrucción, para lograr que los niños se empapen bien en sus enseñanzas antes de que salgan a la edad de las pasiones (2); que se aprenda a pronunciar el árabe correctamente, pues los textos alcoránicos, aunque los métodos de su lectura sean diversos, son los que mejor se pronuncian y leen en todos los países; y que se ejercite la memoria con frases en árabe muy puro a fin de preparar el estudio gramatical que ha de venir después, aplicándose éste a pasajes bien aprendidos (3). No era sólo el Alcorán lo que exclusivamente enseñaban los maestros españoles; añadían trozos de poesía y ejemplos de composición epistolar y obligaban además a los alumnos a aprender de memoria los elementos de la gramática árabe. Así, al pasar el niño a la adolescencia, podía acometer sin dificultad los estudios superiores. La instrucción primaria en España estaba, pues, mejor organizada que en otros países musulmanes, tales como el Almagreb, donde sólo aprendían de memoria el libro sagrado con la ortografía y variantes de sus textos (4). Los maestros españoles cuidaban de preparar a sus alumnos para los estudios sucesivos y aun se atrevieron a más, a proponer otras novedades y hasta censurar acremente la costumbre de empezar por la enseñanza religiosa. Abu Béquer ben Alarabí, en la relación de su viaje (Canún attawil) propone un plan de enseñanza muy original, sobre el que vuelve en distintas partes de su obra, añadiendo cada vez nuevas observaciones. Según él, debía comenzarse (en parte) por el sistema de los españoles, que consiste en enseñar el árabe y la poesía antes que las otras ciencias, pues dice: «como los poemas, para los árabes antiguos, eran registros donde se escribía lo más importante que les pasaba, sería menester comenzar por la poesía y la lengua, que la corrupción gradual de esta última lo exige imperiosamente; el alumno pasaría después al cálculo, aplicándose hasta comprender sus reglas y luego a estudiar Alcorán, cuyo estudio encontraría más fácil, gracias a los trabajos preliminares» En otra parte dice: «¡Oh conducta irreflexiva de nuestros compatriotas (los españoles) que obligan a los niños a comenzar sus estudios por el libro de Dios y a leer lo que no comprenden!» y añade: «El alumno, después de haber hecho los estudios preliminares, puede ocuparse en los fundamentales principios de la religión, pasar luego a los de jurisprudencia, luego a la dialéctica, y acabar por las tradiciones y ciencias que a éstas se refieren». Ben Jaldún, de quien copio este pasaje (5), añade por su cuenta: «Confieso que el sistema de Abu Béquer es muy bueno; pero la rutina se opone a emplearlo y los usos nos gobiernan despóticamente en los negocios de esta vida». En cuanto al método de enseñar a escribir, quedó España un poco más rezagada que los países orientales. En éstos la enseñanza de la escritura llegó a formar un ramo aparte, separándose de las primeras letras. Maestros especialistas adiestraban a los alumnos que iban exclusivamente a su escuela para aprender a escribir; les daban ciertos principios y reglas para la formación de cada letra en particular y luego los ejercitaban en escribir textos que consistían en versos de algún poeta u otra clase de obras literarias con el modelo puesto delante. Con esta división del trabajo podían formarse calígrafos muy hábiles, pues los maestros y discípulos de esas escuelas no tenían que atender más que a un solo objeto (6). En España en las escuelas de primeras letras se enseñaba a leer y escribir, todo a la vez, y no haciendo que el alumno trazara cada letra en particular, con arreglo a ciertas pautas o reglas, sino imitando las palabras enteras que se le daban por modelo (7). A primera vista este método por lo detestable parece que había de producir funestos resultados en la escritura, pero no fue así, pues atendiendo con especial cuidado las escuelas españolas, al decir de Ben Jaldún, a que desde niños se acostumbraran a escribir, a fuerza de práctica salían por lo general con buena letra la mayor parte de los que acudían a la escuela, mientras allá, pensando que después se habían de dedicar especialmente en la clase de escritura, se descuidaban muchos y quedábanse sin aprender. De modo que si de aquí no salían tantos especialistas calígrafos, en cambio la generalidad llegaba a escribir mejor. a esto se debe, tal vez, el carácter arcaico que ha conservado la letra española hasta en los países del África que la imitaron. Los alumnos usaban unas tablillas de fuerte madera pulimentada sobre las que escribían con la afilada caña (cálamo) mojada en tinta (8). Acabado un ejercicio, se humedecían con agua, se limpiaban y vuelta a escribir. Los textos de que se servían en España eran alcoránicos. Los niños solían aprender de memoria los textos religiosos, las poesías, las cartas literarias y los elementos de gramática, que constituían la materia de primera enseñanza. El maestro, que podía ser cualquiera que quisiese dedicarse a esta profesión, trataba directamente con el padre o el tutor respecto a la materia, tiempo y forma de la enseñanza, condiciones de pago, etcétera, siendo el contrato completamente particular y libre. Por regla