Compendio de las vidas de los filósofos antiguos
Escrito en francés por FÉNELON (François de Salignac de La Mothe-Fénelon)
Traducido al castellano por José Joaquín de Mora, miembro del Instituto de Educación de Florencia,
y de las Sociedades Económicas de Cádiz, Madrid y Granada
París, Librería de Cormon y Blanc
1825
Edición digital en Torre de Babel Ediciones. Actualizamos la ortografía a las normas vigentes y transcribimos los nombres griegos como ahora es habitual.
ÍNDICE
EL TRADUCTOR
LA historia de la Filosofía es uno de los grandes espectáculos que nos ofrece la de las primeras épocas del género humano. En medio de la deplorable narración de los delirios, de las pasiones, de los crímenes de los hombres, se percibe un rayo de luz que nos recuerda la elevación de nuestro origen, cuando consideramos que el culto de la razón ha resistido a las vicisitudes de los tiempos, a las tinieblas de la ignorancia, y a la corrupción de las costumbres, y que mientras los extravíos más vergonzosos degradaban nuestra especie, nunca faltaron hombres ilustres que la ennobleciesen aplicando a la investigación de la verdad, todas las fuerzas del espíritu.
Obscura en sus principios, la Filosofía brotó de las lejanas regiones del Oriente, donde se mantuvo muchos siglos desconocida y aislada, hasta que los griegos la descubrieron y perfeccionaron. Sus progresos fueron debidos en gran parte al amor a las ciencias, que debía ser naturalmente la pasión dominante de un pueblo ingenioso, rico, activo, felizmente organizado, y aficionado a los goces intelectuales, así es que en Grecia, la Filosofía no era, como en las naciones modernas, una ocupación privada, sino una especie de magistratura, o sacerdocio; una profesión superior a todas las clases y a todas las instituciones, y los que la cultivaban eran mirados como órganos de la Divinidad, como intérpretes de la Naturaleza, como bienhechores del mundo. Los reyes asistían a sus lecciones, y solicitaban sus consejos; los pueblos les alzaban estatuas; los cuerpos políticos les pedían leyes, y los honores que se les tributaban eran más sinceros, más generales y más respetuosos, que los que solían arrancar el entusiasmo de la victoria, y el prestigio del poder.
Producto espontáneo de nuestras necesidades y propensiones, la Filosofía dio sus primeros pasos apenas la sociedad salió del círculo estrecho de las exigencias físicas. Los primeros visos de sociabilidad que sucedieron a las tinieblas de la vida salvaje, descubrieron un campo inmenso abierto a la curiosidad y a la investigación, y el hombre debió lanzarse en este piélago de misterios, con la misma incertidumbre, y vacilación que señala los pasos de la infancia. La muchedumbre de objetos que le rodeaban le reveló el secreto de sus relaciones con estos objetos. Este descubrimiento le condujo al de sus propias cualidades, y cuando tuvo la conciencia de su razón, de su libertad, de su preeminencia, era natural que el amor propio, móvil de todas sus acciones, excitase en su alma el enérgico deseo de conocer en que consistían esta razón, esta libertad, esta preeminencia, y las demás circunstancias que constituyen su ser. Así, pues, la base de la Filosofía es la misma idea cuya verdadera explicación seria lo más sublime de la Filosofía, el nosce te ipsum tan anhelado por la ciencia, como recomendado por la religión.
La sociedad observa el mismo orden que el individuo, porque es un agregado de individuos, cuya reunión no tuerce el giro de sus operaciones, ni cambia la naturaleza de sus deseos. El hombre recibe impresiones, y estas le enseñan que existe. Su ser es lo único que él ve en la multitud de seres que le rodean. Del mismo modo, en los enigmas que le presenta el Universo, no ve más que su propio enigma, y como se ama a sí mismo sobre todas las cosas, el primer objeto de su curiosidad, fue el objeto principal de su amor.
Paréceme que esta explicación es mucho más análoga a nuestra índole, y mucho más conforme a la historia, que la que ha dado un célebre escritor, historiador profundo y luminoso de las opiniones de los primeros sabios. La cuestión primera y fundamental de la filosofía, el eje de todos sus trabajos, es, según M.r De Gerando, la que tiene por objeto fijar los principios de los conocimientos humanos, es decir, la que examina cuál es la relación del espíritu humano con los objetos de sus conocimientos; cuáles los fundamentos del derecho que se atribuye de juzgarlos; cuál la extensión, la realidad, y la garantía legítima de estos mismos conocimientos. Aquí tenemos, pues, en lugar de una cuestión sencilla, cual debía convenir al primer ensayo de la razón, una serie de cuestiones complicadas que no pueden provenir sino del cultivo refinado de esta misma razón. El móvil que este escritor da a los elementos del saber parecen más propios de su madurez y perfección, y las cuestiones que atribuye a los primeros investigadores de la verdad, pasarían por grandes esfuerzos de sutileza en una academia de metafísicos. El programa de la Naturaleza debió estar escrito de otro modo que las frases de Licofrón.
