MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA, escritor español; relato de su vida (biografía)
CERVANTES SAAVEDRA (MIGUEL DE)
Biografías. Príncipe de los ingenios españoles. Nació en Alcalá de Henares (Madrid) en octubre de 1547; murió en Madrid el 23 de abril de 1616.
Fue bautizado en la iglesia de Santa María la Mayor el 9 de octubre del año de su nacimiento. Hoy nadie pone ya en duda que Alcalá fue la patria del inmortal Cervantes y, como ha dicho don Buenaventura Carlos Aribau, «cesó la competencia entre las siete poblaciones que se disputaban la honra de haber recibido al nacer al príncipe de nuestros escritores: quedan eliminados Sevilla, Madrid, Lucena, Toledo, Esquivias, Consuegra y Alcázar de San Juan; documentos irrecusables deciden a favor de Alcalá de Henares, ufana de tan gloriosa maternidad.» De tal modo se ha hecho la luz en tan interesante punto, que los biógrafos del presente siglo no han creído pertinente llenar largas páginas relativas al mismo, y sólo don Jerónimo Morán, en la edición Dorregaray del Quijote (Madrid, 1863) trata, a título de recuerdo, esta cuestión definitivamente resucita. La tradición señala todavía los restos de la casa en que dicen se crió Cervantes, enclavados hoy en lo que fue Huerta de los Capuchinos, y reducidos a una pared y puerta tapiada, con indicios de la pobreza de los que la habitaron.
Era hijo de nobilísima y preclara estirpe, la de los Cervantes, que desde Galicia se trasladó a Castilla y que ya suena en la historia bajo el reinado de Fernando III; todo esto, aceptando como bueno el árbol genealógico publicado. Fueron sus padres Rodrigo deCervantes y doña Leonor Cortinas, señora ilustre, natural, según parece, de Barajas. De este matrimonio nacieron cuatro hijos: Andrea, Luisa, Rodrigo y Miguel, que era el menor de todos. Su abuelo paterno, Juan de Cervantes, fue corregidor de Osma, donde dejó gratos recuerdos, y descendiente del gran Alfonso Nuño, alcaide de Toledo, cuya rama entroncó con la de los reyes de Castilla por medio de doña Juana Enríquez de Córdoba y Ayala, segunda mujer de Juan II. La familia de Cervantes, sin embargo, había decaído de su antiguo esplendor. Sus padres, en efecto, vivían tan faltos de recursos, que mal hubieran podido dar a sus hijos la educación que les correspondía a no haber fijado su domicilio en Alcalá de Henares, cuya Universidad ya entonces tenía asomos de competencia con la de Salamanca. No por esto se ha de creer que Cervantes cursó en aquellas aulas, pues consta lo contrario; pero si se tiene en cuenta su carácter, podrá admitirse sin duda la sospecha de que dicha cuita población comunicó, sobre asuntos literarios, con personas discretas, nutrió sólidamente su espíritu por medio de la lectura, el estudio y la reflexión, y adquirió la filosofía que rebosa en todos sus escritos. Desde sus más tiernos años manifestó singular amor al estudio, y así él mismo dice que, siendo muchacho, recogía, para leerlos, cuantos papeles hallaba en la calle. Poseía una imaginación vivísima y una memoria privilegiada, gracias a las cuales, habiendo oído declamar en sus más tiernos años, probablemente en Madrid o Segovia, a Lope de Rueda, retenía en la edad adulta los versos con que deleitó su ánimo infantil, y los saboreaba y encarecía. Con caracteres no más que problemáticos se ofrece la afirmación de los que dicen que cursó algún tiempo en las aulas salmantinas, sin que pueda explicarse el motivo o motivos que a dicha ciudad le llevaron, y los medios con que para vivir contaba en la misma. Ni debe olvidarse que, como dice don Tomás Tamayo de Vargas, los contemporáneos émulos de Cervantes le tildaban de ingenio lego, lo que en el lenguaje de la época quería significar que aquél a quien así se calificaba no había arrastrado bayetas ni pisado las losas de la Universidad. De los primeros maestros de Cervantes se conoce únicamente el nombre del presbítero Juan López de Hoyos, varón piadoso y grande humanista, que después fue nombrado catedrático de gramática latina en el Estudio de la villa de Madrid, y posteriormente cura de la parroquia de San Andrés. Es de creer que Cervantes aprendía con singular aprovechamiento, si se atiende a los elogios y expresiones de cariño que le prodigó su maestro. Sus obras acreditan que llegó a adquirir una erudición nada vulgar, siquiera, a causa de una agitada vida, no llegase a dar a sus estudios la extensión que quizás él mismo deseaba. Prescindiendo de cuanto se refiere a este primer y oscuro período de su vida, es lo cierto que Cervantes se hallaba en Madrid cuando, en 24 de octubre de 1568, celebraba la villa en las Descalzas Reales las exequias de Isabel de Valois, mujer de Felipe II.
