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ADORAR
CULTO DE LATRÍA – CANCIÓN ATRIBUIDA A JESÚS – DANZA SAGRADA – CEREMONIAS
Es un gran defecto de las lenguas modernas dedicar la misma palabra al Ser Supremo y a una mujer hermosa. Lo mismo se vale en un sermón el predicador de la frase adorar a Dios, que el amante en un baile cuando se dirige a la mujer amada y adora sus encantos. Los griegos y los romanos no cayeron en esa profanación extravagante. Horacio no dice que adora a Lálage, ni Tíbulo a Delia. Si hay algún pretexto que anule nuestra indecencia, éste consiste en que en nuestras óperas y en nuestras canciones se habla con frecuencia de los dioses de la fábula. Los poetas han dicho muchas veces que su Filis era más digna de adoración que las falsas divinidades, y nadie pudo vituperarlos porque lo dijeran. Pero poco a poco nos hemos ido acostumbrando a esa expresión hasta tal extremo, que hemos llegado a tratar del mismo modo al Dios del universo que a una tiple de una ópera, sin darnos cuenta del ridículo en que hemos incurrido. Volvamos los ojos hacia otra parte y fijemos sólo nuestras miradas en la importancia esencial del asunto.
No existe nación civilizada que no rinda culto público de adoración a Dios. No se obliga a nadie, ni en Asia ni en África, a ir a la mezquita o al templo. Esa afluencia pudo servir para hermanar a los hombres y hacerles más afectuosos en la sociedad; sin embargo, algunas veces se han encarnizado unos contra otros dentro del asilo que debía consagrarse a la paz. Los religiosos fanáticos inundaron de sangre el templo de Jerusalén degollando en él a sus hermanos. Nosotros también hemos profanado algunas veces nuestras iglesias, haciendo en ellas víctimas humanas.
En el artículo que trata de la China veremos que el emperador es allí el primer pontífice, y describiremos el culto sencillo y augusto que se practica. En otras partes es sencillo, pero no es majestuoso, como por ejemplo, el de los reformistas en Europa y el de la América inglesa.
En nuestros países se encienden en los altares cirios al mediodía, lo que era considerado como abominación en los tiempos antiguos. Existen conventos de monjas, a las que si se les cercenara la cantidad de cirios, creerían que se había apagado la luz de la fe y que se aproxima el fin del mundo. La Iglesia anglicana conserva un término medio entre las pomposas ceremonias romanas y la sequedad de las de los calvinistas.
El canto, la danza y las hachas encendidas constituían las ceremonias esenciales en las fiestas sagradas de Oriente. Todo el que haya leído la historia antigua sabe que los primitivos egipcios daban la vuelta a sus templos cantando y bailando. No había ninguna institución sacerdotal en Grecia sin cantos ni danzas. Los hebreos adquirieron esa costumbre de los pueblos inmediatos. David cantaba y bailaba delante del arca.
San Mateo habla de un cántico entonado por el mismo Jesucristo y por los apóstoles después de celebrar las pascuas (1).
Ese cántico, que ha llegado hasta nuestros días, no está incluido en el canon de los libros sagrados, pero se encuentran fragmentos de él en una de las cartas de San Agustín dirigidas al obispo Ceretius. San Agustín no dice que no se cantara ese himno, no rechaza sus palabras, y sólo condena a los priscilianistas (2), que aunque admitían este himno en su evangelio, le daban una interpretación errónea, que a él le parecía impía. He aquí el cántico tal como se encuentra dividido en partículas en el mismo San Agustín:
Yo quiero absolver y quiero ser absuelto.
Quiero salvar y quiero salvarme.
Quiero engendrar y quiero ser engendrado.
Quiero cantar y que bailen todos de alegría.
Quiero llorar y que todos participen de mi dolor.
Quiero ataviarme y ser ataviado.
Soy la lámpara para todos los que me veis.
Soy la puerta para todos los que llaméis a ella.
Los que veis lo que yo hago no lo digáis.
Cumplid todo lo que os digo, y aún tengo más que deciros.
Aunque haya dado origen a cuestiones el citado cántico, lo cierto es que el canto se empleaba en todas las ceremonias religiosas antiguas. Mahoma lo encontró establecido en la Arabia, y también lo estaba en las Indias. Parece que no se usó entre los letrados de la China. Las ceremonias tienen en todas partes semejanzas y diferencias, pero se adora a Dios en todo el mundo.
Es un consuelo para nosotros que los mahometanos, los indios, los chinos y los tártaros adoren un Dios único, pues en esto son hermanos nuestros. Existiendo un Dios único adorado en todo el mundo, ¿por qué los que le reconocen por padre le ofrecen continuamente el espectáculo de ser hijos que se detestan, que se anatematizan, se persiguen y se matan por necias disputas?
No es fácil explicar de un modo satisfactorio lo que los griegos y los romanos entendían por la palabra adorar, ni si adoraban a los faunos, a los silvanos, a las dríadas y a las náyades, como adoraban a sus doce dioses mayores. No es verosímil que Antínoo fuese adorado por los nuevos egipcios con el mismo culto de Serapis. Está probado que los antiguos egipcios no adoraban las cebollas y los cocodrilos del mismo modo que a Isis y a Osiris.
