LA ENSEÑANZA ENTRE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES JULIÁN RIBERA Y TARRAGÓ – 1893 – Índice |
IX – LA BIBLIOTECA Entre las varias escrituras que han usado los distintos pueblos del mundo, difícil será encontrar una tan cursiva que permita la celeridad de la del pueblo árabe: la sencilla formación de las letras, que a veces no tienen más que inflexiones ligerísimas, sin largos rodeos en su trazado, la supresión ordinaria de las vocales, la falta de mayúsculas, etc., hacen que en tiempo igual, un amanuense copie el triple por lo menos que un escriba latino. Esto y el haberse introducido y generalizado el uso del papel de fabricación industrial, mucho más barato que el papiro o el pergamino, redujo tanto el precio de los libros, que pudieron adquirirse hasta por las clases más pobres de la sociedad; así el comercio de librería consiguió ancho campo para su desarrollo. La manera de vivir de los pueblos musulmanes, faltos de esas instituciones y costumbres que sólo logran los pueblos de organización muy adelantada, como el intervenir en los negocios públicos por medio de asambleas, o en la administración de justicia como jurados, sin espectáculos ni teatros públicos, sin academias organizadas, etc., hizo del libro el principal medio de instrucción; y el modo de darse las enseñanzas, por copias o dictados, contribuyó también a multiplicar los ejemplares. Tales circunstancias hicieron, a mi parecer, que, con igual o menor desenvolvimiento de la instrucción que los pueblos antiguos, sobrepujasen los árabes a todos, incluso griegos y romanos, y les ganasen en la cantidad de libros. No hablemos de la calidad; aun cuando hubiese llegado a ponerse al mismo nivel el valor de sus literaturas, las bibliotecas griegas y romanas hubieran sido más selectas, pues costando un sentido la copia de los libros, es de pensar que se pusiera gran cuidado en la elección. El poco precio de las copias entre los árabes favorecía el deseo de adquirir hasta los malos, cuyo número había de crecer en proporción de la exigüidad de su valor en venta, por la misma causa que ahora se puede decir, sin temor de equivocarse, que en un año se publican más libros malos que en el transcurso de todos los siglos de la edad antigua. Para mí no hay pues motivo de duda ni de asombro siquiera (y estoy para darle el valor de hecho rigurosamente histórico), si se dice que hubo bibliotecas que contenían 400.000 volúmenes, con tal que no se mida después su calidad tomando como metro cualquiera producción, aun de las peores, de Grecia o Roma, que haya tenido la suerte de salvar los siglos medios. Apenas comenzó el movimiento intelectual entre los musulmanes españoles, el libro tuvo que ser apreciado. Uno nuevo traído de Oriente era bastante motivo para que el introductor se captara la admiración y respeto de sus contemporáneos, y su nombre se inscribiese en los anales de la literatura. La joya de más valor que podían traer de Oriente los comerciantes era un libro raro. Judíos, cristianos, eslavos y musulmanes indígenas y de raza extranjera, rivalizaron en formar numerosas y ricas bibliotecas. Los Omeyas no se quedaron atrás en ese movimiento y desde antiguo venían haciendo una buena colección que llegó a su colmo en vida de Alhácam II, el bibliófilo más apasionado de la familia. Córdoba fue la ciudad de los libros, como cerebro de las comarcas musulmanas de Occidente. La verdadera afición degeneró después en asunto de vanidad y moda: los nobles y los que deseaban figurar, por mero tono tuvieron biblioteca. ¡Cuántas veces los verdaderos bibliófilos, los que sabían apreciar el contenido, tenían que ceder en las subastas ante un ricacho que, sin enterarse de lo que trataba, ponía empeño en adquirir un libro, sólo porque su lujosa encuadernación o su tamaño le hacían a propósito para llenar un hueco que por casualidad tuviese en los estantes de su librería! Ben Fotáis poseyó una biblioteca instalada suntuosamente, con un bibliotecario y gran número de copistas exclusivamente para su servicio (1). Con la guerra civil varió un poco la decoración: la capital tuvo que sufrir más que ninguna otra ciudad y a las familias más nobles y acomodadas alcanzaron en primer término sus estragos; las mejores bibliotecas fueron a parar a los encantes de libros como sucedió con las de Ben Fotáis y Alhácam II, y algunas como ésta, se vendieron a precios viles, dispersándose y yendo a parar a manos de los bibliófilos principalmente de provincias, en donde comenzaba a apuntar la afición. Sevilla, Almería, Badajoz, Toledo, Zaragoza, Valencia, etc., todas tuvieron bibliófilos y bibliotecas ricas y numerosas y comercio de librería próspero y lucrativo; baste citar, como ejemplo, el hecho de que en Almería un solo individuo llegó a formar una biblioteca en que los libros encuadernados, aparte folletos y cuadernos sueltos, ascendían a 400.000. Pero tanta riqueza y número de manuscritos fueron debidos sólo al gusto y afición de los particulares; el Estado no se preocupó en formar bibliotecas; la misma de Alhácam II, que algunos creen abierta para el público, era meramente particular y de uso personal del monarca (2). A los estudiantes, sin embargo, no les faltaron instituciones particulares que les proporcionaban los libros que hubiesen menester para sus estudios. Desde muy pronto se nota que personas amantes de la instrucción legaban los libros para uso de los mismos, encargando a un amigo o pariente que abriese gabinete de lectura, copia y cotejo, donde los estudiantes pudieran acudir a utilizarlos; pero sea que estos establecimientos no diesen los resultados apetecidos o que las escuelas atrajeran las bibliotecas hacia sí al instalarse en las mezquitas, es lo cierto que fueron legándose a éstas los libros, reuniéndose en ellas al fin las bibliotecas y las escuelas y continuando unidas desde entonces. Esta comodidad traería la desventaja de que en las mezquitas apenas entrara un libro sospechoso o de ciencia poco grata a las personas devotas: llenaríanse de códices, preciosos por la riqueza de su trabajo caligráfico o por el lujo de sus encuadernaciones, alcoranes, libros de rezo o religiosos, y de materias jurídicas o teológicas, que constituían el núcleo principal de la instrucción, pero poco de poesía profana y nada de libros de ciencias antiguas, siempre muy escasos aun en las bibliotecas particulares. Bibliotecas públicas de esta clase no habría en España sólo setenta, que dice Schack (3), sino tantas como mezquitas a las que los fieles hubiesen donado libros; y si en esto siguió la moda de Oriente, bien se puede creer que los estudiantes de aquí, como sucedía con los de allá, no tendrían que gastarse un céntimo para proporcionárselos, abundando en las bibliotecas. __________ (1) La venta de esta biblioteca produjo 40.000 monedas de oro que ahora representarían un valor de unos 17.000.000 de reales. (2) No desciendo a probar mis afirmaciones, ni a más pormenores, por no repetir la materia que en un trabajo sobre Bibliófilos y Bibliotecas de la España musulmana, publicaré pronto, Dios mediante. (2) Siguió en esta parte una apreciación errónea de Casiri, a pesar de haber sido corregida por Gayangos hace cincuenta años al examinar (en su History of the Mohammedan Dinasties in Spain, T. I, pág. 457) la obra de Abu Béquer ben Jair. |