El maestro López de Hoyos, que entonces regentaba el Estudio público de Humanidades de Madrid, tomó parte, a nombre de este centro, en el duelo público, y con este motivo escribió un libro, Historia y relación verdadera de la enfermedad, felicísimo tránsito… de… doña Isabel de Valois, impreso en Madrid, 1568 (un vol. en 8.º), que, a falta de otro mérito, encierra las poesías consagradas a la fúnebre solemnidad, y entre ellas unas quintillas, dos sonetos y una elegía de Miguel de Cervantes, a quien su preceptor llama repetidamente su caro y amado discípulo. Autores de crédito sostienen que aún compuso Cervantes, por la misma época, aquellos romances infinitos y otras diversas poesías, incluso el poema pastoral La Filena, de que él mismo hace mérito en el capítulo IV de su Viaje al Parnaso, perdidos para la posteridad en su mayor parte. Disputan los biógrafos acerca de si Cervantes pudo ser alumno del Estudio de Humanidades de Madrid, o si recibió en tiempo anterior las lecciones de Hoyos en Alcalá o Salamanca, y ha dado margen a esta cuestión la circunstancia de que no hacía más que ocho meses que aquel profesor regentaba el Estudio cuando se celebraron las exequias, y, contando Cervantes veinte años, no es verosímil que llevase tan retrasados sus estudios. Jerónimo de Morán sospecha que sus padres se trasladaron desde Alcalá a Madrid, y que él, «con tu inclinación vehemente a las bellas letras, las cuales cultivaría durante sus primeros años sin guía o preceptor en el privado asilo, aprovechara tan buena ocasión de perfeccionar los conocimientos por sí solo adquiridos, inscribiéndose como alumno en el Estudio público del maestro Hoyos, cuya enseñanza era gratuita, puesto que se sabe que aquel establecimiento estaba sostenido con fondos de la villa. La especie de si habría sido discípulo de Hoyos en Alcalá… quedó completamente desvanecida a principios de este siglo, pues, después de las investigaciones practicadas al efecto por D. Manuel de Lardizabal, resultó que ni Cervantes había cursado en la referida Universidad, ni el maestro Hoyos perteneció jamás a su claustro.» Hacia febrero de 1569 salió Cervantes de España con dirección a Roma, acompañando al cardenal Julio Aquaviva, legado del Papa. Este hecho marca un nuevo rumbo en la vida del gran escritor, y es el principio de una infinita serie de desdichas. Buscando las causas que pudieran determinar a Cervantes para dejar su patria y sus amigos cuando empezaba a ser conocido en la república de las letras, y cambiar el ejercicio de la poesía por el desempeño de las funciones de camarero cerca del expresado cardenal; recordando las repetidas alusiones que el propio autor del Quijote hace a cierta circunstancia de su vida, cierta falta de su juventud, causa de todas sus desgracias, no parece infundada la opinión de Morán, que, publicando un documento judicial, en que se manda perseguir a un Miguel de Cervantes, ausente de Madrid, y condenado en rebeldía por ciertas heridas causadas «en esta corte a Antonio de Sigura, andante en esta corte,» razona extensamente para venir a probar que este Cervantes perseguido por la justicia pudo ser el príncipe de los ingenios, y que Antonio de Sigura sería probablemente un alguacil. Si Morán acierta, habrá que creer que Cervantes salió de España huyendo de la justicia, y que ésta, a su regreso, no le persiguió porque le precedía la fama de sus gloriosos hechos, porque protegieran al escritor altas influencias, o, acaso, a la vez por ambas causas. Cervantes, pues, y esto está bien comprobado, residía en Roma como camarero del cardenal Aquaviva en 1570. El viaje a la corte pontificia, dado su espíritu observador, le fue muy provechoso, y por las indicaciones esparcidas en sus obras se puede trazar casi de un modo seguro la ruta que llevó por Valencia, Cataluña, el Mediodía de Francia, el Piamonte, el Milanesado y la Toscana. Había alcanzado Italia el mayor grado de cultura; frecuentaban seguramente el palacio del cardenal los más esclarecidos ingenios, y allí sin duda amplió Cervantes su educación, conoció y trató a varios literatos, y aun adquirió resabios de italianismos, no escasos en sus escritos.
Ávido de gloria, pues su pesadilla constante fue la inmortalidad, que buscó por distintos caminos, despidióse del cardenal, al que siempre recordó con afecto, y entró a servir quizás primero bajo las banderas pontificias, acaso sentando desde luego plaza en las filas españolas, que esto no está bien averiguado, aunque sí consta que en el propio año de 1570 formaba parte de la compañía del capitán Diego de Urbina, perteneciente al tercio del famoso guerrero don Miguel de Montada, y que no tardó mucho tiempo en acreditar su bizarría. El 7 de octubre de 1571 se daba la memorable batalla de Lepanto. |
Cervantes, siempre soldado, yacía en un camarote de la galera de Andrés Doria, La Marquesa, inutilizado, al parecer, para el combate, por las calenturas que padecía. Llegado el instante de pelear, solicitó de Diego de Urbina el puesto de mayor peligro, y a cuantos jefes y compañeros querían disuadirle, les decía: «En cuantas ocasiones de guerra se han ofrecido hasta hoy a S. M., he servido como buen soldado; y así ahora no haré menos, aunque esté enfermo y con calenturas.» Tomó parte, como deseaba, en la sangrienta lucha, dirigiendo doce soldados puestos bajo sus órdenes, y cuando se batía con denuedo, en lo más recio del combate, recibió dos heridas de arcabuz en el pecho, y otra además que le destrozó para siempre la mano izquierda. Resistió, sin embargo, a los suyos que querían recogerle, y únicamente al saber que la victoria había coronado el esfuerzo de los cristianos se dejó conducir, todo ensangrentado, pero henchido de gozo, a curarse las heridas, de que con justicia se envaneció siempre. Al día siguiente visitó todas las naves don Juan de Austria, quien concedió a Cervantes el aumento de tres escudos en la paga, y le socorrió además varias veces. A fines de 1572, restablecido ya de sus heridas, aunque manco para siempre, se vio Cervantes incorporado en el tercio de don Lope de Figueroa; concurrió a la jornada de Levante, y tomó parte en la empresa de Navarino. No se conocen bien sus hechos en los dos años siguientes, pero se sabe que en 1575, ansioso de volver a su patria y de obtener algún premio por sus servicios, solicitó licencia y la obtuvo de don Juan de Austria, quien le dio cartas de recomendación para Felipe II, a fin de que se le confiase el mando de alguna compañía. En igual sentido escribió al rey y a los Ministros el duque de Sesa. Embarcóse Cervantes en la galera de España llamada Sol, en compañía de su hermano Rodrigo, de Pero Díez Carrillo de Quesada y de otras personas de cuenta. Salió de Nápoles, y el 26 de septiembre de 1575 vióse la galera rodeada de una escuadrilla de galeotas que mandaba el arnauta Mamí, renegado albanés, capitán de la Mar de Argel. Presa la galera y conducida a Argel, se inició para los tripulantes y pasajeros la triste vida de la cautividad. Comienza entonces para Cervantes una época terrible de penalidades y tormentos, pero a la vez gloriosa por el heroísmo de que el antiguo soldado dio repetidas y extraordinarias muestras. El arráez Dali Mami, a quien cupo en suerte Cervantes en el reparto que se hizo de los cautivos, creyó, engañado por las cartas de don Juan de Austria y del duque de Sesa, que su esclavo era una persona de calidad, error en que le afirmó el agradable aspecto de sus maneras, su bravura en el combate y el respeto que le manifestaban sus compañeros de desgracia. Por esta causa creyó que podría obtener del prisionero un gran rescate, y al efecto le trató con todo el rigor compatible con la conservación de su existencia. «Situación era ésta, dice un biógrafo, capaz de abatir al hombre más esforzado; pero el alma de Cervantes era inflexible; una idea única se apoderó de ella desde el momento en que se vio privado de su libertad: la de recobrar este bien que no tiene precio.»
Ésta es la parte más interesante de toda la vida de Cervantes: en ella se engrandeció su alma altanera, se aguzó su ingenio, y subieron de punto su heroísmo y generosidad. Afortunadamente no escribimos una novela, aunque lo parece; ningún suceso de cuantos le atañen se halla más plenamente justificado que esta serie de tentativas arriesgadas en que a cada paso comprometió su cabeza para alcanzar su libertad, y, cuando no, para salvar la vida de sus cómplices y clientes en causa tan gloriosa.» Burlando la vigilancia a que estaba sometido, y acompañado de otros cautivos, con quienes quiso compartir el beneficio de la libertad, fugóse Cervantes y buscó un moro que le sirviese de guía y le acompañase por tierra hasta Orán, plaza ocupada por los españoles; pero cuando los fugitivos habían andado alguna jornada, les abandonó el guía y tuvieron que regresar a Argel, donde recibieron severos castigos. La familia de Cervantes, para reunir el precio del rescate, hizo los mayores sacrificios, malvendió su corto patrimonio, empeñó las dotes de las hijas, solicitó socorro de los amigos, y quedó reducida a un estado próximo a la miseria.