¿Es cierto que Simón, llamado por sobrenombre el Mago, fue adorado por los romanos? Nosotros creemos que fue absolutamente desconocido de ellos. San Justino, en su Apología, que fue tan desconocida en Roma como el indicado Simón, dice que dedicaron a dicho dios una estatua en el Tíber, entre los dos puentes, con esta inscripción: Simoni deo santo. Santa Irene y Tertuliano también lo afirman; pero ¿a quién lo afirman? A gentes que no habían estado nunca en Roma; a africanos, a sirios y a algunos habitantes de Sichem. Ciertamente no vieron la estatua a que aluden, y que contiene esta inscripción: Semo sanco deo fidio, y no la que ellos dicen y hemos trascrito. |
Debieron al menos consultar a Dionisio de Halicarnaso, que en su cuarto libro inserta la inscripción Semo sanco, que es una frase sabina que significa semihombre y semidiós. Tito Livio, en el libro VIII, cap. XX, dice: «Bona Semoni sanco censuerunt consecrada.» Ese dios fue uno de los más antiguos que se reverenciaron en Roma. Lo consagró Tarquino el Soberbio, y era el dios de las alianzas de buena fe. Le sacrificaban un buey, y en la piel de éste escribían el tratado concertado con los pueblos inmediatos. Le erigieron un templo cerca de Tirimus, y le presentaban ofrendas, ya invocándole con el nombre de padre Semo, ya con el de Sancus fidius. He aquí la deidad romana que durante muchos siglos tomaron por Simón el Mago. San Cirilo lo creyó así, y San Agustín dice en el primer libro de las Herejías que Simón el Mago se hizo erigir dicha estatua por orden del emperador y del Senado.
Esa extraña fábula, cuya falsedad es fácil de reconocer, se enlazó durante mucho tiempo con otra fábula: la de que San Pedro y el citado Simón comparecieron ante Nerón, y en presencia de éste se desafiaron a ver quién resucitaría más pronto a un muerto que fuera pariente cercano de Nerón y quién se remontaría más alto en el aire. Simón hizo que varios diablos le elevaran en un carro de fuego, y San Pedro y San Pablo, por medio de oraciones, lo hicieron caer en tierra desde gran altura y se rompió las piernas murió. Nerón, irritado por esto, mandó matar a San Pablo y San Pedro (3).
Abdías, Marcelo y Hegesipo refieren ese cuento con diferentes detalles; Arnobo, San Cirilo, Severo Sulpicio, Filastro, San Epifanio, Isidoro, Dedamiete, Máximo de Turín y otros autores han transmitido sucesivamente este error, que fue generalmente aceptado hasta que se encontró en Roma la estatua de Semu sancus deus fidius, y hasta el sabio Mabillos desenterró uno de los monumentos antiguos que contenía esta inscripción: Simoni sanco deo fidio
Esto no obstante, es cierto que existió un Simón que los judíos tuvieron por mago. Es verdad también que dicho Simón, hijo de Samaria, reunió y se puso al frente de algunos pordioseros, a los que persuadió de que era el representante de la virtud en la tierra, enviado por Dios. Bautizaba lo mismo que los apóstoles y erigía altares enfrente de los de éstos.
Los judíos de Samaria, que siempre fueron enemigos de los judíos de Jerusalén, se atrevieron a poner a Simón enfrente de Jesucristo, que tenía por apóstoles y discípulos a gentes de la tribu de Benjamín o de la de Judá. Simón bautizaba como los apóstoles, pero añadía el fuego al agua del bautismo y decía que había profetizado su venida al mundo San Juan Bautista, fundándose en estas palabras: «El que debe venir detrás de mí será más poderoso que yo y os bautizará con el santo espíritu y con el fuego» (4).
Simón encendía encima de la pila bautismal una ligera llama con nafta sacada del lago Asfaltites. Su partido llegó a ser bastante numeroso, pero no es creíble que sus discípulos le adoraran. San Justillo es el único que lo cree.
Menandro (5) se presentó, como Simón, enviado de Dios y salvador de los hombres. Todos los falsos Mesías se daban a sí mismos el título de enviados de Dios, pero no exigían que les adorasen. Antiguamente no se divinizaba en vida a ningún hombre, si exceptuamos a Alejandro o a los emperadores romanos, que despóticamente lo ordenaban así a pueblos esclavos. Y aun esto no fue una adoración propiamente dicha, sino veneración extraordinaria, apoteosis prematura, adulación tan ridícula como las adulaciones que Virgilio y Horacio prodigaron al emperador Octavio.
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(1) Hymno dicto, San Mateo, cap. XXVI, vers. 39.
(2) Priscilianismo, herejía de Prisciliano, que fue un español del siglo IV.
(3) Véase el artículo San Pedro
(4) San Mateo, cap. III, vers. II.
(5) Este Menandro no es el poeta cómico, sino un discípulo cíe Simón el Mago, entusiasta y charlatán como su maestro.