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Torre de Babel Ediciones

El darwinismo. La filosofía en el siglo XIX. Historia de la Filosofía de Zeferino González.

Historia de la Filosofía – Tomo IV – La filosofía novísima (siglo XIX)

§ 55 – EL DARWINISMO

 

      El movimiento filosófico realizado en Inglaterra en la segunda mitad de nuestro siglo, se halla ligado íntimamente con el darwinismo. Por esta razón no es posible prescindir de éste al reseñar la historia de la Filosofía en la Gran Bretaña, por más que la concepción del fundador del darwinismo, más bien que en la historia de la Filosofía, tendría su sitio propio en la historia de las ciencias naturales y físicas. La necesidad, sin embargo, de exponer sumariamente la doctrina de Darwin, se halla justificada también en parte por sus relaciones con la antropología.

Como la mayor parte de las teorías modernas, la darwinista tiene antecedentes reales y bastante completos en la historia de las ciencias, hasta el punto de que Quatrefages pudo escribir una obra con este título significativo y muy justificado: Los precursores de Darwin

En su Filosofía zoológica, que vio la luz pública en los primeros años de este siglo, Lamark ensayó explicar el origen, diferencias y generación de las especies animales por medio del transformismo, es decir, mediante la hipótesis de una evolución progresiva y ascendente desde los animales más imperfectos a los más perfectos, desde los organismos más simples a los más complejos. La adaptación respecto del medio, o sea el esfuerzo natural para ponerse en relación y armonía con las condiciones que rodean al viviente, la herencia o transmisión hereditaria de las propiedades adquiridas, el hábito resultante del ejercicio u ociosidad de los órganos y funciones correspondientes, son las causas principales que producen la transformación de una especie en otra, según la teoría de Lamark.

Medio siglo después (1859) Carlos Darwin publicaba su famoso libro sobre El origen de las especies, en el cual y con el cual desenvolvía y completaba la idea de Lamark, formulando una teoría, si no más sólida que la de aquél, más científica por la abundancia de hechos y observaciones, y más comprensiva por la virtualidad de sus aplicaciones. Esta teoría, aunque denominada y conocida generalmente por el nombre o apellido de su autor (Darwinismo), pudiera apellidarse teoría de la selección, toda vez que esta juega en ella el principal papel.

La transición desde la hipótesis de Lamark a la teoría de Darwin no se verificó bruscamente, sino a través de varios naturalistas, cuyos trabajos representan una elaboración intelectual relacionada con la idea transformista. Sin contar a Geoffroy Saint-Hilaire (Esteban), Bory Saint-Vincent, Naudin, con algunos otros naturalistas franceses, son dignos de especial mención en este sentido Oken, por razón de su Filosofía de la naturaleza; Carus, autor del Sistema de la morfología animal; el trabajo de Schaafhausen sobre la Fijeza y transmutación de las especies. En la misma Inglaterra, Darwin tuvo precursores y contemporáneos, como Powell y Wallace, siendo de notar que entre los primeros puede contarse al abuelo de Darwin (Erasmo Darwin), que a fines del pasado siglo publicó una obra con el título de Zoonomía, en la cual aparecen algunas de las ideas adoptadas después por su nieto. Malthus merece figurar también entre los precursores e inspiradores de Darwin, a causa de su doctrina acerca de la ley que preside al desarrollo de la población, doctrina que representa un elemento importante de la teoría darwiniana, teoría que puede resumirse en los siguientes términos.

La experiencia y la observación enseñan que el número de gérmenes e individuos capaces de ser producidos en una especie, o, si se quiere, por los individuos de una especie, es muy superior al número de individuos que de hecho reciben y conservan la vida. Sucumben, pues, muchísimos individuos de cada especie. Y sucumben, porque se ven precisados a luchar desde su nacimiento mismo contra mil obstáculos que se atraviesan en su camino, contra mil circunstancias exteriores y mil influencias dañinas de temperatura, de clima, etc., y, sobre todo, contra otros organismos, ya de especies diferentes, ya de su misma especie, que, o los persiguen y acometen para devorarlos, o les disputan el alimento y los medios de subsistencia. En virtud de esta lucha por la existencia o concurrencia vital, los individuos más fuertes y robustos son los únicos que conservan y desarrollan la vida, mientras que los más débiles e inferiores sucumben, resultando de aquí que la conservación, progreso y perfección de la especie se verifican mediante una selección natural y espontánea de la naturaleza misma.