El producto de tantas privaciones llegó a Argel dos años después del apresamiento de Cervantes; pero no satisfizo las exigencias de Dali Mamí, que no quiso soltar a su cautivo, y así fue aplicado al rescate de su hermano Rodrigo, quedando Miguel sin esperanza alguna de salvación. Encargó éste a Rodrigo que desde las costas de las Baleares o de Valencia le enviase una embarcación que favoreciese su fuga, y entonces sucedió lo que en los siguientes términos refiere Aribau: «Cumplió Rodrigo fielmente este deber fraternal, y provisto de cartas e instrucciones de varios caballeros que entraban en el plan, habilitó inmediatamente una fragata armada al mando de un tal Viana, marino arrojado y práctico conocedor de aquellas costas. El punto de la recalada se designó junto a una casa de campo sita a tres millas al Este de Argel, propia del alcaide Azán, renegado griego, y cultivada por un cautivo natural de Navarra, conocido bajo el nombre de Juan el jardinero. Había allí una cueva muy oculta, donde fueron con mucha anticipación guareciéndose los cautivos a medida que iban escapándose de las casas de sus amos. Juan velaba por su seguridad. Cervantes, con suma diligencia y disimulo, dirigía aquella maquinación, proveyendo a todo y ofreciendo este medio de fuga a los cautivos de su confianza. Pero la depositó muy sobrada en uno que llamaban el Dorador, natural de Melilla, que después de haber renegado de su fe en la juventud se había vuelto a reconciliar con la Iglesia, y había sido posteriormente cautivado. Éste cuidaba de comprar los víveres y conducirlos a la cueva con el recato que es de suponer, y debía ser uno de los prófugos. Todo estaba dispuesto: la noche, aunque incierta, de la libertad se iba acercando, y Cervantes se ocupaba en recoger a sus amigos más rezagados, con el disgusto de no haber podido atraer al Doctor Antonio de Losa, eclesiástico de estoica virtud, que lleno de achaques y guardado con especial vigilancia por su amo, no pudo o no quiso acompañarle. Llegó por fin la fragata que, manteniéndose en franquía todo el día 21 de septiembre, se arrimó ya de noche, y su tripulación verificaba el desembarco cuando, amedrentada por unos moros que acertaron a pasar por aquel sitio, tuvo que hacerse a la mar. Volvió en seguida; pero alarmada ya la población de aquel campo, que acudió y se puso en acecho, no solamente frustró la tentativa sino que, arrojándose sobre la embarcación, la apresó con toda su gente. Quedaron, en consecuencia, los de la cueva privados de toda esperanza y socorro, pues, no volviendo a aparecer el Dorador, carecían de todo alimento, y se hallaban reducidos a la mayor desesperación. A los tres días le vieron por fin; pero conduciendo al comandante de la guardia del rey con veinticuatro infantes armados de alfanjes, lanzas y escopetas, y algunos turcos de a caballo. Encamináronse todos derechamente a la cueva, y al oír el rumor de las pisadas y amenazas, tuvo tiempo Cervantes de advertir a sus compañeros que descargasen sobre él toda la culpa; en seguida se adelantó a encararse con el comandante, diciendo con singular entereza que él sólo había fraguado aquel proyecto y seducido a los demás, así que sobre él solo debía recaer cualquier castigo.
«Asombrados los agresores tanto como los capturados, en vista de tan rara presencia de ánimo, despacharon un propio al rey, quien mandó que todos aquellos infelices fuesen conducidos a su baño y que a Cervantes le llevasen a su presencia. Así se verificó, y así tuvo que entrar en Argel el animoso joven, maniatado, a pie y perseguido por los insultos de aquel bárbaro populacho. Puesto Cervantes en presencia de Azán Bajá, preguntóle éste con terribles amenazas quién era de este negocio sabedor y quién habría podido ser su autor. Porque sospechaba el rey del R. P. Jorge Olivar, de la orden de la Merced y comendador de Valencia, y aun se tenía por cierto que el mismo Dorador se lo habría dicho y persuadido, y de aquí que, como codicioso tirano, quisiera echar mano con esta ocasión del mismo Padre para sacar de él buena cantidad de dinero. Pero como a pesar de todas sus amenazas no pudiera sacar nunca de Cervantes otra cosa sino que él y no otro fuera el autor de la conspiración, mandó que lo metieran en su baño, teniéndole también por esclavo, aunque después a él y a otros tres o cuatro hubo de volver por fuerza a los patrones respectivos. El alcaide Azán, luego que en su jardín prendieron a los cristianos y trajeron al jardinero con ellos, fue de todo avisado; y corriendo a casa del rey, requirióle con gran instancia que hiciese áspera justicia a todos y particularmente que le dejase a él hacerla a su gusto, y que el rey castigase a los demás cristianos que habían estado escondidos en la cueva. ¡Cosa terrible! Algunos de ellos estuvieron más de siete meses encerrados, sin ver la luz sino por la noche cuando de la cueva salían. Cuatro veces estuvo Cervantes a punto, de perder la vida por salvarlos; y si a su ánimo, industria y trazas, dice su contemporáneo Haedo, hubiera correspondido la ventura, hoy sería Argel de los cristianos, porque no aspiraba a menos en sus intentos.