general se hacía el trato por doce meses a contar desde aquél en que se convenían; los honorarios y el pago solían ser parte en moneda, de la que se había de entregar el tanto correspondiente cada mes, y algo en especie que de ordinario eran dos o tres arrobas de trigo y media arroba de aceite. El maestro, en cambio, se comprometía a poner todo su esfuerzo y ahínco para que el niño aprendiera. Hubo de ser muy general la costumbre de hacer regalos a los maestros en las Pascuas (de Alfitar y la de los Carneros) cuando los hombres de ley tenían que declarar expresamente en sus obras que no eran obligatorios, sino voluntarios, y por tanto no podían exigirse judicial ni legalmente. Otras veces en lugar de tratar por años o por meses so comprometían por una cantidad alzada, v.g., por tanto se obliga el maestro a dejar al niño instruido en tal o cual materia. En estas ocasiones debía cerciorarse bien de las facultades del muchacho para no ser engañado en el precio, y los padres tener una garantía contra las excusas que pudiera presentar el maestro al fin, diciendo que le faltaba capacidad al alumno. Los pleitos en este particular debieron ser frecuentes por la dificultad de poder indicar el término de la instrucción del niño, que fue causa de distintas opiniones de jurisconsultos en la materia, aunque en definitiva se decidiesen por el muy prudencial de la costumbre de localidad o país. Ya que era imposible tomar precauciones respecto al esfuerzo personal del maestro para enseñar, si no era el mismo crédito de la escuela, al menos querían asegurarse de que ésta no fuese abandonada por muchos días; así que la costumbre había impuesto, a no mediar trato especial, que si el maestro se ausentaba en días que no eran viernes o fiesta, y la ausencia se prolongaba, perdía la parte proporcional de sus honorarios. Lo mismo ocurría caso de enfermedad un poco larga (9). El medio más general empleado por los maestros españoles para estimular a la aplicación, fue el ordinario a todos los pueblos de la antigüedad y que ha llegado a nuestros tiempos: el castigo con vara o correa. Los mismos padres animarían al maestro a emplear esa excitación que por lo pronta e inmediata, se hace sentir seguramente. Como los hechos más ordinarios de la vida suelen quedarse sin pasar a la historia, es difícil precisar el grado de severidad que en los distintos tiempos hubo en España, pero es de creer que no llegase al extremo que en África, donde se empleó la falaca, instrumento bárbaro de suplicio que sujetaba por los pies a los muchachos para propinarles la tunda (10). Ben Jaldún cree que una de las causas de la cobardía y enervamiento de los que viven en ciudades es la reglamentación opresora de la escuela, sobre todo empleando castigos duros (11). Por las tradiciones del Profeta sacaban los teólogos que no debían darse más de tres correazos seguidos; pero parece que los maestros manejaron la correa con bastante desahogo sin atenerse a las recomendaciones del Profeta y hubo que moderarlos encargando al almotacén el oficio de vigilar la escuela y otros lugares de instrucción, para que no se maltratara con excesivo rigor a los muchachos (12). A pesar de no haber escuelas oficiales y tener los particulares que pagar individualmente la enseñanza, desde la más elemental, ésta llegó a tan alto grado de difusión que la mayor parte de los españoles sabían leer y escribir (13), cosa que no ocurría en las restantes naciones de Europa. Pueden aplicarse a la instrucción de entonces dos adjetivos que han caído muy en gracia a los modernos: gratuita y obligatoria; pero entendiéndolos de esta manera: gratuita para los desprovistos de medios de fortuna que no puedan proporcionársela; y obligatoria como impuesta por la opinión, no por los agentes de la autoridad (14). __________ (1) Prolegómenos.— Traducción de Slane, tomo I, pág. 60 y siguientes. (2) Ben Jaldún, Proleg., T. III, pág. 285 y siguientes. (3) Artín Pachá: L’instruction en Egypte— París, 1889. (4) Ben Jaldún: loco citato. (5) Proleg. T. III. pág. 289. Aunque algunas de esas observaciones no se refieran únicamente a la instrucción primaria, sino en sus relaciones con la superior, no me ha parecido bien quitar la virtualidad que tiene en conjunto la observación. (6) El servir de texto los versos de algún poeta aun tenía otro mérito para las personas devotas, y era el que los niños no profanaran el libro santo borrando a cada momento, como se hacía en África y España, los trozos copiados. (7) Ben Chobair, pág. 273— Ben Jaldún, proleg., tomo II, pág. 392.(8) Abu Béquer el Tortosino, Sirach almoluc, pág. 41, edición de Bulac— Addabí, página 138, edición Codera. (9) Véanse los formularios que publicamos en los apéndices.( 10) Véase Dozy, Supplement aux dictionnaires, art. (11) Proleg., tomo I, pag. 267. (12) Ben Jaldún, Proleg., t. I, pág. 459. (13) Dozy, Histoire des musulmans d’Espagne, tomo III, pág. 109.(14) Ciertos menestrales no admitían en sus talleres a chicos que no supiesen leer y escribir, aun cuando el ejercicio de su arte no lo requiriera. Mocham de Benalabbar, biog. 14, edición Codera. |
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