Esta selección natural, aunque es la causa principal, no es la causa única de la transformación de una especie en otra, sino que lleva consigo, como auxiliares y factores secundarios, la adaptación, o facultad de los animales para adaptarse y acomodarse al medio ambiente y demás condiciones externas; la herencia, o facultad de transmitir por generación las cualidades y perfecciones personales; la selección sexual, así como también la correlación del crecimiento, la fijación de caracteres o caracterización permanente, con algunas otras leyes menos importantes. Todas estas causas, obrando de consuno con la selección natural y la lucha por la existencia, acumulando sucesiva y paulatinamente en determinados individuos de una especie cualidades especiales, perfecciones similares y variaciones parciales de ciertos miembros y formas orgánicas, dan origen y llegan a constituir nuevas especies y nuevos géneros de animales.

Luego las manifestaciones múltiples y diferentes de la vida, al menos en su fase zoológica, las especies, los géneros, las familias, lo mismo que las variedades y las razas, son el resultado y la expresión de una serie lenta y sucesiva de perfecciones insensibles y como infinitesimales, que se acumulan y desenvuelven en millares de años, de manera que toda la escala zoológica, con sus especies, géneros y familias, con todas sus diferencias, es producto y efecto de uno o pocos protoplasmas primitivos, de una célula primordial, que se desarrolla y transforma en toda clase de animales en virtud de la selección natural, favorecida y auxiliada por la concurrencia vital, la herencia, la adaptación, la selección sexual, etc.

Hasta aquí la teoría expuesta por Darwin en su primera obra formal sobre la materia; obra en la cual ni rechaza la creación para explicar el origen primero de la vida, ni se atreve a aplicar su hipótesis al origen del hombre. Sólo diez años más tarde, y cuando su discípulo Häckel, más atrevido y más lógico que su maestro, proclamó que el hombre es una transformación del mono, el naturalista inglés abandonó la reserva en que se había encerrado acerca de este punto, y publicó su Origen del hombre, y poco después su Descendencia del hombre y la selección sexual

El objeto de estas obras es probar que el progenitor del hombre es el mono, y que lo que llamamos la especie humana es una evolución espontánea y natural de la especie simia, una transformación del mono antropoide, realizada en virtud de la ley de selección natural y sus auxiliares, ni más ni menos que los reptiles y aves representan transformaciones graduales de gusanos, moluscos y peces.

Y no es sólo la substancia del hombre, sus fuerzas físicas y sus propiedades orgánicas las que deben su origen al mono, sino también todo lo que constituye el orden moral, el intelectual y hasta el religioso. Según Darwin, la interpretación de los sueños, las alucinaciones de la imaginación, con otros fenómenos análogos, inspiraron al hombre la idea de los espíritus, y sirvieron de base y premisa para la idea de Dios y la persuasión de su existencia. La ley moral, esa ley que lleva consigo la distinción esencial entre el vicio y la virtud, entre lo bueno y lo malo, es una mera transformación de los instintos sociales de los brutos, realizada por medio de la selección natural, selección inconsciente, a la cual deben también su origen y su ser los sentimientos y deberes morales, que, en definitiva, no son otra cosa más que ciertos hábitos e instintos de los animales, robustecidos y perfeccionados, gracias a la selección natural, auxiliada por los demás factores de la evolución que se han indicado.

El fundamento en que se apoya Darwin para establecer y afirmar la progenie símica por parte del hombre, es la variabilidad de éste en su conformación corporal y en sus facultades mentales, junto con su transmisión hereditaria. «Para resolver, escribe, si el hombre es el descendiente modificado de alguna forma preexistente, es necesario averiguar ante todo si varía, por poco que sea, en su conformación corporal y en sus facultades mentales; y si esto sucede, si estas variaciones se transmiten a sus descendientes, según las leyes que prevalecen en los animales inferiores (1).»