Decía Azán-Bajá que si él tuviese guardado al estropeado español, tendría también seguros sus cristianos, bajeles, y aun toda la ciudad. Tal era el temor que le infundieron las trazas de Cervantes. El mejor medio, pues, que le ocurrió al rey para prevenir las peligrosas contingencias que pudiera originar la singular audacia de aquel mancebo, fue el de comprársele al arráez Dali Mamí por precio de quinientos escudos, y encerrarle con grillos y cadenas en su baño, donde tenía de la propia suerte hasta dos mil cristianos. Una vez, con ocasión de encontrarse entre los 2.000 cautivos tres caballeros relacionados con el gobernador español de Oran, donde también tenía Cervantes algunos amigos, juntando las recomendaciones de todos halló medio para ganar a un moro que llevó a Orán las cartas que a esta plaza escribía el inquieto cautivo, pidiendo les enviasen algunos espías y personas de confianza con quienes pudiesen realizar la fuga. Preso el desgraciado mensajero al entrar en el territorio mismo de Orán, y conducido a Argel, fue mandado empalar, y hasta morir sufrió el terrible suplicio con tal entereza, que no pudieron arrancarle una palabra del secreto. Pero habiéndole encontrado cartas con letra de Cervantes, Azán llamó a éste a su presencia y ordenó que le diesen dos mil palos, sentencia que se hubiera cumplido inmediatamente si un chiste del español no hubiera desarmado la cólera del rey. Tantos peligros milagrosamente esquivados infundieron en el ánimo de Cervantes mayor precaución, pero no lograron extinguir la sed de libertad que de día y de noche le abrasaba. Trabó amistad con un renegado natural de Osuna, llamado Girón entre los cristianos, y Abdaharramén entre los moros, el cual deseaba volver al seno de la Iglesia. Persuadióle a que adquiriese y armase una fragata, bajo pretexto de hacer el corso, y que en ella huyese de Argel, llevando consigo una porción de cautivos de lo más florido. Para reunir fondos se acudió a un mercader valenciano, establecido en aquella plaza y llamado Onofre Exarque, el cual, en efecto, aprontó más de mil trescientas doblas, con las cuales y otros recursos se acudió a lo más necesario. Ya estaba todo dispuesto, sesenta cristianos debían romper sus grillos; pero aún entre ellos hubo un Judas. Era éste Juan Blanco de Paz, que se titulaba Doctor, y había sido religioso dominico, y que así que supo el proyecto cometió la villanía de delatarlo al rey Azán, de quien recibió por todo premio un escudo de oro y una jarra de manteca.
«El rey, disimulando para hacer su venganza más estrepitosa, segura y extensiva a muchos conjurados, había dado ya sus disposiciones para sorprenderlos en el mismo acto de la fuga. Pero por estas mismas disposiciones, que no pudieron ser del todo secretas, o por algún indicio, conocieron los cristianos que se hallaban descubiertos y el terror se apoderó de todos. Onofre Exarque, viendo comprometida no sólo su hacienda sino también su vida, dijo a Cervantes que él daría desde luego la suma pedida para su rescate, suplicándole con las mayores veras que aceptase el partido y, salvándose a sí mismo, le librase de aquella angustiosa situación. Tentadora era la propuesta, mas no era Cervantes hombre para abandonar a sus amigos, de cuya constancia la tortura no podía responder como de la suya propia. Tranquilizó al mercader asegurándole que nada sería capaz de arrancarle una sola palabra; por lo pronto, y con el fin de ver cómo las cosas se encaminaban, huyó del baño acogiéndose al amparo de su antiguo camarada el alférez Diego Castellano. Mas pocos días después oyó publicar por las calles de Argel el pregón que declaraba su fuga e imponía pena de la vida a quien lo ocultase, y no queriendo que padeciera por su causa su generoso amigo y encubridor, salió al momento de su asilo, y, juntándose al paso con Morato Ráez (Maltrapillo), renegado murciano y amigo del rey, se presentó impávido a éste para que dispusiese de su vida. Irritado Azán mandó atarle las manos atrás y ponerle un cordel a la garganta, como para ahorcarle, si no confesaba. Nada bastó para que nombrase a persona alguna; echó toda la culpa sobre sí y sobre otros cuatro caballeros que estaban ya en libertad hasta que, cansado Azán de sus inútiles pesquisas, vencido a los ruegos de su amigo Morato, o cediendo a la fascinadora influencia de un esclavo cuya superioridad no podía menos de reconocer, dispuso que le encerrasen en la cárcel de moros, que estaba en su mismo palacio, y desterró a Girón al reino de Fez. Así terminó esta tentativa desgraciada, que, como las anteriores, dice Aribau, hubiera podido serio más sin una misteriosa disposición de la Providencia. Habíanse hecho por aquel tiempo grandes aprestos de guerra en España; y aunque el objeto de Felipe II era invadir y conquistar a Portugal, consta que los argelinos tuvieron gran pavor, recelando qué haría España de dicho armamento, y si la intención sería apoderare de aquel bajalato berberisco. Esta violenta situación de general alarma influyó probablemente en el ánimo de Azán para conservar la vida de aquel cautivo que, dando muestras de grandeza tal, inducía sospecha de que pudiera tener parte en la tempestad que contra su reino se fraguaba en el del monarca castellano. No sería, pues, de extrañar, si a esto se atiende, que Azán-Bajá le reservara para aquellos días de prueba que veía con espanto aproximarse, cuyo temor manifiestamente se declaró en la epístola de Cervantes al secretario Mateo Vázquez. El cronista de aquella época, Rodrigo Méndez de Silva, en su obra titulada Ascendencia ilustre del famoso Nuño Alfonso, dice que corrió gran riesgo la vida de Cervantes por las cosas que intentó para libertar muchos cristianos, y que fueron «tales su heroico ánimo y singular industria, que, si le correspondiera la fortuna, entregara a Felipe II la ciudad de Argel.» Bien fuera ésa la causa, o la secreta simpatía que pudiera infundir en su ánimo aquel valor increíble, lo cierto es que Azán se aplacó por entonces, según se lleva ya indicado. Morán añade lo siguiente: «Dos meses antes de que tan trágicas escenas aconteciesen, en 31 de julio de 1579, la infeliz madre de Cervantes, en el desamparo ya de su viudez, y su hija doña Andrea de Cervantes, vecinas de Alcalá y residentes en Madrid, se presentaron a los Padres de la Redención implorando su inagotable y reconocida piedad, entregándoles la suma de trescientos ducados, que a duras penas y a costa de dolorosas privaciones pudieron reunir, para que sirvieran de ayuda al anhelado rescate de su Miguel. Medio año más tarde, en 17 de enero de 1580, obtuvieron además del rey Felipe II, para el mismo objeto, un corto arbitrio sobre exportación de mercancías a Argel, pero con tan corta ventura que no hicieron uso de esta gracia, porque, al tratar de beneficiarla, únicamente ofrecieron por ella la miserable cantidad de sesenta ducados.»
