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Torre de Babel Ediciones

LA ENSEÑANZA ENTRE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES- los Títulos


LA ENSEÑANZA ENTRE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES JULIÁN RIBERA Y TARRAGÓ – 1893
 
  
VIII – LOS TÍTULOS

La historia de los títulos académicos entre los árabes es imposible de hacer sin prestar atención a los medios empleados para transmitir las tradiciones religiosas, de que hemos hablado en otro lugar, pues ellos explican de qué manera, insensiblemente, fueron naciendo.
Al principio se transmitían de boca en boca sin formalidad ninguna entre los transmisores, pero pasadas algunas generaciones, al comenzar a ponerse por escrito y coleccionarse para formar la doctrina legal y religiosa, notóse que se habían multiplicado excesivamente, que unas contradecían a otras y que muchos conductos suscitaban grave sospecha de falsedad, siendo menester que naciera la crítica para elegirlas o rechazarlas. De 600.000 tradiciones apenas creyó verdaderas Albojarí siete mil y pico. Para que en adelante no hubiese dudas respecto a la verdadera transmisión, pensóse en tomar precauciones, siendo una de ellas el consignar por escrito el hecho sacramental de referir uno lo oído a los antepasados y aprenderlo otro para transmitirlo a los venideros, haciendo constar con la mayor sencillez el nombre del maestro y del discípulo, el medio de enseñanza (audición o lectura) y la materia: esto era, pues, un certificado del hecho, sin más mira que la de poder probar lo sucedido. Mientras no pasó de ahí estuvieron de acuerdo todas las opiniones y fue cosa aceptada en todo el mundo musulmán.

Andando los tiempos, echóse de ver que los certificados de los maestros de más fama se apreciaban más y, por consiguiente, en el documento se destacaba ante todo el nombre del profesor, cayéndose en la tentación de creer que el acto sacramental de la enseñanza no se cumplía en el narrar y aprender, siendo tan principal el discípulo como el maestro, sino que dependía toda eficacia de la autoridad única de éste. Así, en circunstancias especiales, el maestro se creyó autorizado para permitir al discípulo que enseñara su doctrina sin haberla aprendido directamente. Entonces apareció el verdadero título, la ichaza licencia, que no es un acta donde se consigna el hecho de la enseñanza, sino un documento de autoridad expedido por el maestro en favor de su discípulo. Nacido sólo para circunstancias especiales, sitióse la costumbre primitiva en los casos de audición o lectura, usando la ichaza únicamente cuando se quería autorizar lo que no so había oído o leído. Esto es la ichaza propia; pero si un discípulo oía o leía parte de un libro, y se veía obligado a suspender las lecciones, el maestro certificaba de la parte oída o leída y le autorizaba por lo restante, mezclándose en un acta sola dos documentos de distinta naturaleza.

Mas el maestro puede distraerse al narrar, o el discípulo al oír, faltando entonces la materia propia del sacramento, de donde se deduce que hay necesidad de la autorización del profesor que lo supla todo; y por otra parte la simple audición no basta por sí sola; se oye predicar en el pulpito las divinas verdades; en tertulias y reuniones cualesquiera se oyen también; y no por eso ha de creerse al oyente autorizado para referirlas. Estos y otros argumentos, que se inventaron para justificar la cada vez más creciente autoridad del profesor, trajeron por consecuencia el hacer de la ichaza documento imprescindible, sea cualquiera el medio por el cual se hubiese transmitido la tradición; pero hubo quien los tuvo por especiosos y no aceptó las ichazas como innovación injustificada en las escuelas (1).

En España fue general la aceptación de esa clase de títulos, pues Málic ben Anas, el doctor de más autoridad para la mayor parte de los tradicionistas españoles, la creía lícita, y aun obligatoria, con ciertas condiciones que luego veremos. Baquí ben Majlad y otros sabios de su misma familia daban a la ichaza el mismo crédito que a la audición, y otros afirmaron el extremo de que sin ella la tradición quedaba manca e incompleta, sin acordarse de que, al afirmarlo, de rechazo negaban la virtualidad a las transmisiones de los primeros tiempos.

