Diógenes vivía pobremente, como un hombre desterrado de su país y que no recibía auxilios de nadie.
Un día se puso a mirar a un ratón que corría por el cuarto, y empezó a hacer reflexiones que le consolaron de su miseria. Vio que el ratón no se cuidaba de lo que comería al día siguiente, ni del sitio en que dormiría aquella noche. Resolvió imitar su ejemplo, vivir tranquilamente sin incomodarse por nada, y abstenerse de todo lo que no fuera indispensablemente necesario para la conservación de la vida. Usaba de un manto forrado que le servia de cama, y todos sus muebles se reducían a un bastón, un saco y una escudilla. Continuamente llevaba consigo este equipaje, menos el bastón de que sólo se servia en sus viajes a cuando se sentía enfermo.
No usaba de ninguna especie de calzado aun en tiempo de nieve: quiso acostumbrarse a comer carne cruda, más no pudo conseguirlo.
Pidió a un amigo que le diese un rincón de su casa, para retirarse a él algunas veces, pero viendo que tardaba en responderle, tomó un tonel que le sirvió de habitación.
En lo más fuerte del estío se arrastraba en la arena, y en el invierno se abrazaba a las estatuas cubiertas de hielo y nieve, para acostumbrarse a los excesos del frío y del calor.
Era general el desprecio con que miraba a los hombres. Trataba a Platón y a sus discípulos de disipadores y libertinos, y llamaba a los oradores esclavos del pueblo. Decía que las coronas eran símbolos de gloria, tan frágiles como el vidrio, y que las representaciones dramáticas eran las maravillas de los necios. En fin, nada se escapaba de su satírica libertad.
Comía, hablaba y se echaba a dormir en cualquier sitio sin distinción. Algunas veces iba al pórtico del templo de Júpiter, y decía: «¡Que hermoso comedor me han edificado los atenienses!»
Muchas veces decía: «Cuando considero a los magistrados, a los médicos y a los filósofos, tengo intenciones de creer que el hombre por su sabiduría es muy superior a los animales; pero cuando veo que hay adivinos, intérpretes, sueños y gentes que se envanecen con los honores y con las riquezas, creo que de todos los animales el más nació es el hombre.»
Un día vio a un muchacho que bebía agua en el hueco de la manó. Diógenes se avergonzó al verle: «¡Y que! dijo, ¡los niños saben mejor que yo pasar sin cosas superfluas!» En seguida hizo pedazos la escudilla como un mueble inútil.
Daba muchos elogios a los que, estando dispuestos a casarse, se habían arrepentido y mudado de idea, como también al que se quedaba en tierra, después de haber hecho todas las disposiciones para embarcarse. No apreciaba menos a los que elegidos para gobernar a los pueblos, no habían querido admitir el encargo, como también a los que, dispuestos a sentarse a la mesa con reyes y personajes, se habían vuelto a sus casas.
No estudiaba más que la Moral, y despreciaba todas las otras ciencias. Tenía un ingenio muy vivo, y preveía las objeciones que le iban a hacer cuando disputaba.
Su opinión sobre el casamiento hubiera parecido repugnante aun en la boca de un salvaje. No sólo despreciaba el contrato religioso y civil, sino que reconocía la legitimidad de toda unión fortuita, sin distinción, y sin estabilidad. No creía que fuese injusto tomar lo que se necesitaba, sin reparar en más que en satisfacer esta necesidad. Decía que nada debía causar pesadumbre al hombre, y que era mucho mejor consolarse que ahorcarse.
Un día se puso a hablar en público sobre un asunto de la mayor importancia, Nadie se paraba a escucharle; la gente iba y venia sin hacer caso de él. Dejó de hablar y se puso a cantar; inmediatamente se reunió mucha gente a oírle. Cuando estaba en lo mejor del canto, cesó de repente y reprendió severamente al auditorio, por su frivolidad.