Trasladados a Argel el 29 de mayo de 1580 los Padres Trinitarios Fr. Juan Gil y Fr. Antonio de la Bella, redentor aquél por la provincia de Castilla, y éste por el reino de Andalucía; provistos con socorros de la orden y con limosnas de algunas personas piadosas, comenzaron al punto a poner en planta la santa obra que a las playas africanas los conducía, y como Cervantes era la principal y más noble figura que se destacaba en aquel fondo lóbrego de lágrimas y desolación, tan querido de todos, tan ensalzado por todos, a quien aclamaban con voz unánime el bienhechor, el maestro, el virtuoso, el caballero, con otros mil dictados no menos honrosos que constan de las informaciones recibidas sobre este punto, y de los testimonios de personajes del más alto respeto, natural era que aquellos religiosos se sintieran movidos a estimar, entre los más preferentes, el rescate de un cristiano que con tanta abnegación y por tantas veces había puesto su cabeza en peligro por procurar la libertad de sus hermanos de cautiverio, por lo cual había llegado a tal punto su predicamento que, traspasando los límites de la colonia argelina, el nombre de Cervantes corría con fama y era respetado por todas las plazas berberiscas; y lo mismo entre los infieles por el temor que les infundía, que entre los cristianos por los sentimientos de gratitud y amor que excitaba en ellos, era considerarlo como «hombre distinto de los que se usaban.» Llegó cautivo a Argel desde Constantinopla D. Diego de Benavides, y preguntando a los que, como él, lloraban la pérdida de la libertad, quiénes de ellos eran los más principales y señalados, fue contestado por todos que Cervantes entre los primeros, porque era muy caballero, muy virtuoso y de muy buena condición: escogióle con tan buenas noticias por guía y compañero, y anduvo en ello tan afortunado, que confesó después haber hallado en él padre y madre: es decir, protección y recursos y socorro y cariño. Y entre otros muchos testimonios que se conservan, Hernando de Vega confesaba «que todos holgaban y trataban de comunicar con Cervantes, por ser de su cosecha amigable, noble y llano con todo el mundo:» Juan de Valcázar declaró que «hacía bien y limosna a los pobres cautivos, sustentándoles de comer y pagándoles sus jornadas;» el alférez Luis de Pedrosa afirma «que tenía en extremo especial gracia en todo, porque es, dice, tan discreto y avisado, que pocos hay que le lleguen;» el religioso Carmelita Fr. Feliciano Enríquez, que «se hizo muy amigo suyo, como lo eran los demás cautivos, a quienes da envidia su hidalgo proceder, cristiano, honesto y virtuoso…» ¿Para qué más? Sería perdurable tarea la de referir todas las alabanzas de que fue objeto el que prodigaba a aquellos desgraciados los consuelos que él mismo necesitaba. Fue, sin embargo, tan miserable su fortuna, que más de una vez estuvo a punto de perderse el negocio de su tan anhelada redención. Se recordara que el arráez Dali Mamí había vendido su esclavo al rey Azán por quinientos escudos de oro. Como cuestión de tráfico, el comprador exigía a la sazón el doble, según refiere el Benedictino Haedo. Y era lo peor que el tiempo apremiaba, porque, habiendo terminado ya la soberanía de Azán-Bajá en Argel, tenía aprestados sus bajeles para dar la vuelta a Constantinopla, y en ellos se hallaba Cervantes embarcado. Algunas horas más, y el negocio hubiera quedado completamente perdido, porque ya se alzaban las velas en el puerto. Pero la caridad del P. Gil era tan grande como el compromiso, y así, con el santo fervor del misionero, pidiendo a éste, influyendo con aquél e importunando a todos con sus quejas y demandas, obtuvo al fin el rescate tan suspirado de Cervantes por el mismo precio de quinientos escudos que le había costado a Azán-Bajá.
Era el 19 de septiembre de 1580, y tal vez el único día de su existencia que pudiera señalar el gran español con piedra blanca. Restituida su libertad, Cervantes permaneció todavía en Argel hasta fines de aquel año, agasajado de cuantos conocían sus bellas prendas. Sólo su delator, el mencionado Juan Blanco de la Paz, que, como casi todos los perversos, aborrecía con preferencia a quienes mas había agraviado, puso en juego todas las artes que pudo sugerirle su infernal ingenio para desacreditar y perder a quien no había podido asesinar. Temía tal vez que de regreso a España Cervantes había de descubrir su infame proceder, y trató de ganarle por la mano a fin de que sus relaciones no fuesen creídas. Con este objeto se dedicó a esparcir voces denigrantes, y a recogerlas después, seduciendo a varios cautivos y excitándoles a declarar en cierta información que intentó. Pero odiado como era, si la crédula docilidad de algunos pudo hacerle concebir alguna esperanza, encontró en los demás desprecio y resistencia. Despechado, pero no arrepentido, acudió a un medio de terror, que en aquellos tiempos alcanzaba aún a los infelices cristianos que bogaban en las galeras o trabajaban en las obras públicas en tierra de infieles. Arrogóse el título de comisario del Santo Oficio, con cédula y comisión del rey para ejercer allí sus funciones; presentóse al respetable Doctor Sosa para requerirle a que le reconociese como tal, y fue rechazado; lo mismo exigió de los Padres Redentores, quienes le pidieron exhibiese sus despachos; no pudo hacerlo porque no los tenía; todo era falsedad e intriga. «Sin embargo, dice Aribau, era preciso rechazar un golpe que hubiera podido repetirse. Con este propósito provocó Cervantes una información de testigos, que por fortuna existe original en el Archivo general de Indias, establecido en Sevilla. En este precioso documento dieron sus declaraciones los cautivos más autorizados que existían entonces en Argel, exponiendo los hechos que hemos referido, y justificando la virtuosa conducta de Cervantes en medio de aquellos trabajos. En efecto, no perdió ocasión de alentar a los renegados, medianamente predispuestos, para que volviesen a sus antiguas creencias, tímidamente abandonadas; trataba a todos con una gracia particular, que le conciliaba el afecto de cuantos le conocían; con lo poco que podía recoger socorría liberalmente a los mas necesitados, exhortaba a los pusilánimes, flacos y tibios, cumplía con los deberes de la religión, y componías versos, algunos de ellos sobre asuntos de piedad. Acaso a esta época debe referirse la infinidad de romances de que habla él mismo en su Viaje al Parnaso
Con este testimonio, que suplía con ventaja las perdidas cartas de recomendación, vino Cervantes, lleno de seductoras esperanzas, a besar las arenas de su patria y a abrazar a su atribulada familia. De haber regresado rico, feliz, fastuoso y colmado de honores, hubiera hallado seguramente manos que estrecharan la suya; sonrisas que le acariciasen; labios que le llamaran amigo; plumas, en fin, que se ejercitasen en sublimar sus proezas en Lepanto, sus bizarrías en Italia, sus dolores y sacrificios en Argel; pero volviendo pobre, mutilado, modesto y desfavorecido, ¿qué otro acogimiento podía prometerse, sino aquél que la injusticia humana tiene siempre dispuesto para los desheredados de la fortuna? Grande debió ser, en efecto, el desencanto de aquel genio inmortal, al poco tiempo de su estancia en la corte, y mortificadores hasta lo sumo los obstáculos que se opusieron al logro de sus legítimas esperanzas, cuando, a pesar de sus treinta y tres años de edad, sus gloriosas heridas, sus padecimientos inauditos y sus méritos jamás galardonados, volvió a empuñar las armas no para mandar una compañía, a lo que cinco años antes le habían considerado ya acreedor D. Juan de Austria y el virrey de Nápoles, sino para luchar de nuevo como simple soldado por su patria. Debió además impulsarle a semejante determinación el ejemplo de su hermano Rodrigo que, de vuelta de su cautiverio, se había otra vez incorporado a sus antiguas banderas, y servía a la sazón en el ejército castellano que acababa de invadir a Portugal.