Quedó, pues, establecida y de uso corriente la expedición de títulos por parte de los maestros; y se escribían, o en los mismos libros aprendidos (2), o en una simple hoja de papel, o en grandes y hermosas vitelas (3).

Las fórmulas sencillas y sin pretensiones de los primeros tiempos, adecuadas a la consignación precisa del hecho, comenzaron a alterarse. Abulabás Elgamrí, el Zaragozano, que fue a Oriente y aprendió nada menos que de mil maestros, por lo que tendría muchos títulos para cotejar, escribió una obra de protesta contra las innovaciones, por la impropiedad y la falsía con que se redactaban los títulos académicos (4).

Pero una protesta no podía remediar el mal, y fueron adulterándose más cada vez las fórmulas con que se expedían: unos maestros introducen altisonantes frases de elogio a sus discípulos, otros pasan de la prosa sencilla a la rimada, y otros, por fin, llegan a expedirlos en largas tiradas de versos que se copian en las historias (5) cual poemas de mérito superior dignos de ser leídos, no sólo por los parientes y conocidos del licenciado, sino por todos los amadores de la buena literatura (6).

Málic ben Anas consideró lícita la expedición de los títulos, pero no para que cada cual lo hiciera a su antojo, sino ateniéndose a ciertas condiciones que los hiciesen válidos, a saber: 1.ª que el maestro fuera de probada religión y ciencia; 2.ª que la copia aprendida esté escrupulosamente cotejada con el original del maestro, hasta el punto de que venga a ser una reproducción exacta; y 3.ª que el discípulo sea hombre dedicado al servicio de la ciencia. Sin estos requisitos no es lícita; pero si ellos mediaban, rehusar el maestro expedir la ichaza «es querer llamarse presbítero y no querer servir en ninguna iglesia» (7). Estas son sus textuales palabras.

Muy buena doctrina podría ser ésta; pero cada maestro, según su carácter más o menos condescendiente, la interpretó a su modo, así que autorizaba, no sólo a quien había asistido a clase, sino a quien por mera referencia conocía (8); un amigo pudo sacar títulos para otro amigo (9), y un padre para su hijo (10), aunque éste fuera tan niño que todavía estuviese pendiente del pecho de su madre (11).

No era eso lo peor, sino que pudo mezclarse oon circunstancias que hicieron surgir la cuestión moral de si era lícito el conferir ichazas habiendo mediado honorarios, y no hubo escrúpulo para resolver el caso afirmativamente (12).

Los títulos iban rodando de abuso en abuso y de desorden en desorden; se buscaban como cosa extraña a la instrucción, para satisfacer la vanidad pueril de cargarse de papelotes, testimonio de los muchos maestros que les habían autorizado, aunque nunca hubieran asistido a su clase.

La misma extensión del mal iba a traer la medicina, bien sencilla por cierto, aunque echando por tierra el sacramento antiguo, y fue que los maestros, creyéndose con atribuciones para todo, comenzaron a expedir ichazas, no en favor de un particular, ni con referencia a uno o varios libros, sino de todo lo que sabían, y autorizando a todos los musulmanes de una nación o del mundo entero(13).

Feliz manera de desacreditar los títulos y acabar con ellos, si la reacción no hubiera vuelto otra vez al cauce antiguo las autorizaciones.

Por lo expuesto se comprenderá el carácter que presentaron los títulos en la España musulmana. Tuvieron su origen en la consignación del hecho del estudio, expidiéndolos los profesores, sin que en ello se entrometiera nunca el Estado, aunque se tratase de personas cuyos conocimientos tuviera él que aprovechar directamente. Éste no ejerció más que influencia indirecta, v. gr., prefiriendo los alumnos de alguna escuela de fama, o amparando alguna vez a maestros cuya autoridad se tratase de desprestigiar discutiendo la validez de los títulos que expedían (14).