Hablar de derechos y de garantías del saber a los que acumulaban los materiales en que este saber debía estribar, se me figura lo mismo que hablar de metopes y cintros, a los que forman a toda prisa una choza para ponerse al abrigo de la intemperie. Los derechos del entendimiento son sus facultades; su garantía es la convicción. El mismo derecho tenemos al raciocinio que al ejercicio de la vista y del olfato, y la misma garantía de nuestras ideas que de las impresiones que los órganos nos transmiten. Si antes de observar el curso de los planetas el hombre se hubiera entretenido en averiguar con que derecho hacía esta observación, adelantada estaría a la hora ésta la Astronomía. Problemas tan recónditos pueden llamarse el lujo de la ciencia, y el lujo no nace sino mucho tiempo después que las primeras necesidades están satisfechas.
Lo cierto es que el hombre tuvo necesidad de conocerse, y que de este conocimiento debió nacer el de sus relaciones con Dios, y con la Naturaleza, y lo cierto, es que estos tres puntos abrazaron toda la serie de las doctrinas filosóficas.
Estas se ramificaron en lo sucesivo, y se ensancharon poco a poco hasta señalar, sino los límites del saber, a lo menos los cuadros en que debía encerrarse, y los filósofos griegos no dejaron, en esta parte, trabajo alguno a sus sucesores. En efecto ¿qué opinión ha salido a luz en los siglos modernos que no pertenezca a alguna de las grandes escuelas de la antigüedad, que no reproduzca alguno de sus principios, que no se clasifique en algunas de sus vastas distribuciones? Desde el renacimiento de las luces hasta nuestros días, no se descubre una teoría, un sistema que no se halle indicado a lo menos en la época que medió desde Sócrates hasta la emigración de la Filosofía a Egipto y a Roma. Los que se han aplicado exclusivamente al conocimiento del hombre, y han despreciado como inútil y superfluo todo otro estudio, no han hecho más que seguir la senda que el Escepticismo les dejó trazada; los que no ven en el Universo sino las combinaciones de la materia, y no conocen otras relaciones que las sensibles, por más que hayan dicho que el cerebro es una entraña, y el pensamiento una secreción, no han ido más lejos que Epicuro; los que se han elevado a las sublimes regiones del idealismo, deben a Platón este descubrimiento, los que han seguido por guías la observación y la clasificación, han edificado sobre las bases de Aristóteles; por último, los que han desconfiado de las fuerzas del espíritu, y han erigido la duda en arbitro de la sabiduría, no se han atrevido a tanto como Pirrón. En éste círculo se encierran todos los hombres, todas las sectas, todas las escuelas posteriores: Tomas de Aquino y Condillac; Rogero Bacon y Malebranche; Erasmo y Locke; Hobbes y Cabanis; los nominales y los materialistas; los Escotistas y los Cartesianos; Azaïs con sus compensaciones, Kant con sus tinieblas, y Gall con sus protuberancias.
Lejos de mí la temeraria intención de rebajar el mérito distinguidísimo de los genios de primer orden, a cuyas ingeniosas y profundas tareas deben las ciencias el lustre con que brillan; más la gratitud a que son acreedores no debe ahogar en nosotros la admiración que reclaman los que los han precedido. Sin despreciar en manera alguna el valor de los descubrimientos modernos, debemos un tributo de respeto y gratitud a los primeros que procuraron alzar el velo que cubre los arcanos de la Naturaleza. Porque la ciencia en su origen no fue una vana acumulación de teorías imaginarias, ni tuvo por móvil el vano empeño de adivinar sin descubrir, de sistematizar sin examinar; ni se crea tampoco que el camino de la observación fue desconocido a los hombres hasta que lo reveló, como un hallazgo peregrinó, un Canciller de Inglaterra. ¿Como pudieron los Caldeos, sí no fue por medio de la observación, fijar las verdades esenciales de la Astronomía? ¿No conocieron la necesidad de la observación, Aristóteles, que examinó y describió cuantos objetos naturales pudo haber a las manos, Alejandro que le prodigó los medios de enriquecer sus colecciones, y los filósofos que gastaron cuanto poseían en producciones, máquinas y experiencias? La observación de las obras de la creación se perdió totalmente cuando los puros raudales de la Filosofía antigua se mezclaron y confundieron en el cenagal del Escolasticismo; cuando el cultivo del entendimiento se redujo al estudio de una ciencia tenebrosa y absurda; cuyos objetos estaban fuera del alcance de los sentidos; y cuyos resultados no podían tener otra sanción que el sofisma; cuando el saber se aisló en una clase de hombres, interesados en perpetuar la ignorancia, y en esclavizar el entendimiento. Pero las primeras ráfagas de luz que aparecieron después de esta época, no hicieron más que descubrir un sendero trillado por los primeros filósofos, y la razón al recobrar sus derechos, halló parados todos los instrumentos que podían facilitarle su ejercicio.
La obra presente bosqueja estos primeros trabajos, y da a conocer los hombres que los emprendieron. Está escrita con aquella sencillez conveniente al asunto, y que caracteriza los escritos didácticos del autor de Telémaco. El traductor ha aumentado considerablemente el artículo de Sócrates y el de Platón.