Voltaire – Diccionario Filosófico |
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PROFECÍAS
Esta palabra, tomada en su acepción ordinaria, significa predicción del porvenir. En este sentido Jesús decía a sus discípulos: «Es necesario que todo lo que de mí se dice en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos, se realice.» «Entonces —añade el evangelista— él les abrió el espíritu para que pudieran comprender las Sagradas Escrituras.»
Se comprenderá que era una necesidad indispensable tener el espíritu abierto para comprender las profecías, si nos fijamos en que los judíos, que fueron los depositarios de ellas, no reconocieron nunca que Jesús era el Mesías, y en que hace ya diez y ocho siglos que nuestros teólogos disputan unos con otros para fijar el sentido de algunas de ellas, que tratan de aplicar a Jesús. Como por ejemplo, la profecía de Jacob (1): «No le quitarán el cetro a Judá y el jefe de su pierna hasta que venga el que debe ser enviado.» Esta otra de Moisés (2): «El Señor vuestro Dios hará salir un profeta como yo de vuestra nación y entre vuestros hermanos, y a Él es a quien debéis escuchar.» Esta de Isaías (3): «He aquí una virgen que concebirá y dará a luz un hijo que se llamará Emmanuel.» Y esta otra de David (4): «Setenta semanas se han abreviado en favor de nuestro pueblo.» Pero nuestro objeto en este artículo no es detenernos en detalles teológicos.
Observemos únicamente lo que dicen las Actas de los Apóstoles al dar un sucesor a Judas, y en otras ocasiones que se proponían expresamente realizar las profecías; pero hasta los mismos apóstoles citaban algunas que no se encuentran en la Sagrada Escritura de los judíos, como la siguiente que refiere San Mateo: «Jesús fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret, con la idea de que se realizara la predicción de los profetas; por eso le llamaron Nazareno.»
San Judas, en su Epístola, cita también una profecía del libro de Enoch que es apócrifa, y el autor de la obra imperfecta que se ocupa de San Mateo, hablando de la estrella que vieron los magos en Oriente, se expresa en estos términos: «Me han referido —dice tomándolo de no sé qué escritura que verdaderamente no es auténtica, pero que fortalece la fe en vez de destruirla— que existe en las riberas del Océano oriental una nación que posee un libro que lleva el nombre de Seth, en el que se habla de la estrella que debía aparecerse a los reyes magos y de los regalos que éstos irían a ofrecer al hijo de Dios. Dicha nación, conocedora del citado libro, escogió doce personas de las más religiosas, y les encargó que observaran cuándo se aparecía la estrella. Cuando una de esas doce personas moría, la sustituían con uno de sus hijos o con uno de sus próximos parientes. Esas personas las llamaron magos en su idioma, porque servían a Dios en silencio y en voz baja.»
Los magos iban todos los años, después de la recolección de los trigos, a una montaña que hay en su país, que llaman de la Victoria, que es muy agradable por las fuentes que la riegan y por la multitud de árboles que allí crecen. Había allí también un antro formado entre los huecos de los peñascos, y después de lavarse y de purificarse en él, ofrecían sacrificios y rezaban a Dios silenciosamente durante tres días.
No interrumpieron esta religión práctica durante gran número de generaciones, hasta que al fin la deseada estrella bajó desde el cielo, descendiendo hasta la montaña; ostentaba la figura de un niño pequeñuelo, encima del cual campeaba una cruz. La estrella habló a los magos, y les dijo que fueran a Judea. Partieron al instante; la estrella les guiaba andando siempre delante de ellos, y pasaron dos años en el camino.
Esta profecía del libro de Seth se parece en todo a la de Zoroastro, menos que en la estrella de éste se veía la figura de una joven doncella; por eso sin duda Zoroastro no dice que sobre ella campeaba una cruz. Esta profecía, que cita el Evangelio de la infancia, la refiere también Abulparage. Zoroastro enseñó a los persas la manifestación futura de Nuestro Señor Jesucristo, y les encargó que le ofrecieran regalos en cuanto viniera al mundo. Les enseñó también que en los últimos tiempos una virgen concebiría sin la intervención de ningún hombre, y que cuando diera a luz en el mundo a su hijo, aparecería una estrella que brillaría en pleno día y que ostentaría la figura de una joven doncella. «Vosotros, hijos míos —añade Zoroastro—, la percibiréis antes que las demás naciones. Cuando veáis aparecer esta estrella, id en seguida adonde ella os guíe. Adorad al niño recién nacido y ofrecedle regalos, porque es el Verbo que creó el cielo.»
El cumplimiento de esta profecía lo refiere la Historia Natural de Plinio (5); pero además de que la aparición de la estrella debió preceder cerca de cuarenta años al nacimiento de Jesús, este pasaje es sospechoso para los sabios, y no es el primero ni el único que se ha ingerido en el cristianismo. He aquí el extracto de este pasaje: «Apareció en Roma, durante siete días, un cometa tan brillante, que apenas podía mirársele fijamente; en él se distinguía la figura de un dios en forma humana; se creyó que era el alma de Julio César que acababa de morir, y le adoraron en un templo particular.»