Extrañaba mucho que los atenienses tomasen tanto interés en los trabajos de Ulises, referidos en la Odisea, y se curasen tan poco de sus propias desventuras; que los músicos se afanasen tanto por templar los instrumentos y no tratasen de arreglar sus pasiones; que los matemáticos gastasen tanto tiempo en contemplar la luna y las estrellas, cuando no tenían la menor idea de la tierra que pisaban, y que los oradores pusiesen todo su empeño en obrar bien, y continuasen obrando mal
Ridiculizaba a ciertos hombres que iban en los templos a rogar a Júpiter les conservase la salud, y al salir de allí, se entregaban a los excesos más perjudiciales.
Platón dio un convite magnífico durante el cual sólo comió aceitunas. Diógenes le preguntó por qué no comía los manjares que le habían enviado de Sicilia. Platón respondió que cuando estaba en Sicilia sólo comía alcaparras, aceitunas y cosas semejantes. «¡Y para eso, dijo Diógenes, era menester ir a Sicilia? ¿No había aceitunas y alcaparras en Atenas?»
Un sofista quiso mostrar la sutileza de su ingenio a Diógenes por medio de este raciocinio: «Tú no eres lo que yo soy; es así que yo soy hombre, luego tú no eres hombre.» Diógenes respondió: «Tu argumento seria más sólido si hubieras dicho: Un sofista no es lo que es Diógenes: es así que Diógenes es hombre, luego un sofista no es hombre.»
Le preguntaron en qué pueblo de Grecia había más hombres. Respondió: «En Esparta hay niños; hombres en ninguna parte.»
Paseábase por las calles con una linterna encendida, en medio del día. Preguntáronle qué buscaba, y respondió: «Un hombre.»
Demóstenes estaba comiendo un día en una taberna. Vio pasar a Diógenes, y procuró ocultarse para que no le viera, Diógenes le dijo: «Mientras más te ocultas en la taberna, más te metes en ella.»
Un hombre que había cometido muchos delitos le echaba un día en cara su pobreza. «No he visto ahorcar a ningún pobre, solo por ser pobre, respondió: pero he visto ahorcar muchos malvados.». Decía que las cosas más útiles eran las que menos apreciaban los hombres, puesto que daban mil escudos por una estatua y veinte sueldos por una medida de harina.
Entrando en un baño observó que el agua estaba muy sucia: «¿Cuando uno se baña aquí, preguntó, donde va a lavarse después?»
Diógenes fue cogido por los macedonios cerca de Queronea, y presentado a Filipo, que le preguntó quien era: «Soy, le respondió, el espía de tu insaciable codicia.» El rey celebró mucho está respuesta, y le dejó ir libre.
Decía que los sabios no podían carecer de nada, porque los dioses son dueños de todas las cosas del mundo, los sabios son amigos de los dioses., y entre amigos todo es común. Por eso, cuando necesitaba de algo, se dirigía a un amigo, y le decía: «Restitúyeme tal cosa.»
Alejandro, pasando por Corinto, quiso ver a Diógenes, y le halló sentado al sol y componiendo su tonel.
«Yo soy el gran rey Alejandro, le dijo. Y yo, le respondió el filósofo, soy un perro llamado Diógenes. ¿No tienes miedo de mí? preguntó el Rey. ¿Eres bueno, o malo? preguntó Diógenes. Soy bueno, respondió el rey» De lo bueno, continuó el filósofo, nadie tiene miedo.»
Alejandro, después de haber admirado el ingenio de Diógenes en la conversación que tuvo con él, le dijo que, puesto que carecía de tantas cosas, le pidiera lo que necesitaba. Diógenes le respondió: «Apártate un poco pues estas estorbando que me dé el sol.» Alejandro se admiraba de ver un hombre tan superior a las necesidades de la humanidad. «¿Quien es más rico, le preguntó Diógenes, el que tiene todo lo que necesita o aquel a quien no basta un gran reino, y se expone cada día a nuevos peligros?» Los cortesanos de Alejandro se indignaron de que este fuese tan afable con un hombre que ni aun se alzaba en su presencia. «Si no fuera Alejandro, les dijo el rey, quisiera ser Diógenes.» Pasando por Egina, fue cogido por unos piratas y llevado a Creta, en cuya mercado fue puesto para ser vendido como esclavo. No por esto se manifestó apesadumbrado, ni pensativo. Viendo pasar a un hombre muy grueso y muy bien vestido llamado Jeniades, dijo que aquel hombre tenía necesidad de un amo, y que era quien debía comprarle. Cuando Jeniades se acercó, Diógenes le dijo: «Ven, muchacho, ven a comprar un hombre.» Preguntáronle qué sabia hacer, y respondió: «Sé mandar: el que quiera un amo, que me compre.» Cuando Jeniades le compró Diógenes le dijo: «Disponte a obedecerme.»
