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Torre de Babel Ediciones

LA ENSEÑANZA ENTRE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES- La clase


LA ENSEÑANZA ENTRE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES JULIÁN RIBERA Y TARRAGÓ – 1893
 
  
VII – LA CLASE

Siendo la enseñanza meramente privada, durante toda la dominación árabe, si se exceptúa un poco de tiempo allá al final del reino granadino (y aún entonces subsistiendo al lado de la oficial) fácil es pensar qué variedad podría haber en los lugares destinados a clase. Cuando la enseñanza era gratuita y los maestros tenían que dedicarse a otra cosa para vivir, daban sus lecciones donde bien les viniera, en una habitación de su casa, en el taller, en la tienda; en el huerto, etc.; pero tratándose de enseñanzas religiosas, por su índole y la de las personas que las daban, las mezquitas sirvieron desde luego como lugar de reunión de maestros y discípulos (1). Nunca han sido las mezquitas exclusivamente dedicadas a la oración; en ellas se reúnen los musulmanes para las deliberaciones políticas y cuestiones de interés local, allí se publican las órdenes del Soberano, y son, en fin, lugar abierto de servicio público. Ofrecían además ancho y desahogado espacio para los alumnos cuando éstos aumentaron en número, de modo que aunque en cualquier parte se dieran lecciones, las mezquitas eran el sitio acostumbrado para las escuelas, ya para enseñar a los niños el Alcorán, ya para los estudios superiores de ciencias árabes, quedando generalmente la casa particular para las ciencias antiguas y aún para las enseñanzas de profesores que no quisiesen atemperarse al orden que la concurrencia obligaba a hacer guardar a los que tenían el cargo de dirigir las mezquitas.

En la casa particular variaría la clase tanto como la posición y el gusto del maestro, desde la humilde estancia donde una estera bastara para sentarse él y sus alumnos, hasta la sala suntuosamente tapizada y alfombrada, con blandos divanes alrededor y calentada con estufa en los crudos meses del invierno, como sucedía en la de Ben Cáutsar.

En la mezquita poca diferencia había para todos: cada cual se acomodaba donde buenamente podía, cuidando de no molestar el corro de una clase al corro de la otra, si coincidían en hora y local.

Las costumbres de clase no eran muy aparatosas; nada de alta cátedra (2) rodeada de verja que separe al alumno del profesor; éste, sentado en el suelo como los demás, apenas se distingue si no es por ocupar el centro del círculo o semicírculo que a su alrededor se forma, a menos que prefiera estar derecho, arrimando la espalda a una columna o a un muro (3). Los alumnos, provistos de su estuche con tintero y cálamos, copiaban al dictado o tomaban apuntes de la explicación, en cuadernos apoyados en la rodilla.

En las clases no sólo se veían jóvenes de quince a veinte años, sino a veces hombres de hasta cincuenta y más, cuando la materia que se enseñase y la fama del profesor fueran tales, que ni aun los faquíes y gente principal se desdeñaran de asistir.

El número de alumnos era sumamente variable, desde la clase de Ayub ben Julián (4), que no pudo enseñar más que a su propio hijo, hasta la de Ben Áidz, que reunió mil. Algunas otras hubo también de grandísima concurrencia, como la de Ben Asad Attemimí (5) y la de Ben Yahia Al-laitsí (6); y no se crea que los oyentes que las llenaban iban atraídos por el mero placer de escuchar a un orador de altos vuelos retóricos, que tratara de asuntos palpitantes, de interés político social o religioso, sino por el deseo de aprender algún libro que a veces podría ser el que más frecuentemente se diera en las escuelas, verbigracia, la Almoata de Málic.

El orden de colocación se dejaba a la cortesía y deferencias que quisiesen los alumnos guardar entre sí; en todo caso, el primero que llegaba, podía elegir el sitio más cercano al profesor, que era el preferido, no para hacer constar la asistencia, sino para no perder detalle y para consultar más fácilmente en caso de duda.

