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Torre de Babel Ediciones

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR (JOSÉ ORTIZ Y SANZ)

Diógenes Laercio – Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR (JOSÉ ORTIZ Y SANZ)

Desocupado de la impresión de mi Vitrubio español el año 1787, el excelentísimo señor conde de Floridablanca, por carta fechada en San Ildefonso a 29 de julio del mismo año, mandó me emplease en aquel trabajo que fuese más propio a mi inclinación y gusto literario hasta que su excelencia dispusiese otra cosa. Desde luego puse la mira en traducir a nuestra lengua algún autor griego de gusto y útil a la patria, no muy rica de esta clase de libros. En el siglo XVI y parte del XVII tuvimos muchos sabios patricios que pudieran haberse dedicado más a poner en nuestra lengua los escritores griegos que han quedado. Tucídides, Jenofonte, Homero, Josefo, Plutarco, Apiano, la historia llamada Tripartita y Dioscórides son las obras griegas más notables que, que yo sepa, tradujesen nuestros españoles en los tiempos referidos. Las de menos cuenta son Aftonio, el Enquiridión de Epicteto, la Tabla de Cebes, las Fábulas de Esopo, algo de Aristóteles, Galeno, Isócrates, Dión Crisóstomo y algunas otras cosillas de poca monta. Estas traducciones han llegado a ser tan raras, que se han hecho apreciables a pesar de la imperfección y desaliño de casi todas.

Un poco van enmendando este defecto algunos literatos de nuestros días, y podemos esperar se mire hoy con el merecido desprecio el pernicioso aforismo de un autor español que se esforzó por persuadirnos de que es más útil el estudio de la lengua francesa que el de la griega; opinión que, a mi juicio, ha perjudicado no poco a la restauración de nuestra literatura. El caso es que desde que el padre Feijoo quiso sostener esta paradoja, nos ha inundado un diluvio de libretes franceses traducidos al español, los cuales nos quitan el tiempo y el dinero, y aun pueden ser causa de no haber hoy entre nosotros obras más importantes. Nuestros traductores apenas tienen valor para emprender otras traducciones que las de los libros franceses. Sea el autor italiano, alemán, inglés, holandés, polaco, etc., no entra su libro en España si no pasa primero por Francia y se viste a la moda. Pero no bien lo ha publicado el francés en su lengua, ya lo vemos en español por las esquinas y papeles públicos de Madrid y demás ciudades de la península. ¡Qué de sermonarios! ¡Qué de santorales! ¡Qué de catecismos! ¡Qué de compendios históricos, geográficos, geométricos! Y aun ¡qué de impertinencias y pequeñeces francesas no nos molestan diariamente hace más de treinta años!

iCuán al contrario piensan los franceses! Mucho interés y mérito ha de tener un libro español para que ellos lo pongan en su lengua. No así los libros griegos y latinos, pues apenas hay uno que no lo tengan traducido, y muchos de ellos por diversos autores. Concedamos que sean buenas algunas obras traducidas del francés, singularmente las espirituales; pero, ¿no serían mejores los originales de los que las tomaron sus autores? ¿No leeríamos con más fruto a San Policarpo, San Justino mártir, San Juan Crisóstomo, San Basilio, San Atanasio, San Ignacio mártir, San Gregorio Nacianceno, San Clemente Alejandrino, San Clemente papa, Hermas y otros semejantes? El pueblo español, religioso y pío acaso sobre todos los de la cristiandad, ¿no ilustraría su piedad con más sólidos realces si disfrutase bien traducidos los escritos de éstos y demás padres de la iglesia, defensores invictos de nuestra religión santísima? Y pues en nuestros días recreamos ya todos nuestro espíritu leyendo en lengua materna las Escrituras Santas, que son palabras del Creador a las criaturas, sería muy justo que su lectura caminase hermanada con la de sus santos y sabios expositores, los cuales no respiraron sino por los sagrados libros.

Dije que en nuestros días se van produciendo algunas obras griegas. Se han reimpreso con el texto griego Jenofonte y la Poética de Aristóteles, y sin él la Tabla de Cebes y alguna otra cosa. Se ha traducido la Ilíada de Homero, la Historia de Polibio, los Caracteres de Teofrasto, las Oraciones y Cartas de Isócrates, el Sublime de Longino, las obras del emperador Marco Aurelio Antonino y acaso algo más que no se me acuerda; pero todavía estamos muy distantes de parecernos a Italia y Francia. Temo que todavía prevalezca entre nosotros la necia vanidad de tener en más a los autores de una carta insulsa, de una sátira cargada y maligna, de un papelucho fastidioso, necio y despreciable, más que inútil y aun pernicioso, que a los traductores de las lenguas sabias.

