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ARISTEO y la traducción de los setenta – Voltaire – Diccionario Filosófico

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ARISTEO

Aristeo - Diccionario Filosófico de Voltaire¿Será siempre destino de la humanidad engañar a los hombres lo mismo en asuntos indiferentes que en los más serios y graves? Un supuesto Aristeo pretende hacer creer que hizo traducir el Antiguo Testamento al griego para uso de Ptolomeo Filadelfo, como el duque de Montpensier hizo realmente comentar los mejores autores latinos para uso del Delfín, que no los usó.

Si damos crédito a dicho Aristeo, Ptolomeo tenía grandes deseos de conocer las leyes judías, y para conocer esas leyes, que cualquier judío de Alejandría le hubiera traducido por cien escudos, se propuso enviar una embajada solemne al gran sacerdote de los judíos de Jerusalén, emancipar ciento veinte mil esclavos judíos que su padre hizo prisioneros en Judea y entregar a cada uno de ellos cuarenta escudos para que hicieran el viaje agradablemente, cuyo total asciende a la suma de catorce millones cuatrocientas mil libras francesas.

Ptolomeo no se satisfizo con manifestar tan inaudita liberalidad. Como sin duda era apasionado del judaísmo, envió al templo de Jerusalén una mesa de oro macizo, incrustada de piedras preciosas, grabando sobre ellas el mapa del Meandro, río de Frigia. El curso de dicho río lo marcó con rubíes y con esmeraldas. Adornaban dicha mesa dos inmensos jarrones de oro primorosamente trabajado. Nunca se pagó un libro tan caro. Por menos dinero se hubiera podido comprar toda la biblioteca del Vaticano.

Eleazar, gran sacerdote de Jerusalén, le envió también sus embajadores, pero éstos sólo le presentaron una carta escrita en fino pergamino con letras de oro. Fue proceder digno de los judíos no entregar mas que un pedazo de pergamino en cambio de recibir cerca de treinta millones.

Ptolomeo quedó tan contento del estilo de Eleazar, que lloró de alegría leyendo la carta. Comieron con el rey los embajadores y los principales sacerdotes de Egipto. Cuando llegó la hora de bendecir la mesa, los egipcios cedieron este honor a los judíos. Con los embajadores fueron setenta y dos intérpretes, seis por cada una de las doce tribus; todos ellos habían estudiado el griego perfectamente en Jerusalén. Era una lástima que de esas doce tribus diez se hubieran perdido completamente, desapareciendo de la faz del mundo desde muchos siglos antes; pero el gran sacerdote Eleazar las encontró expresamente para enviar traductores a Ptolomeo. Los setenta y dos intérpretes fueron aislados en la isla de Faros; cada uno de ellos hizo su traducción en setenta y dos días, y todas ellas eran iguales, y se llamaron la Traducción de los Setenta, debiendo llamarse la «Traducción de los Setenta y dos».

El rey recibió con adoración esos libros. Se conoce que era un buen judío. Cada uno de los intérpretes recibió tres talentos de oro, y además envió Ptolomeo al gran sacrificador, a cambio del pergamino, diez camas de plata, una corona de oro, incensarios y copas de este metal, diez vestiduras de púrpura y cien piezas de hermoso lino.

Casi todo ese cuento sorprendente lo refiere el historiador Flavio Josefo, que no sabía exagerar. San Justino todavía sobrepuja a Josefo. Dice que Ptolomeo se dirigió al rey Herodes y no al gran sacerdote Eleazar, y que envió Ptolomeo dos embajadores a Herodes. Esto es ya sobrecargar lo maravilloso, porque sabemos que Herodes nació mucho después que muriera Ptolomeo.

No vale la pena de hacerse cargo de la profusión de anacronismos de que están plagadas estas novelas y otras semejantes, de la multitud de contradicciones y de las enormes equivocaciones en las que el autor judío incurre en cada párrafo. Pero a pesar de esto, durante algunos siglos ha pasado tal fábula por verdad incontestable, y para probar mejor la credulidad del género humano, cada autor que la cita quita o añade algo; de modo que para creer en esa aventura era preciso creerla de diferentes maneras. Unos escritores se ríen de los absurdos que han servido de alimento a las naciones, y otros escritores se afligen al conocer tanta impostura, y de esta multitud de mentiras nacieron los Demócritos y los Heráclitos.

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