Solía preceder a la lección, como a todo acto importante, un poco de rezo con alguna jaculatoria alcoránica. Acabado este, el maestro se dejaba oír.

No es asunto de menor cuantía histórica el determinar la lengua que empleaban en las explicaciones de clase. La España musulmana se encontró en parecidas circunstancias a las de las naciones de la Europa latina; tenía los libros escritos en lengua sabia y hacía uso de un dialecto vulgar, resultado de la mezcla de todos los dialectos latinos hablados en la península con los dialectos árabes traídos por un conjunto abigarrado de hombres de distintas procedencias, berberiscos, egipcios, siriacos, yemeníes, etc., y en este dialecto vulgar la construcción apenas era árabe, el diccionario a medias latino, y el tono, el modo de pronunciar las letras y la modulación de la frase, tan sui géneris que un oriental no lo podía entender (7).

En la Europa latina, se decidieron por el latín clásico, exponiéndose a convertirlo en desdichada jerga; pero los musulmanes españoles fueron más discretos, y si para salmodias alcoránicas, discursos de corte, recitación de poesías, lectura de cartas literarias, etc., se atuvieron a la pronunciación del árabe con todas sus desinencias y accidentes gramaticales, en la conversación ordinaria, aun entre la gente más encopetada e instruida y en las explicaciones de los textos leídos en clase, hablaron el llano y fácilmente inteligible (para ellos) dialecto español.

Los mismos gramáticos, que por razón de su arte debían tener mayores deseos de servirse de la lengua que enseñaban, tuvieron que acomodarse al gusto y costumbre de la época. Salaubiní, autor cuyos trabajos sobre la lengua lograron merecida fama, que llevó su nombre y sus libros a todos los extremos del mundo musulmán, así hablaba, y un autor dice que si un beduino del desierto le hubiera oído en clase, se hubiese reído, no sólo por cierto ceceo o defecto (8) que no le permitía pronunciar bien algunas letras, sino porque uno era lo que predicaba y otro lo que hacía. Era cosa de oírle explicar el orden de colocación de las palabras, fijándose hasta en lo más sutil, pues conocía al dedillo y pormenor todos los cánones de la gramática, y en tanto la frase salía de su boca trabucándolas y revolviéndolas en la mayor anarquía.

Para mí, sin embargo, no es eso lo ridículo, por mucho quo para un beduino lo fuera: Salaubiní sabía que el dialecto español, medido según la pauta de las reglas gramaticales, era defectuoso; él lo hablaba como todos para hacerse entender de sus discípulos. Lo verdaderamente ridículo hubiera sido el que el maestro se hubiese empeñado en hablar en lengua clásica, sin poder evitar que, a la risa burlona del beduino, satisfecha de poseer él solo el secreto de la misma, hubieran hecho coro las carcajadas de sus discípulos, pues fuera milagro que el maestro no cometiera pifias que el más tonto de los alumnos dejara de advertir.

Ello es que por esta parte no tuvo que salvar la enseñanza grandes obstáculos para difundirse y popularizarse, sin que por eso trascendiera el lenguaje vulgar a las obras literarias, de tal modo que las hiciese indignas de figurar al lado de las más correctas de Oriente, pues la tolerancia y llaneza en la conversación no estaban reñidas con la exigencia y severidad para guardar la pureza y pulcritud en los escritos.

Esto prueba también que el profesor se sujetaba a los deseos del discípulo, que se reducían a entender las explicaciones para aprovechar las enseñanzas, y por consiguiente, si algún pedante se descolgaba con un discurso enfático y hueco, con la única mira de lucirse y no de enseñar, notaría el discípulo que aquella perorata de ningún provecho le era, y como no iba a clase por mandato reglamentario, no querría perder el tiempo lastimosamente y marcharíase a otra parte; y si continuaba la énfasis, a los pocos días podría darse el singular placer de explicar a las columnas y a los muros, que regaladamente le devolvieran los ecos de sus palabras.