Es decir, que para poder afirmar absolutamente y para establecer como conclusión demostrada científicamente que el hombre procede del mono, basta que en el primero se observen algunas variaciones transmisibles a sus descendientes, sin necesidad de averiguar si esas variaciones y su transmisibilidad están contenidas dentro de ciertos límites; si son de tal naturaleza, que pueden constituir especies nuevas, o sólo razas y Variedades. No hay para qué advertir que hay aquí un verdadero sofisma, y sofisma que palpita perpetuamente, aunque bajo diferentes formas, en la teoría darwinista.

Así se concibe que el autor de ésta, fundándose en esas variaciones transmisibles que se observan en el hombre y que siempre se han observado en el mismo, y corroborando ese fenómeno con probabilidades e imaginaciones, nos explique la generación símica del hombre en los siguientes términos: «Subiendo lo más alto posible en la genealogía del reino vertebrado, encontramos que los primeros antepasados de este reino han consistido probablemente en un grupo de animales marinos, semejantes a las larvas de los ascidios hoy existentes. Estos animales produjeron probablemente un grupo de peces de organización tan inferior como la del amfioxus: este grupo debió producir los ganoideos, el lepidosirano, peces que ciertamente son poco inferiores a los anfibios…. En los mamíferos, fácilmente se imagina uno los grados que hubieron de conducir los monotremas antiguos a los marsupiales, y éstos a los primeros antepasados de los mamíferos placentoideos. Se llega así a los lemúridos, que se hallan separados de los simidos por un intervalo pequeño. Los simidos dividiéronse entonces en dos grandes troncos, es decir, en monos del nuevo mundo y monos del mundo antiguo: de estos últimos, pero en época remotísima, procedió el hombre, maravilla y gloria del Universo.»

Como suceder suele en la mayor parte de las concepciones sistemáticas, sobre todo cuando se trata de sistemas fundados en hipótesis gratuitas y en datos incompletos, los partidarios del darwinismo no están de acuerdo sobre uno de sus puntos capitales, cual es el origen y la base misma de la evolución transformista. Son algunos de ellos partidarios de la procedencia monogénica, al paso que otros defienden la poligénica y las series paralelas en el origen y proceso de la vida. Quién busca y señala el origen de ésta en un protoplasma innominado, quién en la mónera, quién en el eozoon canadense, quién en el bathybîus, quién en cristalizaciones orgánicas que allá en los primeros tiempos del mundo notaban en la superficie de inmensos océanos, según nos asegura Mad. Royer.

§ 56 – CRÍTICA

Cosa es de suyo manifiesta, por lo que acabo de exponer, que la teoría de Darwin ofrece muy estrecha afinidad con el materialismo y el ateísmo, hacia los cuales gravita con todo su peso, si ya no es que se confunde e identifica con ellos. Ciertamente que no hay derecho para rechazar la tesis ateo-materialista cuando se afirma que la idea de Dios debe su origen a una concepción fantástica de los espíritus, a ilusiones de la imaginación, a sueños y sombras; cuando los sentimientos religiosos y los deberes morales se consideran como transformaciones de los hábitos e instintos de los brutos, y cuando en el hombre de la ciencia y de la santidad, en el hombre de la razón y de la libertad, no se descubre más que un mono perfeccionado.

Por otro lado, la historia, de acuerdo con la lógica, se ha encargado de poner en evidencia este punto, dándonos en espectáculo a la mayor parte de los partidarios del darwinismo marchando decididamente por las vías del materialismo, como veremos después.

Prescindiendo de sus derivaciones lógicas, y aun considerada en sí misma, la teoría de Darwin carece de solidez, a pesar del aparato científico con que se presenta. Por de pronto, su base es una hipótesis gratuita, puesto que comienza afirmando la existencia de un protoplasma que nadie ha visto y que se introduce de repente en la escena, sin saber por qué ni cuál sea su causa. Ciertamente que si todo el reino zoológico procede de este protoplasma, llámese célula, mónera, o como se quiera, no hay razón para negar que procede también del mismo germen el reino vegetal. Después de todo, la diferencia entre ciertos vegetales y las primeras manifestaciones zoológicas no es mayor que la que existe entre la célula y el hombre.