Jeniades le confió la educación de sus hijos, y Diógenes los educó con el mayor esmero. Compuso para ellos un compendio de sus doctrinas filosóficas, y les hizo aprender de memoria los pasajes más notables de los poetas. Los acostumbraba a la lucha, a la caza, a montar a caballo, a tirar el arco y la honda, a vivir de alimentos sencillos, y a no beber más que agua. Los discípulos le cobraron mucho cariño.
Cuando Diógenes reflexionaba sobre los males de la vida, decía riéndose que todas las imprecaciones que se oían en las tragedias habían caído sobre él, puesto que no tenía casa, patria, ni hacienda, pero que oponía la firmeza a la fortuna, la naturaleza a la costumbre, la razón a las penas del alma.
Un hombre le consultó sobre las horas a que debía comer: «Si eres rico, le respondió, come cuando quieras; si eres pobre cuando puedas.»
Los atenienses le dijeron que debía iniciarse en sus misterios para ocupar un lugar preferente en el otro mundo: «Seria una cosa muy ridícula, les dijo Diógenes, que Agesilao y Epaminondas estuviesen en el fango, y que los iniciados de Atenas habitasen regiones celestes.»
Un eunuco había grabado sobre la puerta de su casa: «Por aquí no entra nada malo.» Diógenes preguntó: «¿Por dónde entra el amo?»
Unos filósofos quisieron probarle que no hay movimiento. Diógenes se levantó y se puso a dar paseos. Creía que no podía responder de un modo más convincente.
Al salir del baño, le preguntaron si había muchos hombres bañándose. «No, respondió, lo que hay es mucha gente.»
Un día en que había llovido mucho, Diógenes estaba tan mojado que los que estaban presentes le compadecían. Platón dijo que seria más digno de compasión si nadie le viera.
Le preguntó un hombre: «¿Que quieres con tal de que me dejes darte un bofetón? Un casco, respondió el filósofo»
Lisias el boticario le preguntó si creía que había dioses: «¿Como no lo he de creer, respondió, cuando sé que no tienen mayor enemigo que tú?»
Viendo a un hombre que se bañaba para purificarse, le dijo: «El agua no impedirá que hagas faltas de gramática, ni que cometas crímenes.»
Sabía que muchos aprobaban sus principios, pero que ninguno los seguía. Con cuyo motivo decía: «Soy un perro muy apreciado, más nadie quiere ir a cazar conmigo.»
Hablando de los sueños decía: «Es muy extraño que los hombres hagan tanto caso de las quimeras que forma en el sueño la fantasía, y tan poco de lo que les dice la razón cuando están despiertos.»
Los atenienses apreciaban mucho a Diógenes; hicieron azotar públicamente a un joven que le había roto el tonel, y le dieron otro nuevo.
Pérdicas le mandó decir que le mataría si no iba a verle. «Lo mismo, respondió, puede hacer un insecto venenoso. Diógenes no necesita de ti ni de tus riquezas para ser feliz.»
Viendo a los jueces que llevaban un hombre al suplicio por haber robado una botella en el tesoro público, exclamó: «Grandes ladrones condenan a un ladrón pequeño.»
Decía que un ignorante rico era un carnero cubierto de una piel de oro.
Cuando su pobreza le obligaba a pedir limosna decía al primero que encontraba «Si has dado algo, sigue dando; si no, empieza por mí.»
Decía que Dionisio trataba a sus amigos como si fuesen botellas, que se aprecian cuando están llenas y se rompen cuando están vacías.
Vio a un pródigo en una taberna comiendo aceitunas, y le dijo: «Si siempre hubieras comido aceitunas, no las comerías ahora.»
Le preguntaron cuál era el animal más venenoso, y respondió: «Entre los feroces, el maldiciente; entre los domésticos, el adulador.»