En clase no se exigía esa ficticia seriedad de tener el cuerpo tieso y la lengua queda, pero resultaba de la atención de todos, interesados en que no se alterase el orden en perjuicio de nadie: si el maestro dictaba y la palabra no era oída claramente, se pedía que la repitiese; si era de dudosa ortografía, o nombre propio raro, se le consultaba; si alguna frase no era entendida se suplicaba la repetición o la aclaración de su sentido; y todo esto sin creer que se faltaba al orden, pues como las explicaciones del maestro no eran sermones morales, ni apasionados discursos políticos, religiosos o filosóficos que pudieran perder toda la gracia al interrumpirse de repente, cabía muy bien la interrupción, pudiendo seguir después con la tranquilidad verdaderamente académica de aquel que dice las cosas para que las aprendan los demás. Maestro hubo que consultado por los discípulos acerca de palabras dudosas de un libro que leían, confesó humildemente que no podía satisfacer su curiosidad en el acto, prometiendo estudiarlo mejor, y eso que era uno de los más afamados de su tiempo (9). No sea esto decir que el profesor estuviera subyugado a los caprichos de los alumnos, sobre todo siendo persona independiente y de grande autoridad: ejemplos se tienen de clases de tanto recogimiento como lo general de las nuestras actuales y de profesores que no consentían consultas ni preguntas; pero los mismos contemporáneos lo consideran como cosa extraordinaria que no solían hacer los maestros españoles (10).

El respeto y consideración de los alumnos para con el maestro era espontáneo por la libertad que en la elección tenían y además sin mezcla de temor o de miedo al juez que los hubiera de examinar, pues no tenían exámenes ni grados y, por consiguiente, carecían de motivo para hacer temporaria la cortesía.

La clase duraba el tiempo que conviniera a maestros y discípulos, ofreciendo inmensa variedad, desde la de consultas que algunos solían tener, que podían ser cosa de un instante, hasta la de algunas horas; pero ateniéndonos al consejo que da Ben Jaldún, hombre cuyas ideas en esta parte se formaron por el estudio de las prácticas académicas españolas, parece que eran de corta duración, de una a dos horas, a fin de no cansar al alumno; y para que no hubiese solución de continuidad en las lecciones, eran diarias, excepto los viernes, los días de Pascua, los de grandes lluvias y algún otro suelto que supongo, como el día de San Juan, que moros y cristianos lo celebraban.

Las poblaciones no tenían por qué reñir unas con otras para obtener decreto de rey, ni bula de Papa, concediéndoles privilegio para establecer los estudios: siendo libres maestros y discípulos para residir donde quisieran, acudían a la ciudad que ofreciese condiciones más favorables para estudio, hospedaje y manutención, y allí se formaba centro de enseñanza.

En los principios, cuando fue Córdoba cabeza del imperio, a ella iban en busca de porvenir o de carrera, por hacer valer su ciencia, los nacionales que volvían de su viaje a Oriente; en ella residían grandes maestros orientales; y la paz y prosperidad de las provincias, la seguridad de los caminos y el buen gobierno y policía que llegó a haber allí, atrajeron inmensa población y fue capital literaria como había sido capital política. Después, al fraccionarse el califato, otras ciudades vinieron a disputarle la primacía: Sevilla, Granada, Valencia, Zaragoza, etc., todas tuvieron activos centros de enseñanza; pero ninguna pudo arrancarle la capitalidad adquirida, y la aljama cordobesa, continuó siendo el centro clásico de la instrucción en España. Fuera cosa de ver el aspecto que presentara en el período de su mayor grandeza, desde la hora del alba, acabada la oración: por sus veintiuna puertas entra abigarrada muchedumbre de estudiantes de las edades más diversas y de los trajes más variados, intérnase por aquel bosque de columnas, forma círculos alrededor de los maestros; aquí está ocupando varias naves el de Ben Áidz de Tortosa, cuya voz no llega a las mil personas sentadas a su alrededor que quieren escucharle, alumnos apostados en sitios convenientes repiten las palabras dictadas para que lleguen a las últimas filas, piérdese el eco de esas voces, y sucede un momento en el cual no se oye más que el chirrido de las cañas sobre el papel, díctase otra línea, repiten la frase y a escribir, continuando de esta manera (11); allá el maestro de gramática explica en dialecto español los cánones de su arte; acullá enseña el maestro de literatura a separar los hemistiquios y a medir los pies del metro más difícil; en un departamento se oye la melódica y sonora voz de un discípulo que salmodia en cadencias el texto alcoránico, y sus compañeros le siguen leyendo sobre tablillas de madera pulimentada, mientras que en las galerías de los anchos deslunados se ven tres grandes corros de niños que repiten cantando por centésima vez la primera azora del libro religioso delante del maestro que, sin paciencia ya, tiene levantada la correa por si vuelven a pronunciar mal las palabras donde casi siempre se equivocan (12).