Mal dispuestos sus moradores para sufrir el dominio de los castellanos, luego que falleció su soberano D. Enrique, opusiéronse a las pretensiones de Felipe II, levantando estandartes en Lisboa por el prior de Ocrato, D. Antonio, hijo espúreo de un hermano del difunto monarca; y, aunque aquella tormenta fue brevemente deshecha por el duque de Alba, todavía con las turbulencias de la muchedumbre y el poderoso amparo que prestaban las Cortes de Inglaterra y Francia a los portugueses en aquella guerra, encendida primero en el continente y propagada después allende los mares en las posesiones portuguesas, hubo de dilatarse desde el año 1581 hasta el 1583. Consta que por mar y por tierra tomó parte Cervantes en las campañas de esos tres años, pues él mismo dijo en un memorial dirigido al Rey que después de cautivados él y su hermano Rodrigo, fueron a servir a Su Majestad en el reino de Portugal, y a las Terceras con el marqués de Santa Cruz. Pero no hay noticias positivas de sus aventuras y hechos de armas en estas expediciones; sólo sabemos que por aquellos tiempos fue enviado de Mostagán con cartas y avisos del alcaide de aquella fortaleza para Felipe II, quien le mandó pasar a Orán. También con esta época debieron coincidir ciertos amores con una dama portuguesa, de la que hubo una hija llamada Isabel de Saavedra, que formaba después, como se dirá, parte de su familia. Concluida la guerra con la reducción de todas las posesiones ultramarinas pertenecientes a la Monarquía portuguesa, y, desvanecidas las probabilidades de fortuna por este camino, fijó ya Cervantes su domicilio, después de quince años de vicisitudes y adversidades. Pero lo grande, lo admirable es que aquel incesante movimiento, aquella constante agitación, aquella vida tan llena de tristísimos azares, que parece debían absorber si no toda su atención, todo su tiempo al menos, lejos de distraerle del cultivo de las letras sirvió, por el contrario, para excitar más en él su afición nativa y para fertilizar con la observación de distintos países y costumbres aquella imaginación tan rica de por sí. Sus correrías por Italia enardecieron su fantasía con aquel fuego inspirador y contagioso que, encendido no mucho tiempo antes en los palacios de Lorenzo de Médicis el Magnífico y de León X, alumbraba espléndidamente aún en la segunda mitad del siglo XVI. Ese fecundo germen comenzó a dar sus frutos durante el cautiverio del ilustre novelista, y diólos tal vez también durante su estancia en Portugal, puesto que pocos meses después de su segundo regreso a España, que debió de ser a últimos del 1583, dio a la estampa su primera producción de importancia, La Galatea, colgando para siempre aquella espada que le había dado honra muchísima, pero trabajos infinitos sin provecho alguno. «Consta, dice Aribau, que en 12 de diciembre de 1584 contrajo Cervantes matrimonio con doña Catalina de Palacios Salazar y Vozmediano, hija de Hernando Salazar y Vozmediano y de Catalina de Palacios, ambos de las más ilustres casas de Esquivias. Se echa de ver que había estrechas relaciones entre las familias de los desposados, por cuanto el padre de Cervantes había nombrado por albacea en su testamento a la doña Catalina , viuda ya de Hernando. El domicilio conyugal se estableció en la misma villa de Esquivias, al parecer muy modestamente, pues no daban lugar a otra cosa la dote de la mujer ni los recursos del marido. Era preciso aguzar el ingenio para atender a las nuevas cargas, y tanto la falta de ocupación como la proximidad de aquel punto a la corte daban a Cervantes frecuentes ocasiones para ir a activar sus pretensiones y a cultivar sus amistades. Túvolas muy estrechas con los más afamados ingenios de aquel tiempo, cuya benevolencia se había granjeado por los elogios, a la verdad exagerados en su mayor parte, que acababa de tributarles en el canto de Calíope, inserto en el libro VI de su Galatea. Concurriría, probablemente, donde sus amigos se juntaban, a departir las cuestiones literarias del día y comunicarse el fruto de sus trabajos, y así fue que a varios autores que publicaron por entonces sus obras dedicó algunos sonetos y composiciones laudatorias para poner al frente de aquéllas, urbana costumbre y tributo recíproco que él mismo recibió y pagó, pero que con sumo donaire supo después ridiculizar en el prólogo de la primera parte del Quijote.»
Pero esto no daba medios de subsistir, y aunque generalmente la industria de escribir era entonces más estéril que en nuestros días, había ciertos ramos en los que se lograba algún mezquino producto, y uno de ellos era el teatro. La escena española estaba entonces en mantillas. Ni el artificio de Bartolomé Torres Naharro, y sus secuaces Cristóbal de Castillejo y Juan de Malara, ni la cómica sencillez del insigne Lope de Rueda y su apasionado Juan de Timoneda, ni los esfuerzos de Fernán Pérez de Oliva, Pedro Simón Abril y Fr. Jerónimo Bermúdez para inocular en sus contemporáneos el gusto a las formas clásicas habían logrado formar un teatro verdaderamente nacional. Las reliquias de aquellos tiempos, preciosísimas para la historia del arte, como que señalan las huellas que dejó el ingenio español en su gloriosa carrera, no podían servir de guía segura. No hay necesidad de detenerse más en este punto: basta decir que Juan de la Cueva, en Sevilla, y Cristóbal de Virúes, en Valencia, tomaban un rumbo nuevo y allanaban el camino al gran Lope de Vega, corrompiendo en su mismo origen la obra que preparaban. El pueblo, entusiasmado por la brillante novedad, corría en tropel a los corrales de comedias, y Cervantes, que escribía para la subsistencia y para la gloria, se vio en el caso de contentar al pueblo que pagaba y que aplaudía. Veinte o treinta comedias, según él dijo después, compuso en aquellos años, y por la notable incertidumbre con que se expresa sobre su número puede presumirse que en poco las estimaría. Sin embargo fueron bien recibidas por representantes y espectadores, y sin ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza corrieron su carrera libres de silbidos, gritos y baraundas. Ocupaciones de otro género sobrevinieron a Cervantes, que desapareció de la escena literaria por espacio de cerca de veinte años, sobre cuyo período desagradable pasan sus biógrafos rápidamente. Obligado por la necesidad, aceptó el cargo de temporal, comisario o factor de provisiones para la Armada; se trasladó con este motivo a Sevilla en 1588, prestó sus fianzas, desempeñó allí su cometido hasta 1592, y rindió sus cuentas. En el ínterin no descuidaba sus