Assemani, en su Biblioteca Oriental, se refiere a un libro de Salomón, metropolitano de Basora, que se titula Abeja, en el que hay un capítulo entero dedicado a esta predicción de Zoroastro. Hornio, que lo creía auténtico, sostiene que Zoroastro era Balaam, quizás porque Orígenes, en el libro que escribió contra Celso, dijo que los magos adquirieron sin duda las profecías de Balaam, porque se encuentran las siguientes palabras en el libro de los Números: «Una estrella se levantará de Jacob; de un hombre saldrá Israel.» Pero Balaam no era judío, como no lo era Zoroastro, puesto que él mismo dice que vino de Aram, de las montañas de Oriente.
Por otra parte, San Pablo habla a Tito de un profeta cretense, y San Clemente de Alejandría reconoce que queriendo Dios salvar a los judíos les concedió tener profetas; hizo salir a los más excelentes hombres de la Grecia, los que eran más a propósito para recibir semejante gracia, separándoles de los hombres del vulgo, para que fueran profetas de los griegos. «Platón —dice además—, ¿no predijo en cierto modo la economía saludable, cuando en el segundo libro de la República imitó estas palabras de la Escritura: «Deshagámonos del justo, porque nos incomoda», y se expresó en estos términos: «El justo será apaleado y le atormentarán; le reventarán los ojos, y después de sufrir toda clase de martirios le crucificarán»?
San Clemente hubiera podido replicar que si no reventaron los ojos a Jesús, para que se cumpliera la profecía de Platón, tampoco le rompieron los huesos, como dice uno de los salmos: «Mientras me rompen los huesos, los enemigos que me persiguen me llenan de calumnias y de injurias» (6). Por el contrario, San Juan (7) dice terminantemente que los soldados rompieron las piernas a los dos reos que crucificaron con el Salvador, pero que no rompieron las de Jesús, para que estas palabras de la Escritura se cumplieran: «No romperéis ninguno de sus huesos.»
La Sagrada Escritura que cita San Juan, se refería en este pasaje al cordero pascual que tenían que comer los Israelitas; pero Juan Bautista, que llamaba a Jesús el cordero de Dios, se las aplicó a él y sostuvo que Confucio había predicho su muerte; Spizeli cita la Historia de la China de Martini, en la que su autor refiere que el año 39 del reinado de Kringi unos cazadores mataron fuera de las puertas de la ciudad un animal raro que los chinos llaman kilín, (cordero de Dios). Al oír esta noticia Confucio se golpeó en el pecho, lanzó profundos suspiros y exclamó: «Kilín, ¿quién ha dicho que habéis venido? Mi doctrina toca a su termino y no tendrá ninguna aplicación cuando vos aparezcáis.»
También se encuentra otra profecía de Confucio en su segundo libro, que aplican a Jesús, aunque en ella no se le llame cordero de Dios. Es la siguiente: «No debe temerse que cuando el Santo que esperan las naciones venga no se rinda a su virtud todo el homenaje debido. Sus obras estarán en armonía con las leyes del cielo y con las de la tierra.» Las profecías contradictorias que se encuentran en los libros de los judíos parece que deban excusar su obstinación, y explican las dificultades con que tropiezan nuestros teólogos cuando cuestionan con ellos. Además, las que acabamos de referir de los otros pueblos prueban que el autor de los Números, los apóstoles y los Santos Padres, reconocieron que había profetas en todas las naciones. Lo mismo creen los árabes, que cuentan ciento veinticuatro mil profetas desde la creación del mundo hasta Mahoma, y suponen que cada uno de ellos fue enviado directamente a una nación. |
Nos ocuparemos de las profetisas en el artículo titulado Sibila
II
Sólo corresponde a la Iglesia infalible fijar el verdadero sentido de las profecías. Los judíos han sostenido siempre tercamente que ninguna profecía se refería a Jesucristo, y los Padres de la Iglesia no podían ventajosamente cuestionar con ellos, porque exceptuando San Efrén, Orígenes y San Jerónimo, no hubo ningún Padre de la Iglesia que supiera el idioma hebreo.
Hasta el siglo IX, Rabán el Moro, que después fue obispo de Mayenza, fue el único que estudió la lengua judía; le imitaron otros, y entonces fue cuando empezaron a disputar con los rabinos sobre el sentido de las profecías.
Quedó asombrado Rabán de las blasfemias que proferían los judíos contra nuestro Salvador, llamándole «bastardo», «impío», «hijo de Panter», y diciendo que no es lícito rezar a Dios y maldecirle (8).
Estas horribles profanaciones se encuentran en muchas partes, en el Talmud, en los libros de Nizzachon, en la disputa de Rittangel, en los de Jechiel y de Nachmanides, titulados Muralla de la fe, y en la abominable obra de Toldos Jeschut. Sobre todo en la Muralla de la fe, atribuida al rabino Isaac, es donde se interpretan todas las profecías que anuncian a Jesucristo, aplicándolas a otras personas. En esa obra es donde se asegura que la Trinidad no está en ningún libro hebreo, en los que no se encuentra la más ligera huella de nuestra santa religión; antes por el contrario, alegan cien pasajes que, en opinión de los que los interpretan, aseguran que la ley mosaica debe regir eternamente.