En éstas, unos corros se disuelven y otros se forman alrededor de nuevo maestro, y en medio de aquel barullo donde tanta muchedumbre viene y va, no se ve ningún agente de orden público, el guardián de la mezquita pasea silencioso por entre la multitud, y no hace falta otra cosa, pues acostumbrados a entender que para el disfrute de esta libertad la primera condición es el orden, están interesados todos en conservarlo.

Cuando el almuédano anuncia la oración del mediodía todo cesa y los fieles entran a rezar. Por la tarde, se reanudan las lecciones hasta el anochecer en que terminan. Pero ahora comienzan a encender las lámparas de la macsura, y no estamos en Leila alcádir en que las innumerables arañas metálicas alumbran la mezquita durante toda la noche; ha llegado un sabio de Fez que, no pudiendo detenerse en Córdoba, abre sesión permanente, noche y día, hasta leer del todo el Chami Attermidzí, y allí se están maestro y discípulos, leyendo y leyendo, sin más descanso que los breves instantes en que los fieles entran a la oración (13).

Y el movimiento escolar no está reducido a la aljama: en muchas de las mezquitas de dentro y fuera sucede lo propio; en casas particulares hay multitud de escuelas donde se dan las mismas enseñanzas de las mezquitas y en los gabinetes de consulta clínica enseñan los médicos su arte: y no digamos nada de las escondidas bibliotecas de gente principal donde se lee filosofía; ni entremos en las iglesias cristianas donde, aparte de las enseñanzas religiosas, se lee latín en Virgilio y otros autores paganos, ni en las sinagogas donde se estudia hebreo en los originales del testamento antiguo.

Evidentemente, pueblo que da tan grandioso espectáculo, es digno de ocupar elevado puesto en la historia de la instrucción.

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(1) Ben Jaldún, proleg. T. I, pág. 448, dice que los profesores deben tener sus conferencias en las mezquitas. Si éstas están colocadas directamente bajo la inspección del Sultán, se necesita autorización de éste; pero si se trata de mezquita ordinaria, no hay necesidad de permiso.
(2) En Fez, en el siglo VIII de la Hégira, se usó por algún maestro. Ihata, T. III, fol. 150.
(3) Ihata, T. III, fol. 5 v.
(4) Alfaradí, biog. 268.
(5) Ben Pascual, biog. 769.
(6) Alfaradí, biog. 1595.
(7) Bibliotheca geoyraphorum arabicorum de Goeje. Almocaddasí, pag. 243.
(8) Almacarí, T. II, pág 330, etc.
(9) El celebérrimo maestro zaragozano Ben Socarra. Mocham, pág. 110.
(10) Tecmila, biog. 1098.
(11) Tecmila, biog. 1586. Alfaradí, biog. 1597.
(12) De las veintisiete escuelas creadas por Alhácam II estaban tres en los alrededores de la aljama y las veinticuatro restantes en diferentes barrios do la ciudad. Ben Adarí, T. II. página 256.
(13) Sucedió esto con Abu Isaac el Fesí. Mocham, biop. 39.
  
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