 

    No es menos gratuita la hipótesis de la selección natural como causa eficiente y suficiente de la producción de las especies; porque si la selección no puede producir, sino que supone el germen vital primitivo, no hay razón alguna para suponer que puede producir por sí sola las especies, entre las cuales hay diferencias esenciales tan profundas y radicales, y tan imposible es formar un hombre de un molusco, como formar un triángulo de puntos.

Vera escribe, con razón, a este propósito: «Si a un geómetra que me pidiera la explicación del triángulo se le respondiera: la formación del triángulo se realiza en virtud de la selección natural y de la manera siguiente: el punto, en virtud de la selección natural, se convierte en línea, la línea en ángulo, y, finalmente, los ángulos, impulsados a unirse por la selección natural, se convierten en triángulo, ¿qué pensaría de semejante explicación? Se admiraría, por de pronto, de la facilidad con que la selección natural explica las cosas; pero recordando en seguida su ciencia y sus demostraciones, me contestaría sin duda: Paréceme que esa selección natural que con tanta facilidad explica las cosas, en realidad no explica nada. Porque lo que ante todo debéis demostrarme es cómo y por que existe el punto; en segundo lugar, cómo y por que existe la línea, es decir, en virtud de qué necesidad intrínseca el punto no se convierte en pescado o elefante, sino en línea. Cuando me decís que el punto se convierte en línea, podríais decirme con igual derecho que se convierte en elefante. Para decir que el punto se convierte en elefante, hay tanta razón como la que tienen los transformistas para decir que el molusco se convirtió en hombre; porque, ciertamente, tan fácil es descubrir analogías entre el punto y el elefante, como entre el molusco y el hombre.»

La verdad es que, penetrando en el fondo de las cosas, se ve que si la selección natural con sus auxiliares (fuerza hereditaria, concurrencia vital, fuerza de adaptación, selección sexual, etc.) puede producir variaciones, cualidades y perfecciones más o menos importantes en individuos de una especie, jamás se podrá demostrar que, cuando comienza a existir una especie nueva, no obre a la vez el tipo específico como elemento interno y esencial; jamás se demostrará que la selección es suficiente por sí sola para producir una especie nueva, y que no interviene otro elemento interno, como principio específico, aunque latente.

Los fundamentos en que se apoya la teoría de Darwin degeneran con frecuencia y se resuelven en inducciones incompletas, en analogías insuficientes, en generalizaciones precipitadas e ilegítimas. Según la embriogenia, dice el darwinismo, la forma del hombre se identifica con la del perro durante cierto período de la vida embrionaria, lo cual prueba la identidad radical de las dos especies y la posibilidad de su transformación. Y, sin embargo, la buena lógica nos lleva más bien a la conclusión contraria; porque si no obstante la identidad de la forma y de las condiciones externas, del embrión A procede un perro y del embrión B sale un hombre, será preciso atribuir esta diversidad de resultado y de generación a alguna virtualidad sui generis, a alguna energía interna y latente en cada uno de los dos embriones.

La paleontología tampoco viene en apoyo de las conclusiones de la teoría de Darwin, sino que, por el contrario, pone de manifiesto con bastante frecuencia lo precipitado y lo insuficiente de sus generalizaciones e inducciones; pues es bien sabido que los restos y vestigios zoológicos que ofrecen las capas terrestres no responden a las exigencias de la transformación de las especies, verificada en la forma que pide la teoría de Darwin.