pretensiones, como que en 1590 solicitaba del rey un oficio, de los que se hallaban vacantes en Indias, señalando particularmente la contaduría del nuevo reino de Granada, la de las galeras de Cartagena, el gobierno de Soconusco en Guatemala o el corregimiento de la ciudad de la Paz, pues con cualquiera de estos destinos se daba por satisfecho, apelando, como dijo él mismo, al remedio a que se acogían muchos otros perdidos en Sevilla, que era el pasarse a las ludías, refugio y amparo de los desesperados de España. El rey decretó que no había lugar, y que buscase por acá en qué se le hiciese merced. Dando a esta promesa más valor del que en sí tenía, volvió Cervantes a Madrid en 1594, y todo lo que pudo conseguir fue otra comisión del Consejo de Contaduría Mayor para la cobranza de ciertas cantidades que, procedentes de tercias y alcabalas, debían varios pueblos del reino de Granada, que recorrió en efecto, realizando estos créditos con suma eficacia, aunque no sin dificultades. En 1595 tuvo que pasar a Sevilla con motivo de haber vuelto protestada una letra sobre Madrid de siete mil cuatrocientos reales, que había remitido al tesorero general, y de cuyo importe se le hacía responsable; la quiebra del librador le puso en grandes apuros, de que salió sin más perjuicios que el disgusto. En 1597, según las cuentas formadas por las oficinas, resultaba contra Cervantes un descubierto de dos mil seiscientos cuarenta y un reales, y, por Real provisión, se dio orden a un Juez de Sevilla para que le prendiese, y a su costa le enviase preso a la corte a disposición del Tribunal de Contaduría Mayor. Verificóse la prisión, aunque no se tardó, por buena composición, en poner en libertad a Cervantes, bajo fianza de presentarse dentro de treinta días en Madrid a rendir la cuenta y pagar el alcance. No era entonces meramente Sevilla emporio comercial, pues florecieron también en ella por aquel tiempo muchos de los poetas que más honra dan a nuestro Parnaso, y con los cuales comunicaba Cervantes amigablemente.
El insigne pintor Francisco Pacheco, maestro y suegro del gran Velázquez, así manejaba el pincel como la pluma, y es fama que su estudio fue en aquella época no solamente museo para los artistas, sino reunión de grato solaz y dulce estímulo para los literatos. Academia ordinaria de los más cultos ingenios de Sevilla y forasteros, la llamó el historiador Rodrigo Caro en sus Claros varones de Sevilla. Pacheco tuvo el buen gusto de retratar a sus compañeros o cofrades; y como consta que hizo el retrato de Miguel de Cervantes, no es dudoso que éste debió ser del número de los concurrentes a su casa. También fue retratado Cervantes por otro pintor y poeta sevillano de gran fama, el traductor de la Aminta, del Tasso, D. Juan de Jáuregui, y tuvo amistad con el gran lírico Fernando de Herrera, cuya muerte debió ocurrir en aquel tiempo según se deduce de un soneto en que lamentó tamaña pérdida Cervantes, soneto que calificó su mismo autor con estas palabras, puestas bajo el epígrafe: Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida. No fueron sólo estos juguetes los trabajos literarios en que se ejercitó su pluma durante el largo transcurso de doce años que permaneció en Andalucía. Otros de mayor consideración sirvieron de esparcimiento a su ánimo en los ratos que le dejaban libres aquellas prosaicas y aborrecibles comisiones, y es opinión acreditada no entre el vulgo, sino entre los eruditos que más han profundizado la historia de Cervantes, que fue en Sevilla donde comenzó a escribir el Quijote. Desde fines de 1598 hasta principios de 1603 sólo quedan de Cervantes tradiciones que, si bien bastante generales y constantes, no se apoyan en documentos conocidos, falta tanto más sensible cuanto más interesante sería saber las circunstancias que le dieron ocasión e impulso para escribir su libro inmortal, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Sobre que en la Mancha estuvo en aquellos años, todos se hallan acordes; y de que allí recibió algún desaguisado en cierto pueblo, cuyo nombre recordaba con repugnancia, dan testimonio algunos pasajes de su obra. Pudo muy bien haberse trasladado a aquel país acogiéndose al amparo de algún pariente, entre los muchos y muy ilustres que por allí tenía; pudo también haber ido a desempeñar alguna comisión, ya que este modo de vivir había abrazado. «Unos aseguran, dice Navarrete, que, comisionado para ejecutar a los vecinos morosos de Argamasilla a que pagasen los diezmos a la dignidad del gran priorato de San Juan, fue atropellado y puesto en la cárcel; otros suponen que esta prisión dimanó del encargo que se le había confiado relativo a la fábrica de salitres y pólvora en la misma villa, para cuyas elaboraciones echó mano de las aguas del Guadiana en perjuicio de los vecinos que las aprovechaban para el riego de sus campos, y no falta, en fin, quien crea que este atropellamiento acaeció en el Toboso, por haber dicho Cervantes a una mujer algún chiste picante, de que se ofendieron sus parientes e interesados.» La fama de quisquillosos y linajudos de que gozaban los pueblos de aquel distrito; la tradición que todavía subsiste en Argamasilla de que en la casa llamada de Medrano estuvo el encierro, donde permaneció Cervantes padeciendo largos trabajos; el dicho del mismo, confirmado por otro de Avellaneda, de que su libro fue engendrado en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento, han originado una multitud de conjeturas que en vano se han pretendido apurar. Si lo que se refiere tiene, según parece, algún fundamento, es preciso confesar que no se ha visto jamás en el mundo más graciosa ni más discreta venganza. Acaso esto mismo habrá contribuido a que, creyéndose alguno aludido en su persona o en su familia en ésta o en aquélla expresión del Quijote, haya procurado ocultar los documentos que pudieran hacerle ridículo u odioso. Se hallaba establecida la corte en Valladolid desde el año 1600 y andaba todavía a vueltas el fastidioso expediente del supuesto descubierto de Cervantes por resultas de las cuentas de sus cobranzas. Un informe que accidentalmente dieron en enero de 1603 los contadores de relaciones a la Contaduría Mayor iba a remover el asunto, y a causarle nuevas vejaciones, cuando Cervantes, sabedor acaso de esta novedad, se presentó en Valladolid a dar sus descargos, que sin duda fueron satisfactorios, supuesto que, habiendo residido en la corte y a la vista del Tribunal hasta el fin de sus días, no volvió a ser molestado bajo el concepto de deudor a los caudales públicos.