Viendo a una mujer ahorcada en las ramas de un olivo, dijo que no sabia que aquel árbol diese aquel fruto.
Le preguntaron cuál era la edad mejor para casarse, y respondió: «En la juventud es demasiado temprano; en la vejez es demasiado tarde.»
Le aconsejaron que buscase a su esclavo Manes, que se le había escapado, y dijo: «¡Seria bueno que Manes pudiese vivir sin Diógenes y que Diógenes no pudiese vivir sin Manes!»
Un tirano le preguntó cuál era el mejor bronce para hacer estatuas: «El que ha servido, respondió, para las estatuas de Harmodio y Aristogitón (1)».
Platón estaba explicando su doctrina sobre las formas. Diógenes, que la combatía, le dijo: «Yo veo la forma de un vaso, pero no sé lo que es forma de vaso. Lo creo, respondió Platón, porque para ver se necesita sólo tener ojos, y para saber es necesario algo mas.»
Viendo a un joven que se ponía colorado, le dijo: «Ánimo, hijo mío, ese es el color de la virtud.»
Dos abogados le nombraron árbitro en un pleito que tenían. Diógenes los condenó a entrambos; al uno por que había robado al otro; y a éste porque nada había perdido, puesto que antes había robado a su compañero.
Le preguntaron por qué se daba limosna a los cojos y a los tuertos, y no a los filósofos: «Por que los hombres, respondió, pueden perder un ojo, o un pie, pero ninguno piensa en aprender la filosofía.»
Le preguntaron que quién cuidaría de enterrarle cuando muriese, puesto que no tenía criado, ni criada. «Me enterrará, respondió, el que necesite de mi casa.
Un hombre de mala reputación le echó en cara que había sido monedero falso: «Es cierto, respondió, que he sido lo que tú eres, pero jamás serás tú lo que yo soy.»
Cuando le preguntaban cuál era su patria, respondía que era ciudadano del mundo, dando a entender que el sabio no se apega a ningún país.
Decía que la muerte no era un mal, puesto que no se siente, ni aun cuando nos ataca; que las cortesanas eran vasos de vino envenenado; que los que hablan de la virtud sin practicarla son como los instrumentos, que no sienten nada y despiden sones agradables; que todos los hombres eran esclavos, los esclavos verdaderos, de sus amos, y éstos de sus pasiones; que la lengua maldiciente de un joven es como una hoja de plomo en una vaina de marfil; y que el filosofo debe ir a beber vino a la taberna, como va a la barbería a afeitarse.
Yendo de Lacedemonia a Atenas, le preguntaron dónde iba: «Vengo, dijo, de ver hombres, y voy a ver mujeres. »
Un atleta que había sido vencido en todos los juegos se hizo médico. Diógenes le dijo que ya tenía un excelente medio de vengarse de los que le habían dado de golpes.
Paseándose un día en un sitio público, vio al hijo de una cortesana que estaba tirando piedras a la muchedumbre: «Tente, le dijo; mira que puedes apedrear a tu padre.»
Dionisio el tirano, después de haber sido arrojado de Siracusa, se puso a maestro de escuela, en Corinto. Diógenes le fue a ver, y observó que en su escuela reinaba el mayor desorden. Dionisio, que creyó que el filósofo venia a consolarle en su desgracia, empezó a hablarle de las mudanzas de la Fortuna. «Lo extraño es, respondió Diógenes, que aun conserves la vida, tú que a tantos has privado de ella, y ya veo que después de haber sido mal rey, eres mal maestro de escuela.»
Viendo a un hombre que hacia sacrificios a los dioses para que éstos le diesen un hijo, le preguntó: «¿Porque no les pides un hombre de bien?»
Murió Diógenes a la edad de 90 años, según unos de una indigestión, según otros voluntariamente, y sujetando la respiración. Sus amigos se disputaron sobre quién le había de enterrar, y se encendieron tanto en esta contestación que fue necesario que los magistrados de Corinto los apaciguasen. Se le hicieron magníficas exequias, y junto a su sepulcro se le erigió una columna, sobre la cual se colocó un perro de mármol de Paros. El mismo día de su muerte fue el de la de Alejandro el Grande.
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(1) Grandes enemigos de la tiranía.