Si bien se reflexiona, pudiera decirse que el origen, a la vez que el vicio radical de la teoría de Darwin, consiste en identificar el orden cosmológico, o, digamos mejor, el orden ontológico de los seres con su orden genético; consiste en considerar la relación ontológica de las especies animales como relación y condición genética de las mismas. Todos los filósofos antiguos, desde Platón hasta Santo Tomás, habían reconocido y afirmado que existe como cierto parentesco ideal entre los seres; que estos forman una escala ontológica gradual, a contar desde la materia informe hasta las inteligencias más sublimes; que esta afinidad ideal y esta gradación ontológica se revelan principalmente en el mundo de los vegetales y animales; Santo Tomás hasta reconoce que esta escala de los seres representa gradaciones pequeñísimas y como infinitesimales, según el apotegma con que expresa esta gradación insensible: supremum infimi attingit infimum supremi. Todo esto enseñaba la filosofía cristiana, sin que le ocurriera por eso decir que el orden ontológico de las cosas es resultado y efecto de la generación de las mismas. Darwin, por el contrario, supone que la escala ontológica coincide y se identifica con la escala genealógica, y convierte las relaciones lógicas y la afinidad ideal en relaciones de generación y en afinidad genética o evolutiva.

En la parte que se refiere concretamente al hombre, la teoría de Darwin, lo mismo que el materialismo, tropezarán siempre con la dificultad insuperable de llenar el abismo que existe entre la célula primitiva y la especie humana; porque, como reconoce el mismo Bois-Reymond, no hay puente alguno que pueda dar paso desde esa masa material e informe al dominio de la inteligencia. Con razón ha dicho Max Müller que la teoría de Darwin está sujeta a muy graves objeciones en su principio y en su fin; es decir, por parte del germen o protoplasma, del organismo primitivo que supone o afirma gratuitamente como principio y base de toda la teoría, y por parte de la aplicación de la selección natural al origen del hombre. El mismo Darwin parece haber presentido la gran dificultad de explicar ciertas propiedades y caracteres del hombre por la selección natural; así es que, después de emplear muchas páginas en explicar la transformación simio-humana por parte del cuerpo, de los movimientos, del organismo, de ciertos fenómenos sensitivos, intelectuales y sociales, pasa rápidamente sobre la personalidad, la conciencia, el lenguaje y la facultad de abstracción.

En resumen: hoy por hoy, y en el estado actual de la ciencia, la doctrina de Darwin tiene más de concepción a priori que de teoría experimental; es una hipótesis que tiene mucho de gratuita y poco de verdaderamente inductiva. «En los animales y en el hombre, dice el naturalista inglés, vemos que se producen, por causas conocidas o desconocidas, naturales o artificiales, ciertas modificaciones o mejoras que se transmiten por la generación a otros individuos: luego todos los géneros y especies del reino animal, incluso el hombre, se han formado por este medio.» No hay para qué decir que esta es una consecuencia ilegítima, una conclusión per saltum, que ninguna lógica autoriza. Lo que de aquellas premisas se desprende, según las leyes de la lógica, tanto inductiva como deductiva, es que las especies animales y el hombre son susceptibles de modificaciones más o menos importantes, que constituyan variedades y razas diferentes dentro de ciertos límites, o sea dentro del tipo específico. Para que esa conclusión per saltum tuviera alguna legitimidad, sería necesario probar con hechos incontestables que la especie A se había transformado en la especie B, real y esencialmente distinta de la especie A, y esto señalando en concreto toda la serie de transformaciones a, b, c, d, etc., por medio de las cuales se había verificado el fenómeno.

Lejos de hacerlo así, Darwin y sus discípulos, colocándose a priori en esa premisa y en esa conclusión ilegítima o precipitada, ofrecen como comprobantes los hechos y fenómenos que parecen militar a primera vista en su favor, haciendo caso omiso o negando los que militan en contra. ¿Dónde están, por ejemplo, esas, variedades intermedias, esos tipos de transición de una especie a otra, y con especialidad del mono al hombre, que, por confesión del mismo Darwin, debieron existir en número enorme en los siglos anteriores, y que, sin embargo, no aparecen en ninguna parte de una manera clara, ni menos completa?