Disponía entonces a su arbitrio de la monarquía el famoso duque de Lerma, gran valido de Felipe III, que, según las quejas de los contemporáneos y la visible decadencia del poderío, riqueza y cultura de la nación, usó de su privanza en provecho propio mas que en el común. En vano se esforzó Cervantes en exponerle sus servicios para conseguir la apetecida recompensa; aquéllos eran ya muy antiguos y ésta se guardaba sólo para los lisonjeros y paniaguados. El duque, ambicioso de enlazar su familia con las más esclarecidas del reino, casó a su hijo segundo don Diego Gómez de Sandoval con doña Luisa de Mendoza que, como inmediata sucesora del título del Infantado, llevaba el de condesa de Saldaña. Al nuevo conde, pues, que según parece era aficionado a la poesía, dirigió Cervantes una oda, pero ni por este medio alcanzó el merecido favor, y aseguran que fue recibido con despego por aquel orgulloso Ministro. Desalentado Cervantes por este camino y tratando de publicar la primera parte del Quijote, que acababa de escribir, se vio en la necesidad de buscar algún mecenas poderoso que, según la frase de entonces, amparase la obra y la pusiese a cubierto de los tiros de la envidia. D. Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, séptimo duque de Béjar, era uno de los magnates que por aquel tiempo hacían gala de proteger las letras y honrar a los autores, si bien no siempre con buena intención y discernimiento. Rehusando el duque la dedicatoria, ciñóse Cervantes a suplicarle se dignase oír un capítulo, y fue tanto lo que su lectura regocijó a los asistentes, que no le dejaron parar hasta el fin de la obra. Tanto fue menester para aceptar un obsequio que habría llenado de orgullo al más indiferente. Esta protección duró muy poco, siendo de notar que Cervantes no dedicó al mismo duque, que aún vivía, la segunda parte del Quijote, ni volvió a mentarle en sus escritos. Atribúyese esto a la influencia de un religioso entrometido, que mangoneaba en casa de los duques y que se empeñó en desacreditar a Cervantes
Pocos meses después de publicado el Quijote, ocurrió a Cervantes un disgusto que debió acibarar por algunos días su existencia. No parece sino que una tenaz fatalidad le andaba persiguiendo sin cesar por todas partes. Permanecía en Valladolid con alguna tranquilidad en el seno de la familia, compuesta de su hija natural, de su hermana viuda, doña Andrea, la misma que había contribuido a su rescate; de una hija de ésta y de una persona allegadiza que se llamaba también su hermana y era beata. Por la noche del 27 de junio, estando ya recogido Cervantes y todos los de su familia, hubo en la calle cuchilladas, de que resultó herido gravemente don Gaspar de Ezpeleta, caballero navarro, de la orden de Santiago, que andaría rondando, según la costumbre de los enamorados de aquellos tiempos. Pidió auxilio, alborotóse la vecindad, bajó Cervantes, y con la ayuda de otro fue colocado el herido en el cuarto de una vecina, que se hallaba más a mano, donde murió en la mañana del 29. La circunstancia de haberse depositado sus vestidos en casa de Cervantes motivó el que se le pusiese en la cárcel junto con su hermana, hija y sobrina. Días después, reconocida su inocencia, fue puesto en libertad, y los dichos de las mujeres sonsacadas por el Juez en pesquisas y declaraciones impertinentes han dado ocasión a la malicia de algunos para atribuir a Cervantes una industria vergonzosa, incompatible con la nobleza de su carácter. Llevada otra vez la corte a Madrid, la siguió Cervantes, siempre dedicado a las agencias que se le encomendaban, aplicando de día en día y con mejor fortuna su laboriosidad a los trabajos literarios, cuya grandeza se hará visible al enumerarlos y examinarlos.
En medio de tanta adversidad, Cervantes llegó a tener, pero ya muy tarde, extensas e importantes relaciones debidas, sin duda, a la buena acogida que entre todas las clases tenía entonces la Congregación que celebraba sus ejercicios en el convento de la Trinidad, pues él formaba parte de la asociación, y fue recibido después en la 0rden Tercera de San Francisco, todo lo cual contribuiría a mitigar, por otra parte, las amargaras de una vida apesarada que por momentos se iba acabando. Tenía ya concluida su obra Los Trabajos de Persiles y Segismunda, cuando en 2 de abril de 1616 enfermó de hidropesía, y sin poder salir de su casa, hizo en ella su profesión de la Orden Tercera. Dio el mal una breve tregua que le permitió trasladarse a Esquivias, o para despedirse de sus deudos, o para buscar algún alivio en la variación de aires y alimentos. Pero vista la ineficacia del remedio volvió a Madrid a los pocos días; el encuentro que tuvo en el camino con un estudiante se halla descrito en el prólogo de dicha obra y prueba la jovialidad que conservó hasta sus últimos momentos, como quien, satisfecho de su conducta, tranquilo en su conciencia, iba caminando alegre y animoso a los próximos umbrales de la muerte, que tantas veces arrostró. Pero en donde más resplandece la entereza del justo es en la dedicatoria con que acompañó el Persiles y Segismunda a su constante protector el conde de Lemos, que, relevado de su gobierno de Nápoles, estaba próximo a regresar a la corte para tomar posesión de la presidencia de Italia. Deseaba Cervantes besarle las manos antes de morir; pero fue negado a su gratitud este consuelo. Recibida la Extremaunción el día anterior, escribió en 19 de abril aquella carta festivamente tierna, que no tiene lugar en las agonías del más firme estoico, e hizo su testamento encargando dos misas en sufragio de su alma, que abandonó a su cuerpo en 23 de abril de 1616.
En tal día del mismo año, observa el Doctor Bowle, falleció el célebre dramaturgo Guillermo Shakespeare, honra y prez de la nación británica. Esta coincidencia es sólo aparente. El día 23 de abril en el calendario británico de aquellos tiempos correspondía al 12 del propio mes en el nuestro; las persecuciones religiosas habían retardado allí la adopción de la reforma gregoriana. Pero Shakespeare yace en un soberbio monumento, bajo las suntuosas bóvedas de Westminster, entre reyes y poderosos. El cuerpo de Cervantes, conducido humildemente por cuatro hermanos de la Orden Tercera con la cara descubierta, según la costumbre de aquella sociedad, fue enterrado en la iglesia de las monjas Trinitarias, donde había profesado doña Isabel, único fruto de sus amores. Sus despojos, ¿dónde están? Cuando aquellas religiosas, diecisiete años después, trasladaron su comunidad de la calle del Humilladero en que se establecieron a la de Cantarranas, recogieron los restos de los que habían elegido aquel recinto para su último descanso y los depositaron sin distinción en una huesa ignorada. Aunque un entendido frenólogo, escudriñando y buscando por entre aquellos montones de polvo y huesos descabalados, tomase un cráneo y lo presentase diciendo: «aquí pensó Miguel de Cervantes Saavedra,» sería dudoso y desconfiado nuestro profundo acatamiento.