Nunca pude conformarme con los que así piensan, y soy de dictamen que para cimentar una instrucción sólida es indispensable la lección de los libros antiguos, especialmente griegos, verdadero manantial de casi todo cuanto se ha sabido en los siglos posteriores. Siguiendo este parecer, he traducido a nuestro idioma los diez libros que Diógenes Laercio escribió en griego De las vidas, dogmas, apotegmas, etc., de los más ilustres filósofos griegos, no dudando de que su lectura sea útil y grata a toda clase de personas. Apenas hay otro libro antiguo que tantas noticias nos haya conservado de la antigüedad; y es al mismo tiempo su lección tan amena y sabrosa, que quien empieza a leerlo no sabe dejarlo de la mano hasta concluirlo (*). Vemos en esta obra hasta dónde puede llegar el hombre gobernado por la sola razón natural, y con cuánta facilidad se desliza si no va guiado de la revelación. Nos compadeceremos de ver envueltos en tinieblas a hombres tan aprovechados en materias humanas, y veneraremos los eternos e inescrutables juicios que así lo ordenaron, reservando para nosotros los raudales de luz que la bondad divina nos ha comunicado graciosamente sin que tuviésemos más derecho que ellos. Veremos el inmenso número de libros que estos filósofos escribieron, aumentando tal vez en nosotros el sentimiento de pérdida de casi todos los títulos desnudos que Laercio nos ha conservado.

Pero digamos algo ya de la traducción presente. He sido muy escrupuloso en expresar la mente del autor, no tanto en la materialidad de las síntesis, que en Laercio no es elegante, cuanto en lo formal que contiene. Más cuidado he puesto en disfrazar muchas palabras y expresiones menos decentes que el autor usa sin reserva como gentil; si bien es creíble, por varias circunstancias, lo ejecutase así por no defraudar a la verdad de lo que escribía tomado de otros escritores. Antes quiero se me note de poco ajustado al original que de inducir algún daño en las buenas costumbres. Me ha parecido ésta una de las primeras obligaciones de quien pone en manos del pueblo piadoso un libro gentílico, aunque de ciencias humanas.

En cuanto a varias expresiones propias del gentilismo, he anotado en sus propios lugares lo conveniente aunque con suma brevedad, en beneficio de la gente joven y sencilla, especialmente cuando se ofrecen opiniones ajenas de la sana moral. Así lo tiene mandado el santo Tribunal de la Inquisición por decreto del año próximo 1791 (con apoyo del Concilio Lateranense, terminado en 1517) a los maestros de filosofía siempre que les ocurran opiniones filosóficas que, dejadas sin explicación, pudieran ser dañosas al pueblo cristiano. Por lo demás, los lectores se reirán como yo al ver los caprichos, sandeces y necedades de Aristipo, Teodoro, Diógenes y demás cínicos; la metempsicosis pitagórica; el fanatismo republicano de Solón y otros; las manías de Crates; las aprensiones de Pirrón, Bión, etc.; el ateísmo de unos; el politeísmo de otros y, en una palabra, cuantos disparates hacían y decían algunos filósofos de éstos, pues la filosofía que no va sujeta a la revelación apenas dará paso sin tropiezo.

Cuando me ha ocurrido en el texto alguna voz de significación ambigua, la he dado la interpretación que me pareció más propia del lugar que ocupa y, además, he puesto casi siempre por nota la misma voz griega para que el inteligente la enmiende a su gusto. Así, las notas que pongo al pie del texto a sólo esto se dirigen, y a explicar algunas cosas no muy comunes y triviales.

Aunque los versos que hay en Laercio pudieran haberse traducido en prosa con más puntualidad y precisión, me he arriesgado a ponerlos también en verso, bien que sin rima. Tiene el verso un no sé qué de halagüeño que suaviza el tedio de una lectura larga.

Finalmente advierto que, aunque la traducción se ha trabajado sobre la célebre edición grecolatina de Laercio dada por Enrique Westenio en Amsterdam, año de 1692, cum. not. varior., en dos tomos en 4.º, sin embargo no han dejado de consultarse otros textos y aun versiones en los casos dudosos, como son: la de Enrique Estéfano de 1570, la de Tomás Aldobrandini de 1594, la de Isac Casaubono de 1615, la de Lipsia de 1749, la versión latina de Fr. Ambrosio Camandulense, primer traductor de Laercio, dos traducciones francesas bastante inexactas, singularmente la primera, cuyo autor fue Francisco Fouguerolles, impresa en León, año de 1602, en 8.º, la otra en Amsterdam, año de 1761, en tres tomos en 12.º, algo más aliñada aunque anónima, y una italiana del año 1545, en 8.º.


(*)
 Magna est in eo opere rerum cognitio, multoque est legi dignissimus, dice de Laercio Luis Vives, lib. V De tradend. discipl., cap.II. Gil Menagio llamaba a este escrito de Laercio Ingenii humani historia en sus notas al mismo, pág. 2, edic. de Holanda, 1692.

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