El famoso pasaje que debe confundir a los judíos y dar el triunfo a la religión cristiana, según confesión de los grandes teólogos, es el siguiente, que se encuentra en Isaías: «Una virgen quedará embarazada, dará a luz un hijo que se llamará Emmanuel; comerá manteca y miel hasta que sepa rechazar el mal y escoger el bien; la tierra que tú detestas la abandonarán los dos reyes… El Eterno silbará a las moscas de los arroyos de Egipto y a las abejas que están en el país de Assur… Y ese mismo día el Señor afeitará con una gran navaja al rey de Assur la cabeza y el pelo de las partes genitales y el de la barba…» Y el Eterno me dijo: «Toma un gran rodillo y escribe en él con un puntero, en letras gordas, que saqueen de prisa y que se traigan todos los despojos…» Traigo conmigo fieles testigos, a saber: a Urías el sacrificador y a Zacarías, hijo de Zebrecia… Y me acosté con la profetisa, que concibió y dió a luz un hijo, y el Eterno me dijo: «Llama a ese hijo Maher-salal-has-bas. Antes que el rifo sepa decir padre y madre, arrebatarán el poder a Damasco y presentarán el botín de Samaria ante el rey Assur.»
El rabino Isaac afirma, como los demás doctores de su ley, que la palabra hebrea «alma» significa unas veces virgen, otras veces mujer casada; que a Ruth le llaman «alma» cuando es madre; que a la mujer adúltera algunas veces le llaman también «alma»; que aquí sólo se trata de la mujer del profeta Isaías; que su hijo no se llama Emmanuel, sino Maher-salal-has-bas; que cuando ese hijo coma manteca y miel, los dos reyes que sitian a Jerusalén serán arrojados del país, etc.
De este modo los ciegos intérpretes de su propia religión y de su propia lengua pelean contra la Iglesia, afirmando obstinadamente que dicha profecía de ningún modo se refiere a Jesucristo. Mil veces han refutado su explicación nuestras lenguas modernas, y hemos empleado para convencer a los judíos la fuerza, el patíbulo, las ruedas y las llamas, y sin embargo no se han rendido nunca.
«Nos trajo las enfermedades y sostuvo nuestros dolores, y nosotros le creíamos lleno de llagas, afligido y herido por la mano de Dios.»
Aunque me parece chocante esta predicción, los obstinados judíos sostienen que no se refiere a Jesucristo, que se refiere a los profetas, que eran perseguidos por los pecados del pueblo.
«Y he aquí que mi servidor prosperará, se verá colmado de honores y elevado a gran altura.» Dicen también que esa profecía no tiene nada que ver con Jesucristo, sino con David; porque ese rey efectivamente prosperó, pero no prosperó Jesús, a quien ellos desconocieron.
«Y tú, Belén de Efrata, que eres pequeña, comparada con lo grande que es Judá, saldrá para ti un dominador en Israel, y su salida durará una eternidad.»
También se atreven a negar que esta profecía se refiere a Jesucristo. Dicen que es evidente que Micheo habla de algún capitán hijo de Belén, que será victorioso en la guerra empeñada contra los babilonios, porque momentos después se ocupa de la historia de Babilonia y de los siete capitanes que eligieron a Darío. Por más que se les demuestre que se trata del Mesías, no quieren convencerse.
Disputar con ellos es perder el tiempo, y aunque el abad Francisco (9) escribiera un libro más voluminoso que el que escribió y lo agregara a los cinco o seis mil volúmenes que hay escritos sobre esta materia, no adelantaríamos un paso para convencer a los judíos.
Estamos metidos en un caos que es imposible que desembrolle la debilidad del espíritu humano, que necesita como siempre de una Iglesia infalible que decida sin apelación, porque si un chino, un tártaro o un africano, contando sólo con su buen sentido, leyera todas las profecías, le sería imposible aplicarlas ni a Jesucristo, ni a los judíos, ni a nadie. Se quedaría pasmado, sumergido en la incertidumbre, nada concebiría, no tendría ni una sola idea clara; no podría dar un paso sobre ese abismo sin tener un guía. Tenemos, pues, a la Iglesia por nuestra guía, ya que es el único medio de caminar seguros. Conducidos por ese guía se llega, no sólo hasta el santuario de la verdad, sino hasta obtener buenos canonicatos y buenas prebendas, opulentas abadías con báculo y mitra, a cuyo abad le llaman «monseñor» los frailes y los campesinos, a obispados que se adornan con el título de príncipes, y a gozar en el mundo, con la seguridad de poseer el cielo mañana.
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(1) Génesis, cap. XLIX.
(2) Deuteronomio, cap. XVIII.
(3) Idem, cap. VII.
(4) Idem, cap. IX.
(5) Libro II, cap. XXV.
(6) Salmo XLII, vers. 11.
(7) Capitulo XIX, vers. 32 y 36.
(8) Wagenselius in prmio, pág. 53.
(9) Autor de una obra titulada Examen de los hechos que sirven de fundamento a la religión cristiana