__________
(1) Bon Jalr, fol. 4 v. y siguientes. Ben Pascual, biog. 740.
(2) Mocham, pág. XVI. Ben Pascual, pág. 645.
(3) Addabí, biog. 1435.
(4) Addabí, biog. 1410. Almacarí T. I, pág. 714. (Murió Abulabás a fines del siglo IV de la Hégira).
(5) Almacarí, T. I, pág. 743 y siguientes.
(6) Alguna vez han prestado buen servicio como documentos históricos. Basta para convencerse leer alguna página de la Tecmila y otras obras por el mismo estilo.
(7) Ben Jaír, fol. 5 r.
(8) , pág. 177 y otras.
(9) Tecmila, pág. 840.
(10) Ben Pascual, biog. 1266.
(11) Tecmila, pág. 281.
(12) Ben Pascual, pág. 408.
(13) Esta ichaza se llamaba , es decir, general. Había dos clases de ichazas generales: una, general por la materia y particular por los individuos a favor de los cuales se expedía, y en este concepto la emplea Benalabbar en su Tecmila, pág. 281 y en la biog. 424; y otra, general por los individuos y por la materia, que es a la que se aplica el término con más propiedad, por la cual se autoriza a todos los musulmanes de una secta o nación, o de todas las naciones y sectas, la enseñanza de muchas materias o libros.       Si para la ichaza particular ha podido servir de justificación algún hecho de la vida del Profeta que de lejos o de cerca pueda ser aplicado a la misma como precedente (véase el prólogo árabe de Ben Jair) respecto a la general no se puede citar más que el capricho de algún tradicionista. Parece ser que un tal Ben Jairón, maestro que residía en Bagdad, autorizó en el año 486 de la Hégira a todos los fieles musulmanes (Tecmila, pág. 638) y otro que estando gravemente enfermo en el año 468, viéndose a las puertas de la muerte, hizo lo mismo. Con estos precedentes, un discípulo del abuelo de Averroes, aprovechó la circunstancia de marcharse éste con mucha prisa a un viaje a Marruecos, para pedirle una ichaza general de todos los libros aprendidos de él y de todas las obras que hubiese escrito, en favor de sí mismo, de los condiscípulos y hasta de todos los musulmanes que vivían entonces. Averroes (el abuelo) al oír tan peregrina demanda accedió sonriéndose. (Véase en el fol. 151 recto de Ben Jair un capítulo dedicado a la ichaza general).        Esto que podía parecer una broma no lo fue; el español Abderrahmán ben Cuzmán, de mediados del siglo VI de la Hégira, expidió una a los estudiantes de España (ADDABÍ, pág. 346) lo mismo que Assilafí y AIjoxuí (Tecmila, biog. 918) lo habían hecho; Ben Aththalá de Silves (Mocham, biog. 232) la expidió a todos los musulmanes; y al ver cómo algunos sabios no tenían inconveniente en aprovecharse de esas autorizaciones para sus enseñanzas {Tecmila, biografías 939 y 1019) no deja lugar a duda respecto a la seriedad con que fue aceptada esa innovación que había de acabar de un golpe con las ichazas. Entonces es cuando pudo decirse con verdad(Ben Pascual, pág. 201).
(14) Del gramático Abu Hayán, Rector de la Madraza Almansuría en Egipto, se dice que tuvo que salir de España, de donde era natural, por un folleto que escribió contra su maestro Ben Aththabaa tratando de probar que no eran válidas las ichazas que expedía. Esto le denunció al Sultán Mohammed ben Nadar, que además tenía motivos de resentimiento contra el discípulo, y lo desterró. (ALMACARÍ, T. I, pág. 823).
  
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