A pesar de los alardes y promesas del darwinismo de atenerse escrupulosamente a la inducción y al método experimental, es lo cierto que su carácter apriorístico e hipotético se descubre por todas partes; comenzando por la existencia de ese prototipo o protoplasma primitivo de que nos habla Darwin, prototipo cuya existencia supone, pero que no se cuida de explicar ni mucho menos demostrar. De aquí es que toda la teoría darwiniana aparece ya viciada en su mismo origen y reducida a una hipótesis gratuita, toda vez que se funda en ese germen primordial de todo lo que vive en la naturaleza, especie de misterio inexplicado e inexplicable, como dice Quatrefages. Y bueno será notar de paso que, en este concepto, Lamark es superior a Darwin, pues mientras éste se coloca de golpe y arbitrariamente en su prototipo, sin relacionarlo con ninguna causa superior o distinta de la naturaleza, el naturalista francés, al hablar del protorganismo y de las leyes naturales que presiden a su desarrollo, considera estas leyes como la expresión de la voluntad suprema que las estableció, cuidando a la vez de consignar la distinción real que existe entre la naturaleza y su supremo autor.

Excusado parece advertir que el darwinismo entraña doctrinas y tendencias esencialmente anticristianas; pero bueno será tener presente que la incompatibilidad dogmática del darwinismo con la revelación, se refiere, según hemos dicho en la Filosofía elemental, al darwinismo explicado y desarrollado en el sentido materialista y ateo de los Vogt, Büchner, Häckel, Clemencia Royer, etc., y se refiere principalmente al darwinismo en sus aplicaciones al origen del hombre.

Porque si se prescinde de estos desarrollos y aplicaciones esencialmente ateo-materialistas; si nos limitamos a la evolución o transformación de las especies vegetales y animales, que es lo que constituye la idea fundamental y verdaderamente característica del darwinismo de Darwin, si es lícito hablar así; si de este darwinismo se excluye además su aplicación al hombre, aplicación que la ciencia no justifica en manera alguna, y si se hacen las oportunas reservas acerca de la creación del mundo y del alma racional, puede caber y cabe dentro de los dogmas católicos.

Y es que, en realidad de verdad, lo que en el darvinismo se opone a los dogmas cristianos no son los hechos y fenómenos verdaderamente observados y ciertos; no es tampoco la hipótesis transformista que entraña en aquella parte de la misma que se halla conforme con los hechos y con la observación científica. Lo que en el darwinismo se opone al dogma cristiano son las aplicaciones ateo-materialistas del mismo; son las conclusiones aventuradas y realmente anticientíficas que algunos deducen contra las leyes generales de la lógica y las especiales de la inducción, ora sacando consecuencias que no están contenidas en las premisas, ora presentando como hechos adquiridos a la ciencia, las que son meras conjeturas más o menos arbitrarias.

De todas maneras, conviene no perder de vista que aquí, como en otras muchas cuestiones, la razón y la fe aconsejan de consuno evitar extremos y exageraciones en uno u otro sentido. No debemos dejarnos seducir por la gárrula palabrería de la ciencia humana, o que se presenta como tal sin examinar sus títulos; pero tampoco debemos negarle sus legítimos derechos, ni cerrar sus horizontes, so pretexto de interpretaciones bíblicas y de ideas religiosas que distan mucho de ser dogmáticas. Neque falsae philosophiae loquacitate seducamur, decía ya San Agustín en el siglo V, neque falsae religionis superstitione terreamur. Y Santo Tomás escribía en el siglo XIII: Cum Scriptura divina multipliciter exponi possit, nulli expositioni aliquis ita praecise inhaereat, ut si certa ratione constiterit, hoc esse falsum, quod aliquis sensum Scripturae esse credebat, id nihilominus asserere presumat. El mismo Santo Doctor añade en otra parte que, sin perjuicio de la fe, la Sagrada Escritura puede interpretarse en diversos sentidos, sin menoscabar por eso su autoridad, porque el Espíritu Santo ha fecundado esa palabra divina con un fondo de verdad que se eleva por encima de los pensamientos o interpretaciones del hombre: Quia majori veritate eam Spiritus Sanctus fecundavit, quam aliquis homo adinvenire possit

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(1) La descendance de l’homme, trad. Moulimé, t. I, pág. 7.

La filosofía en Inglaterra                                                                                              Movimiento darwinista

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