Sonámbulos y sueños ◄Voltaire – Diccionario Filosófico ► Superstición SUICIDIOHace algunos años, un inglés que se llamaba Bacon Morris, veterano oficial y hombre de ingenio, vino a París a verme. Estaba enfermo de una enfermedad crónica que le causaba grandes dolores, y de la que no esperaba curarse. Después que me hizo varias visitas le vi entrar un día en casa trayendo en las manos un saco y dos papeles. «Uno de estos dos papeles —me dijo— es mi testamento, el segundo es mi epitafio, y este saco de dinero es para mi entierro. Estoy resuelto a esperar quince días para probar si los remedios y el régimen que me han recetado me hacen soportable la vida, y si sigo como ahora, estoy decidido a matarme. Haréis que me entierren donde mejor os parezca y me pondréis este epitafio, que se reduce a dos palabras de Petronio: Valete curae; se acabaron los cuidados.»Por fortuna para él y para mí, porque yo le apreciaba mucho, Morris se curó, y ya no atentó contra su vida, y estoy seguro de que hubiera cumplido su palabra a no curarse. Supe que antes de venir a Francia estuvo en Roma, en la época en que temían, aunque sin razón, que atentaran los ingleses a la vida de un príncipe tan respetable como desgraciado (1), y llegaron a sospechar que Bacon Morris fue a la Ciudad Santa con esa mala intención. Estaba ya en Roma quince días, el gobernador le mandó llamar, y le dijo que le daba de tiempo veinticuatro horas para salir de Roma. «Me iré al instante —le contestó el inglés—, porque el aire que se respira aquí es nocivo para el hombre libre; pero deseo saber por qué me expulsan.» «Me mandan que os haga salir de Roma —repuso el gobernador— porque se teme que atentéis a la vida del pretendiente.» «Los ingleses peleamos contra los príncipes, les vencemos y los hacemos bajar del trono —le replicó Morris —; pero no somos asesinos. Y ahora decidme, señor gobernador: ¿desde cuándo creéis que estoy en Roma?» «Desde hace quince días.» «Pues hace quince días que hubiera matado al pretendiente si hubiera traído esa misión; y he aquí lo que hubiera hecho: hubiera levantado un altar consagrado a Mucio Scévola, y luego, del primer tiro hubiera matado al pretendiente, que en la ceremonia se hubiera colocado entre vos y el Papa, y con el segundo tiro me hubiera suicidado; pero los ingleses no matamos a nuestros enemigos mas que en las batallas. Adiós, señor gobernador.» Después de pronunciar estas palabras textuales, regresó a su domicilio y salió de la Ciudad Santa. En Roma, a pesar de ser el país de Mucio Scévola, la conducta del inglés pasó por un acto de ferocidad bárbara, en París por locura y en Londres por grandeza de alma.Pocas reflexiones trato de hacer en este capítulo sobre el suicidio; no examinaré si el difunto M. Crech tuvo razón para escribir al margen de una obra: «Nota bene.—Cuando termine de escribir mi libro sobre Lucrecio, será preciso que me mate»; ni examinaré tampoco si hizo bien de realizar esa resolución; tampoco escudriñaré los motivos que tuvo el anciano prefecto, el padre jesuíta Biennasses, para despedirse de nosotros por la noche, y al día siguiente por la mañana, después de decir misa, arrojarse a la calle desde un tercer piso. Lo único que me atreveré a decir con seguridad es que no debemos temer que la locura de matarse llegue a ser una enfermedad epidémica, porque contraría los deseos de la Naturaleza y porque la esperanza y el temor son dos agentes poderosos que utiliza aquélla para detener la mano del desgraciado que trata de privarse de la vida.Es inútil que nos digan que ha existido algún país en el que se estableció un Consejo para permitir a los ciudadanos que se mataran, cuando para obrar así tenían razones poderosas, porque yo contestaré, o que eso no es verdad, o que los magistrados de ese país estaban muy desocupados. ¿En qué consiste que Catón, Bruto, Casio, Antonio, Otón y otros se mataron resueltamente, y los jefes de nuestros partidos dejan que los ahorquen o se resignan a pasar una vida miserable encerrados en una prisión? Algunos espíritus fuertes dicen que los antiguos carecían de verdadero valor; que Catón fue un mandria matándose y que hubiera manifestado mayor grandeza de alma arrastrándose a los pies de César; esto es bueno para decirlo en una oda o usando una figura retórica, porque es indudable que no carece de valor el que tranquilamente se mata, porque se necesita gran fuerza de voluntad para sobreponerse al instinto más poderoso de la Naturaleza, y en una palabra, el suicidio es un acto que prueba más ferocidad que debilidad. Cuando un enfermo está frenético, no se puede decir que carece de fuerza; por el contrario, se debe decir que tiene la fuerza que le da el frenesí.La religión de los paganos prohibió el suicidio, lo mismo que la religión cristiana, y hasta tenía sitios destinados en los infiernos para los suicidas.__________(I) El príncipe Carlos Eduardo. |